José
María Fonollosa
Edhasa,
Barcelona, 2016. 384 páginas.
Cuando Jaume Vallcorba publicó en 1990 Ciudad del hombre: New York, de un tal José
María Fonollosa, los lectores de poesía reaccionaron con sorpresa. El prólogo
de Pere Gimferrer contribuyó a crear una leyenda sobre la existencia real o no
de ese autor desconocido, alejado del mundo literario y sin generación, que aún
no ha cesado, como su influencia, tan notoria en poetas posteriores, jóvenes y
no tanto. No cuadraba su edad con el tono urbano y cosmopolita de sus versos,
más propio de los poetas de los ochenta y de algún novísimo rezagado. Paradoja más que enigma, según José Ángel
Cilleruelo, responsable y excelente prologuista de la edición completa de un
libro que se escribió entre 1948 y 1985 y que lleva por título definitivo Ciudad del hombre.
Barcelonés (1922-1991), Fonollosa confiesa
que “había querido realizar una obra grande, con múltiples, pequeñas unidades
que pudieran ir por la literatura a solas, pero juntas formar una continuidad,
un todo compacto”. Por eso habló Gimferrer de “obra coral”, porque el
protagonista es “un solo hombre y muchos hombres a la vez”, y de “heterónimos
epónimos”, que se definen “sólo por su ubicación”: cada poema lleva por título
el nombre de una calle. Más de doscientos relatos poéticos reales que dibujan
los perfiles de otros tantos personajes. Su impronta narrativa y epigramática
es inconfundible y prima la comunicación y la ironía. A ratos, incluso el
cinismo y el sarcasmo. Más allá, la desesperación que subyace a cualquier vida
sórdida. O la felicidad que surge de existencias dichosas.
La deliberada “sequedad adusta” de los
endecasílabos, ordenados estróficamente, consiguen dar forma a un libro urbano
por naturaleza, de un poeta de la
ciudad que, solitario entre la multitud y ensimismado, enemigo de “los
vegetales” y de cualquier aire que no esté “civilizado”, traza el itinerario de
un hombre común y corriente, “con los pies en la tierra”, cautivo de sus
obsesiones (las mujeres, sobre todas), deseos, odios y temores. Alguien que sin
dejar de ser él mismo se pone en el lugar de los otros: de la gente, digamos. Y
lo hace a partir de Barcelona. Porque una ciudad es todas las ciudades y
porque, como todas también, tiene un barrio modesto, uno bajo, una zona
transitada, uno antiguo y, por fin, uno rico.
Fonollosa vivió para su obra. Como soñó,
resiste.
Miguel
Veyrat
Ediciones
La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016. 152 páginas.
A Miguel Veyrat (Valencia, 1938) le
precede su fama de periodista, un hecho que en este cicatero país ha
determinado su condición de poeta, lo que sin duda es.
Prieto de Paula dijo que su
poesía avanza “en espiral”. Que es de “los que
van de fuera adentro”. Su largo viaje por la poesía tiene en este libro (que
consta de diez secciones, coda y suculentas notas) una suerte de feliz condensación
que el lector, tanto el primerizo como el habitual, advertirá.
En
su prólogo, Vázquez Medel, menciona su “exigencia expresiva radical” y
su “alta conciencia poética”. Destaca su cosmovisión, una de las “más completas
y complejas de la poesía actual”.
Estamos ante una poesía del
pensamiento, forjada en la experiencia del vivir y en el diálogo con los
grandes poetas y filósofos. Y en sus símbolos y mitos. “Poesía que no quisiera
ser sino poesía que hiciese real aquello que intangible”. También en permanente
conversación con lo ya escrito. Lejos, sí, de “las pocilgas de la facilidad”.
El título remite al alba. La hora
del mirlo, pájaro de resonancias poéticas: Juan Ramón, Stevens… Y él, que
escribió Razón del mirlo.
Poesía de máxima concentración
(en más de un sentido: “los poetas viven adelgazando palabras”) donde lo
amoroso es ley: “El amor pide amor”. Más allá de la muerte. No en vano, remite
a Donne, “siempre se muere en otro”. Y del tiempo: “Soy yo mismo el tiempo”,
afirma Merleau-Ponty y se pregunta Heidegger.
Musical a su manera (muy propia,
como todo aquí), porque “las leyes del espíritu son métricas”. Porque el ritmo
es ”el único y solo modo de expresión”, como leemos en “Coda acerca de los
ritmos”, donde alude a los atractores y sus estructuras fractales, en busca de
“la sencillez que subyace en los sistemas complejos”, lo que no deja de ser una
poética. Esa complejidad que “emerge justo en la frontera entre el orden y el
caos”. Donde la libertad hölderliniana impera.
“Veo porque soy viejo”, escribe
Veyrat. Y: “El arte sobrevive a la podredumbre del tiempo”. O: “Yo quiero estar
siempre despierto entre los dormidos”. Son pistas fiables sobre el alcance de la
rigurosa aventura de este verso suelto de la poesía española que afirma, con Vygotsky,
que la conciencia es la relación social con uno mismo. Un modo de volver atrás,
que diría el autor de Ser y tiempo.