29.1.19

Un cuaderno de Tokio

En mi artículo sobre la cosecha poética de 2018, annus mirabilis de la lírica escrita por extremeños, faltaba un título y un autor. Me refiero a Un cuaderno de Tokio y a Jesús García Calderón (Badajoz, 1959). Aunque editado el pasado año, a uno le ha llegado a principios de este, de ahí que... Con todo, insisto, debe figurar entre los que señalé como importantes, según mi particular criterio. 
De JGC se ha hablado mucho y para bien en este rincón. En el Diccionario de Autores de la Asociación de Escritores Extremeños puede el curioso comprobar, si fuera preciso, sus datos biográficos y conocer los libros que ha publicado. El último, cuyo título tiene relación con el poema "Kintsugi", editado por la ruteña Ánfora Nova con un cuidado exquisito, no hace sino confirmar su necesaria presencia en cualquier panorama poético que se precie. Y no hablo sólo de Extremadura y su diáspora.
La cita inicial ya nos introduce en la materia del libro: "la mejor madera es siempre la de aquel árbol que más ha sufrido". Y del sufrimiento, entre otras cosas, aquí se trata. Además, o como consecuencia, del paso del tiempo, de las heridas causadas por los otros, de los reproches amorosos, de la traición y de la envidia, de la ausencia de los seres queridos... El mundo de JGC, un hombre tan viajero como estable, tan de la rutina como de los azares, se hace más misterioso en este libro sin por ello perder un ápice de claridad y concreción. Quiero decir que, aunque permanece el tono autobiográfico que caracteriza a esta poética de línea clara y lenguaje conversacional (que busca la naturalidad), por momentos las referencias se emboscan en función de las meditaciones que se abordan. Así, en "Las sombras prematuras", "El alma pasajera", "Conjuro", "Las raíces cuadradas", "Almas partidas"... Son los poemas más metafísicos del conjunto. "Partimos de nosotros", se lee al principio del penúltimo. En el otro costado, los versos que aluden a situaciones familiares ("Jornada de difuntos", "Tía Antoñita") o del trabajo ("Destino en oficinas"), al padre ("Curso en Italia", "El mal padre") y al viajero ("Confesión del viajero", "El prisionero" ), a los dones del verano ("Verano de interiores") o a la infancia (como el hermosísimo "Teorema de Sesimbra", que empieza: "Cada universo tiene una nación remota"). Y no falta el amor ("Sueño de los dos reproches", "Las noticias de agosto"). Con suma delicadeza se desliza en el libro la inquietante sombra de la enfermedad, una amenaza que se hace visible en un poema conmovedor, emocionante, que se lee con un nudo en la garganta: "Diagnóstico por imagen": "No debes pedirme perdón por estar / tan enferma".
Hay poemas, en fin, muy personales, digamos, donde el poeta habla con ironía de su raro oficio (no me refiero al de fiscal). En "Confesión", por ejemplo: "No quería ser poeta". Y de la muerte, en "Epitafio", un poema que incide en algo que planea sobre toda la obra: las asechanzas de la edad, la cercanía de la vejez, la machadiana sensación de que estas son, en definitiva, palabras en el tiempo. O contra él.
En "Balneario leemos: "He vivido mucho tiempo en peligro". Y en "Conjuro": "Aún me inquieta el pasado". Y en "Almas partidas": "Quien parte ya se ha ido". Son versos, o eso me parece, elocuentes. Dan fe de lo que vengo intentando decir acerca de un libro logrado donde la vida se abre paso en medio del sufrimiento, las decepciones y el cansancio. "Sin título" comienza: "Aunque soy feliz, yo / no soy feliz porque / si yo fuera feliz no lo diría". Y termina: "Ser feliz es no ser feliz / pero atender la voz que nos propone / cultivar la esperanza". En eso estamos.