17.1.18

El discursino de San Fulgencio

Me quiso el azar placentino y nunca me he quejado de esa suerte, aunque, como en toda relación amorosa, la mía con mi ciudad natal haya tenido altibajos y más de una vez recurriera uno al clásico latino para entonar el “odi et amo”. 
“A mí me parece humana por demás la sensación tranquila de lo propio y familiar, que a nadie hace daño, que no se empina políticamente contra nadie, y que, combinada con la conciencia de la pérdida, ha dado en tantas partes del mundo excelente literatura”, dijo aquí atrás Fernando Aramburu, que tanto sabe de patrias. Y un “país posible”, un angosto refugio amurallado, mi precario cuarto del siroco, ha sido Plasencia para mí gracias a la poesía –ese consuelo–, desde el punto y hora en que concebí la idea de hacer “de este lugar un territorio”. Aspiré, con voz propia, a crear un mundo de palabras y su correlato objetivo (la “adecuación completa de lo externo a la emoción”, según Eliot) se llama Plasencia. O, mejor, Plasencias, como el título del libro que dediqué a las ciudades, que a mi modo de ver, encierra. En mis versos está el laberíntico trazado urbano que la caracteriza, con su bella monumentalidad, y el no menos hermoso paisaje natural de los valles y comarcas que la circundan, donde no falta el Jerte; “el río de mi aldea”, que diría Pessoa. 
¿Hay que partir? ¿Quedarse? Si puedes, quédate; parte si es necesario, escribió Baudelaire. Uno resistió, no sé con qué consecuencias. 
Ese reducto provincial (incluido por el pintor Gutiérrez-Solana en La España negra, áspero fresco del Novecientos), hecho sobre todo de memoria, aparece también en mis novelas, por más que uno haya pretendido –mera cuestión de carácter– ser poeta. 
Y en mis artículos, cabe añadir, no pocos centrados en mi periférica condición de “placentín”, bonito gentilicio que aún recoge el diccionario de la Española. 
Quise ir de lo local a lo universal, que siempre me ha parecido la senda más fiable hacia lo genuino. Para no ser un cosmopolita impostado. Convencido de que “una ciudad es todas las ciudades”. 
En ese viaje (con escalas en Gijón o Tánger), metáfora perfecta de la vida, me han acompañado los libros, la lectura, el trabajo complejo y gustoso que más y mejor me ha permitido “recordar lo olvidado y volver a lugares donde nunca estuvimos y vivir esas vidas que jamás viviremos”. 
Viaje en el que este solitario empedernido nunca se ha sentido solo. Ahí estaban los maestros, clásicos vivos casi siempre muertos. O no, por suerte. En mi caso, desde muy pronto, tuve a mano el ejemplo y la amistad de Gonzalo Hidalgo Bayal. “Tal vez no haya habido ni hay ni acaso habrá un escritor más importante vinculado a esta ciudad donde no nació”, dije acerca de él. Contra el “nihil admirari” horaciano, como Javier Cercas, “no tengo ninguna duda de que sin admirar a los buenos no hay forma de emularlos”. La obra bayaliana es indeleble y Murania otro nombre perdurable de este viejo rincón del fin de Europa. 
Mencioné la palabra maestro y no puedo evitar hacer alusión, en otro sentido, a mi oficio, quizá la mejor manera que tiene un ciudadano de contribuir al “esplendor” de su pueblo. Desde la instrucción pública, donde se aúnan, en nuestra mejor tradición pedagógica institucionista, la educación y la cultura. Desde mi plaza en el colegio “Alfonso VIII”, al pie –por ahora– de la muralla, en colaboración con mis competentes compañeros y en compañía de mis sucesivos alumnos.
Agradezco este premio al Excelentísimo Ayuntamiento que lo concede y, en particular, a quien lo inspira, el alcalde Fernando Pizarro, que, desde el principio, acertó a poner entre sus prioridades la Cultura; alguien que, en lo personal, en momentos sombríos, fue capaz de expresarme por carta lo que ningún otro político se atrevió a esclarecer. No lo olvido. En el próximo proyecto de esta ciudad –un centro de arte que rescate, cuando menos, los fondos del Salón de Otoño–, volveremos a bregar juntos. 
Felicito también al resto de premiados. Recuerdo con afecto a Juan Ramón Ferreira. Con Miriam Cobos compartí galardón, el de “Extremeño de HOY”, el año en que murió mi padre, el 2000, una curiosa coincidencia que ahora se repite.
Doy las gracias, en fin, por estar ahí –aquí–, a Yolanda, Leticia y Alberto. A mi madre y mis hermanos. Al resto de mi familia. A mis amigos. A mis estimados lectores y, cómo no, a todos ustedes.

Nota. La imagen está tomada del Instagram del alcalde Pizarro, a través de su muro de Facebook.