25.11.18

Aquellos maravillosos años

Para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de mi amigo Ángel Campos Pámpano, rescato este texto que acaba de publicarse en el número 10 de la revista El Espejo, de la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX). La fotografía es de un congreso celebrado en Plasencia en 1996 y en ella está, cómo no, Angelito. Entre Miguel Ángel Lama y José Antonio Zambrano, detrás de Fernando Pérez y Carmen Araya.

No soy precisamente Funes el memorioso, aquel singular personaje de Borges, así que cuanto cuente a continuación será fruto de una compleja y delicada operación memorística que tendrá más de indagación personal que de referencia objetiva de algunas cosas que pasaron en Extremadura a finales del siglo pasado en referencia a lo que en su día denominamos, a falta de un palabro mejor, normalización cultural. Para colmo de males, será imposible que me ayude a recordar lo vivido uno de los protagonistas de aquella hazaña en lo referente al arte y la literatura: la de superar nuestro secular atraso y ponernos a la hora de España y, por ende, en la del mundo. Me refiero, sí, a Ángel Campos Pámpano.
Sin premeditación ni alevosía, puede que con algo de nocturnidad, pintores, fotógrafos, escritores y otros artistas coincidimos en considerar oportuno emprender “desde dentro” una labor de rescate y actualización a la vista del deprimente panorama cultural de nuestra tierra. La necesidad suplía cualquier otra carencia. Se pusieron de nuestra parte las buenas relaciones amistosas que establecimos y, por añadidura, la actitud colaboradora y comprensiva de las nuevas autoridades autonómicas, fueran o no de la misma cuerda política que la de los mencionados pioneros. Ibarra, un personaje central de este relato, que era un lector (el mundo podría dividirse entre quienes lo son y los que no), fue una persona preocupada, durante su largo mandato, por la cultura. Él mismo ha confesado que los primeros alcaldes democráticos le pedían agua… y bibliotecas.
En ese caldo de cultivo, qué España aquella, se funda la Asociación de Escritores de Extremadura que luego dio en Asociación de Escritores Extremeños. En todo caso, AEEX. Creo recordar que celebramos una primera asamblea en Mérida. Tengo vagas imágenes del acto, pero sí sé que fue allí donde Gregorio González Perlado nos propuso a Ángel y a mí ser “consejeros de poesía” de la recién creada Editora Regional de Extremadura, otra institución clave para comprender, como es debido, la radical transformación a la que he aludido más arriba. El primer presidente fue Bernardo Víctor Carande, el dueño de Capela (la finca y la revista), el hijo de don Ramón Carande. Le sucedió pronto Manuel Pecellín Lancharro, autor de Literatura en Extremadura, y fue durante su mandato cuando Pámpano, a la sazón vicepresidente, se inventó, por ejemplo, las Aulas Literarias, a pesar de que al principio sólo hubiera una, la poética de Badajoz a la que dio el nombre de un extremeño, diría, de casualidad: Enrique Díez-Canedo.
Entre las líneas que en la página de la AEEX se dedican a los fines y objetivos de la asociación, se encuentran éstas: “La Asociación de Escritores Extremeños tiene entre sus fines la promoción de la literatura (en general) y de la literatura extremeña (en particular) dentro y fuera de Extremadura, así como velar porque los derechos de sus asociados se vean siempre respetados en todas las instancias que participan en el mundo de la cultura”. Está claro que lo que primó siempre fue el primer fin y, en verdad, nunca cuidamos la vertiente sindical, digamos, entre otras cosas porque aquí no ha vivido nunca nadie de la literatura. En algunos momentos delicados se echó incluso de menos que esa defensa corporativa no surtiera efecto, pero somos así.
El impulso de Pámpano marcó, como suele decirse, un antes y un después. Sin deslucir lo realizado por los dos primeros presidentes, cuando éste alcanzó ese rango (al que una ley no escrita destinaba a quienes habían ostentado la vicepresidencia) la AEEX (desligada ya de la tutela de la asociación nacional, de la que formamos parte al principio) alcanzó otro nivel y algunas realidades fueron ya tangibles y algunos proyectos realizables.
Mencioné antes a la Editora. De su mano, la de Fernando Tomás Pérez González (que dejó la secretaría de la AEEX para dirigirla) se crearon los Talleres de Relato y Poesía. Para entonces se habían fundado otras Aulas y las actividades se habían extendido por toda la región. Entre éstas cabe destacar la organización de congresos de escritores, que propiciaban el encuentro real entre quienes componíamos la organización, personas que vivían dispersas por nuestro extenso territorio y aun fuera de Extremadura. (La separación entre “los de dentro” y “los de fuera”, Puerto de Miravete mediante, siempre me pareció un camelo.)
Con Ángel llegaron nuevos aires a nuestra pequeña literatura. Aquellos que se aventaron en las apasionadas polémicas del congreso de Badajoz a propósito del “Manifiesto palmario” que redactó el poeta Felipe Núñez (documento al que José María Lama dedicó un documentado trabajo en el número anterior de El espejo) y que firmamos no pocos de los que tuvimos la fortuna de protagonizar aquellos episodios más civiles que literarios o, cuando menos, tan una cosa como la otra. Con él, que tenía madera de líder, fuimos hasta donde pudimos en la defensa de la modernidad y del rigor con el fin de ponernos en la hora literaria de España y, a ser posible, del mundo. Para empezar, con la de Portugal, mucho más que un país vecino, y que, en lo que tenía que ver con la poesía, no estaba atrasada una hora sino adelantada algunas más.
Ese movimiento generó ciertas tensiones que se ponían en evidencia cada vez que se votaba una nueva directiva o se elegía un nuevo presidente (que es el que presentaba los nombres de sus acompañantes en la tarea). No vamos a negar a estas alturas que en esos años coexistieron por estos lares dos facciones enfrentadas. Dos grupos que eran en realidad dos poéticas, dos maneras de entender la literatura. No, no todo fueron días de vino y rosas en nuestro angosto patio provincial.
Que Campos era un buen gestor lo demuestra que aguantara dos legislaturas en un cargo que tenía mucho de carga. Téngase en cuenta que a esas labores había que unir en su caso, y en el de casi todos, sus obligaciones familiares y profesionales en el instituto, así como las propias de alguien que escribe y traduce. Y dirige una revista y mil engorros más que él se ocupaba de fomentar (jurados de premios, asesoramientos varios...).
En un determinado momento, me dispuse a cumplir con el compromiso apalabrado y presenté mi candidatura para suceder a mi amigo Ángel. Ya dije que ese acuerdo era tácito. Te tocaba y punto. Tras ganar a otro aspirante (al que los suyos dejaron, por cierto, en la estacada, votamos en el Colegio Mayor Francisco de Sande), nombramos vicepresidente a Luciano Feria y secretario al citado José María Lama, ambos de Zafra, pues los vocales apenas cambiaban desde los tiempos de Pámpano. El primero dimitió al poco tiempo, llevándose por delante la automatización sucesoria. Uno, en fin, se acuerda de aquellos años con una mezcla de ilusión, cómo no, y de agobio. Fue complicado. Eso sí, nunca me faltó el apoyo de los compañeros y, como mi antecesor y mis sucesores, con la inestimable ayuda de Mavi Pajuelo, la persona de desde hace décadas se ocupa (empezó muy joven), con una discreción absoluta, de las gestiones económicas y administrativas de la AEEX. Todo terminó con mi anticipada salida de la presidencia debido a mi nombramiento como primer coordinador del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura, no sin antes completar el mapa de las Aulas Literarias y algunas cosillas más. Lo fundamental quedó en su sitio. Las riendas, ya se sabe, fueron a parar a Antonio Sáez. Por suerte, y con esto termino, en la asociación no ha habido nunca problemas sucesorios. Y eso porque nunca ha dejado de haber en esta tierra escritores comprometidos y capaces que han considerado oportuno quedarse en Extremadura y hacer compatibles sus ocupaciones laborales y creativas con la gestión cultural, siquiera sea para que olvidáramos el erial del que, por desgracia, procedíamos.