No sabe uno qué es peor, si que el prólogo de un libro de poesía sea detallado y didáctico, que, una vez leído, ya para qué vas a seguir con los versos que vienen, o que sea difuso y lírico, lo que suele dar en galimatías. Luego, cuando entras en materia, caes en la cuenta de que se despejan, por lo normal para bien, las inquietantes dudas planteadas con antelación, y entonces todo fluye como debe. Contra las apariencias, compruebas con alivio que nada es tan complicado como parecía por lo dicho en esos enredados textos destinados no tanto al disfrute como al estudio. Que disuaden más que invitan. Al menos a mí.
En el caso de los primeros, los que podemos denominar "al uso", los clásicos, pueden mediatizar la lectura, es cierto, pero al menos se entienden y cumplen su función mediadora (sirven de "introducción a su lectura"), por más que el lenguaje utilizado sea, con frecuencia, el de ese gastado argot académico a que nos tienen acostumbrados no pocos profesores, eruditos y filólogos.
Los segundos, cautivos de su pretensión poética (para algunos, poemas sin más), apenas aportan nada a lo que viene después, siquiera sea por su aire ensimismado, donde lo personal suele primar sobre cualquier otro aspecto. Así, cerrados sobre sí mismos, incluso incomprensibles, lo único que proporcionan es el presunto prestigio de la firma. En esto, sí, se parecen a los otros. Me da que en demasiadas ocasiones el poeta busca no que se ilumine su obra, sino que el nombre del presentador sea de postín. Lo demás...
De ahí, y perdón por insistir, que me parezca cansina e inoportuna esta moda de colocar delantales a libros —ni recopilaciones, ni ediciones críticas, ni obras completas— que a mi modesto entender no los necesitan. Ni los merecen, me atrevería a añadir. Va a ser verdad eso de que los prólogos están para saltárselos.
Llegados a este punto, y antes de terminar, reconozco, cómo no, la pertinencia de ciertos prólogos que tanto ayudan al lector desorientado y al detallista o meticuloso. De algunos de ellos se ha dado noticia aquí.
Llegados a este punto, y antes de terminar, reconozco, cómo no, la pertinencia de ciertos prólogos que tanto ayudan al lector desorientado y al detallista o meticuloso. De algunos de ellos se ha dado noticia aquí.
Sí, hay prefacios y proemios. Prólogos y prólogos, quiero decir. Los que suman y los que restan. Los que contribuyen al esclarecimiento de tal o cual obra y los que inhiben su comprensión o siquiera la dificultan. Así de simple. O eso me parece. Palabra... de prologuista.