El cuarto del siroco
Álvaro Valverde
Tusquets. Barcelona, 2018. 176 páginas. 15 €. Ebook: 7,99 €
Tras Más
allá, Tánger,
publicado en 2014, y dos antologías de su obra poética, El
cuarto del siroco.
Se refiere el título, así se explica en una nota y es asunto de los
poemas, a que, según cuenta Leonardo
Sciascia,
había en ciertas casas un cuarto del siroco en el que refugiarse de
la violencia de ese viento.
Esa expresión sirve como
explicación perfecta de lo que es la poesía de Álvaro
Valverde (Plasencia,
1959), extensa y toda ella de calidad, desde luego la que aquí se
presenta. ¿Qué es en ella el siroco? La respuesta la da un poema en
el que el personaje está leyendo a Leopardi “y su voz se hace mía,
contra el eco / de lo que el mundo grita / y yo no oigo”. Ese
es el siroco, el grito del mundo, la pesadumbre de los
acontecimientos, el sufrimiento de las gentes, “el horror de la
historia”,
lo que la vida trae a cada momento. De todo ese siroco, los poemas de
Valverde son el cuarto en el que no oír todo ello y encontrar la
salvación.
Pero ese
cuarto desdice en numerosas ocasiones su condición de espacio
cerrado y se abre a la naturaleza. Así
es, no son pocos los poemas en que unos cerezos, unas palmeras -“me
conmueven los árboles”-, el trino del mirlo -su canto, “una
mezcla perfecta de habilidad y de misterio”-, unas montañas
-“donde se roza el misterio del cielo”-, el río y las aguas en
general -allí “Se suspende la vida / para dar paso a un tránsito
/ que ni es hora ni es instante”, tan cercano a la experiencia
zen-, etc., se ofrecen al sujeto con toda su sencillez, la sencillez
de decir lo vivo, lo que permanece y lo que cambia, todo en uno, lo
que sin más se da como un regalo a quien repara en ello y da la
paz.
Con
la naturaleza, aparece también lo construido por el hombre. Recorrer
la ciudad, el pueblo. Las calles, las plazas, una torre en el campo,
el molino, el paseante vibra con todo ello y encuentra allá por
donde va nuevos refugios contra el grito.
Todo lo anterior
se incorpora a los textos en una poesía eminentemente meditativa. No
estamos ante una escritura que describa el paisaje, que también,
sino además “por salvar de la abulia y el olvido / este lugar”,
sea el que sea y, sobre todo, ante una que se traza tras haberse
introducido la mirada en lo que ve y extrae de ello alguna reflexión.
Reflexiones que son la de quien se define, acaso ya desde la
juventud, como “un melancólico incurable” o quizá, sin más,
alguien con conciencia de la condición humana. En efecto, son
muchos los poemas en que acaba surgiendo la fugacidad de la vida, el
saberse un ser para la muerte,
dicho sea con expresión heideggeriana. “Uno no se acostumbra / a
estar siempre muriendo”; el cuarto del siroco es un refugio “en
el que cobijarse / del triste pensamiento de la muerte”. Además,
algunos de los poemas son elegías por amigos ya desaparecidos. A la
melancolía apuntan también poemas en los que los lugares
frecuentados años atrás -un baño en una poza, la visita a una
ciudad-, hacen rememorar la niñez, la juventud, el tiempo ido y la
certeza que el futuro guarda.
De un pintor al que observa
el personaje dice que su trabajo es “Contra el tiempo, a favor de
la belleza”. Eso mismo hay que decir de los poemas de este libro,
testimonios de la belleza del mundo y actas que se levantan para
hacerla perdurar y con ellas los sentimientos que provocan. Poemas
de amor, amor las gentes, a las cosas, a la vida a la que la muerte
cierta da su verdadero valor.Poemas
también de amor a la poesía y a la vida.
Nota: Esta reseña se publicó en El Cultural el pasado viernes.
Aquí
Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.
Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.
Nota: Esta reseña se publicó en El Cultural el pasado viernes.