Si en lugar de haber publicado Patria a los 57 años de edad, con un puñado de libros a sus espaldas y un acreditado prestigio en el panorama literario hispano, el éxito extraordinario obtenido por esa novela le hubiera pillado a Fernando Aramburu con veintitantos y esa hubiera sido, pongámonos estupendos, su ópera prima, los lectores y la crítica habrían estado esperando su siguiente obra con la punzante intriga, mezcla de fervor y mala uva, que suele caracterizar el carácter patrio. Las cosas, sin embargo, no se han desarrollado así. Tras 27 ediciones y 700.000 ejemplares vendidos, según las últimas estadísticas, a Patria le ha sucedido un libro que habrá desconcertado a más de uno. La jugada estaba calculada. Aramburu no es un aficionado. A aquélla le
sucede en su ya extensa lista de títulos Autorretratosin mí, una paradoja en sus términos, sesenta y una piezas en prosa que, no
obstante, pueden ser calificadas de poéticas. Por la poesía empezó su andadura
el escritor vasco afincado en Alemania. De la mano de CLOC de Arte y Desarte.
“Contraje la poesía a edad temprana”, confiesa. Al parecer fue Lorca quien le
contagió “la enfermedad incurable de la poesía”. Para demostrar que ésta no le
es ajena, reunió en Yo quisiera llover (Demipage,
2010) versos escritos entre 1977 y 2005. Antes, ya había afirmado: “Yo, con
todos mis respetos, creo que hoy por hoy la poesía prefiere que la exprese
cierto género de prosistas”. Él es uno de ellos. Y eso ha hecho. No con la
sutileza que ha usado en su narrativa, corta o larga. En este autorretrato la apuesta lírica ha sido
otra y no en vano el libro aparece en Nuevos Textos Sagrados, la colección poética
de su editorial de toda la vida, Tusquets, aunque no con el diseño que la
caracteriza. Basta con leer “Polvo de hombre”, “El hueco”, “El hilo”, “Réquiem
por el tiempo”, “Pájaros”, “La medusa”, “El sable” o “Mirlo”. Hasta la
disposición tipográfica lo delata.
A propósito de esta entrega, Aramburu ha declarado: “Es un
ejercicio literario de introspección pero lo que ofrece no es una sucesión de
datos autobiográficos sino un paisaje en el que confío que cualquier lector se
pueda reconocer. Me propuse verbalizar lo que me constituye como ser humano”. Sí,
la palabra “hombre” abunda en estas páginas. Su humanismo, digamos, en
ineludible. Desde la primera línea: “Habito desde que nací en un hombre llamado
Fernando Aramburu”. Y más adelante: “No he sido nada del otro mundo, un simple
hombre atareado en juntar signos frente a la noche”. O: “Yo, simple hombre
de soledad y libros”. También: “Ser humano es mi vocación, mi tozudez y mi
condena”.
El de la identidad es un asunto central en este empeño. “¿Quién,
de todos los que he sido, soy yo en verdad?”, se pregunta. Y añade: “De mí
podrán decir cualquier cosa salvo que fui definitivo”. Del primer al último
capítulo, el borgeano tema del “otro” está omnipresente. Ese “otro” que es, por
seguir el título del libro del poeta argentino, “el mismo”. Ese yo que es otro
y, además, los otros, sin cuya concurrencia aquél no existiría. Una identidad,
cabe precisar, sustanciada en la soledad (“escogida”), en la cualidad del
solitario, ya se dijo. En “Concha de caracol” leemos: “Yo no tengo más alma que
estar solo”. Y: “Yo apenas me alejo de mi soledad”. O: “Yo estoy tan solo a
solas como en presencia de los otros”. Y, por fin: “Soy de mi soledad”. En otra
parte leemos: “¿De dónde eres? Soy de mi soledad, el país que jamás abandono
vaya a donde vaya”.
Ya se ve que “yo” es una palabra que, como es lógico, se
repite. Este es un relato de autoafirmación. Pero es un yo rodeado. Quiero decir que en su soledad y, por ende en su
ensimismamiento, participan otras personas muy cercanas al autor de esta suerte
de meditación con trazos de memorias. Así, su padre. Aparece pronto en escena,
en el tercer fragmento de este puzle que, una vez terminado, da en un fiel retrato
de quien lo concibió. Hablo de “Viejo”. Y su madre, a la que dedica una pieza
con ese título. Y su mujer, claro, “la Guapa”, la misma que llamó al timbre de
un piso de Zaragoza y cambió para siempre la vida de Aramburu (a la que dedica
una de sus novelas más poéticas, Viaje
con Clara por Alemania). De la que dice: “Hasta hoy (me está esperando a la
vuelta de la esquina) permanecerás con la mujer, sin la cual tu vida entera,
créeme, no tendría más consistencia que el barro seco”. Léase “Beso”.
Y sus hijas: Cecila, la del piano, e Isabel (ha explicado
que “sufrió una meningitis que le dejó secuelas”), con la que aprende la
compasión: “Nadie me ha conferido tanta forma como tú”. Y la inocencia.
En “Amor” escribe: “Amar, lo que se dice amar, he amado a
pocos; pero juraría que a esos pocos los he amado mucho”.
El que en 1985 dijo: “La sintaxis soy yo”, no puede olvidar
que, al final, es alguien que escribe. “Yo me afané con las comunes palabras
del idioma castellano”. Palabras “baratas”, “de todos”. De una lengua que se ha
convertido en “la más firme y duradera de mis pasiones”. “He sido (…) un hombre
entregado al arte laborioso (que es oficio y es pasión y es juego) de
expresarme por escrito”. De ahí que el lenguaje sea sustento básico y necesario
de un libro que basa su existencia, más allá de lo testimonial, en su vocación
de estilo, otro rasgo distintivo de Aramburu. De ahí que dedique no pocas
páginas a indagar sobre su oficio, que empieza por su destino de lector (“La
bofetada de 1971”).
“Constato solamente”. “A mí me basta la realidad”, declara,
y en lo que tiene de cotidiana sustenta algunos aspectos de su intimidad como
cuando se refiere a su cara, a sus manos, a su perro, a la cama, a la “manzana
matutina” que se come a diario o a ese terrible diagnóstico que, por suerte,
resultó equivocado. En pos del “arte tranquilo de morir”. Pero cuidado, “Que lo
raro es vivir”. “Ardua es su tarea no elegida de existir”. Se constata
fácilmente. A esa perplejidad dedica el autor de Ávidas pretensiones tal vez lo mejor de sus creaciones. Desde la
posición de un melancólico vitalista: “Me gusta la vida, qué se le va a hacer”.
A pesar del miedo (“Grande es la noche, negra y sin consuelo”). “Feliz de ser
feliz”.
Ve la vida Aramburu desde la ventana de su estudio que da a
los abedules (“Mi ventana y mi vida dan al norte”) o desde las orillas del mar
Cantábrico, en su natal Donostia-San Sebastián. Pero sobre todo desde la calle,
en medio de los demás. Su humanidad así lo exige. “Vengo a decirme la verdad”,
leemos, y podemos dar fe de que así ha sido.
Autorretrato sin mí
Fernando Aramburu
Tusquets Editores, Barcelona, 2018.
Nota: Esta reseña se ha publicado en el número 128 de la revista TURIA. Ah, de Patria acaba de aparecer la trigésimo primera edición. El dato que di cuando escribí esta reseña ha quedado desfasado. ¡No!, me corrige Zoki: trigésimo segunda. Diez mil ejemplares más. ¡Uf!