“El refugio del poema no dura
sólo el tiempo de su lectura. Ni siquiera, como ocurre con algunos sueños, deja
contaminado de su emoción el ánimo lector durante algunas horas. Sino que sus
efectos van más allá, y empapan el pensamiento de manera permanente”.
En 2006 escribí
de Álvaro Valverde que,
en la obra de este extremeño “el tono testimonial se asume desde la actitud
estoica de quien reconoce la fragilidad de un mundo transitorio en la
revelación de la esencia de cada instante.” Los años pasados desde entonces me
han ido dando la razón y su último poemario ‘El cuarto del Siroco’ es buen ejemplo de ello.
Comienza el libro
dando señales del título. En las casas patricias sicilianas -afirma el autor-
el cuarto del Siroco era el refugio contra este viento agresivo y caliente.
Algo parecido sucede con la poesía, señala. Y esto se comprueba una vez
terminado el libro, pues el lector sale de él transformado. El refugio del poema no dura
sólo el tiempo de su lectura. Ni siquiera, como ocurre con algunos sueños, deja
contaminado de su emoción el ánimo lector durante algunas horas. Sino que sus
efectos van más allá, y empapan el pensamiento de manera permanente. Esta es la
cualidad esencial que caracteriza a la buena poesía: esa que suma belleza,
verdad y bondad, a la manera de los clásicos, y que deja su sello sobre la cera
caliente de la mirada, y ayuda a contemplar distinto el mundo después de su
lectura.
Desde el inicio de la
obra se expresa su poética, pues el primer poema se titula, precisamente así:
“A modo de poética”. Debajo de ella late la alegoría de la limpieza del agua,
de su transparencia y su claridad -y tantas otras cualidades- que asume
la palabra en los poemas. “Como el agua”, escribe recurrente en una preciosa
anáfora inicial de varios versos, en los que la insistencia lírica se suma a la
intensidad semántica: “Como el agua,/ que, toda claridad, es espejismo/ que
revela cercano lo distante.” Así el poema. Y ese ser del agua y de la palabra lírica se va desplegando
a lo largo del libro en torno a varios nudos temáticos que sólo son la propagación
expresiva de una misma emoción profunda y verdadera.
En esta poesía de
Valverde los títulos adquieren enorme contundencia, y no son meros adornos
expresivos, sino que en ellos los poemas se desvelan y, en ocasiones, hasta se
continúan y completan. Así ocurre, por ejemplo, en “Elogio de la pérdida”,
donde se muestra el espacio donde el poeta ha aprendido a sobrevivir: en el
hueco, en ciudades no visitadas, en líneas de libros no leídos, en notas no
escuchadas… En el reverso de lo que se ha sido, en lo que nunca fue, en lo que
se desconoce. Porque, al final, el lector sospecha que esa es la cualidad que
comparten la vida y la poesía, ambas siempre latentes, alerta, esperando a ser
de manera total y diversa en cualquier instante. Por ello la mirada y la
palabra se suman. “contemplo en lo que veo/ la sed de otra distancia”, escribe.
Antes de llegar al texto la mirada se ha hecho carne de emoción. “Mirar es
pronunciar”, escribe con igual conciencia otro poeta grande, Antonio Cabrera en su
última obra, Gracias, distancia.
Los paisajes, por
ello, son una forma de salvación. Así se recoge en varios textos en los que el
sujeto lírico encuentra en el estado de contemplación una forma redentora de
silencio interior. En este estado, la lectura multiplica la intimidad con el
instante y con el escenario, y con una manera de estar en el mundo ajena al
ruido: “En medio del silencio,/ que sólo romper el agua/ en su transcurso,/
esta tarde agosto,/ en la que el campo invita/ a un dulce sentimiento del
otoño,/ leo, como otras veces, a Leopardi/ y su voz se hace mía, contra el eco/
de lo que el mundo grita/ y yo no oigo.”
En este estado la vida
interior se remansa al ritmo de lo que sucede fuera, y se produce la unidad. El
presente dibujado en plenitud, un hombre quieto que lo contempla, el sonido del silencio en torno a
él, el canto de los pájaros… Un locus amoenus desacostumbrado en nuestros días,
como se canta hermosamente en el poema “Aquí”: “Permaneces aquí/ por propia
voluntad:/ es éste tu lugar./ Tú eres de él.” Estado interior en plenitud que,
semejante a Valverde, hizo también cantar a Guillén: “Ser nada más y basta./ Es
la absoluta dicha.”
A veces esos paisajes
descritos con detalle se convierten en un estado del alma, son índice de la
búsqueda interior del sujeto lírico que desea encontrar en ellos “algún
secreto” (“Postal”), y que termina aceptando que la realidad a veces sólo es
eso: “El misterio no es tal./ Es esta atmósfera/ que expresa en su quietud/ lo
que era inmediatez/ y es lejanía”. O lo contemplado enseña su lección a quien
lo mira abierto a su misterio, que no es otro que el propio ser y estar ahí:
“Qué lección de humidad/ aporta en su belleza/ el rosal perfumado”.
También hallamos,
junto a los paisajes naturales, los urbanos, cuya referencia, con frecuencia,
se transmite cargada de una profunda melancolía por su asociación con el
pasado. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el poema titulado “Casas de Azuaga”
que: “Están ahí delante de tus ojos,/ para darte noticia del que fuiste.”
También: “En el molino”, que parte de un paisaje en el que se refleja profunda la ausencia. El
escenario se repite pasado el tiempo, pero esa repetición sólo señala la
pérdida: “Uno se siente aquí, en el sitio de siempre,/ y lee o escribe aún el
mismo libro./ Sólo nos faltas tú.” O en “Un viaje a Lisboa”, donde escribe,
recordándonos al mejor Neruda de su “Poema 20”, “Ya no éramos los mismos/ que
piensan desde el puente lo que cualquier suicida.”
Y junto al espacio,
natural o urbano, discurre trenzado un tiempo cargado de melancolía. Un tiempo
que se expresa en los “bancales rojizos de cerezas” (“Una metáfora”) y que
habla de la fugacidad de todo: “Las hojas son ahora/ como brasas que cuelgan./
Entonces eran llamas/ ascendiendo a lo alto.” Aunque este transcurrir veloz
también vaya acompañado de la serenidad que sólo puede regalar el paso de los
años: “Allí, la desazón./ Aquí, el sosiego.” Preciosos últimos versos de esta
poesía que nos traen a la memoria a aquella otra cita magnífica del Prólogo de
J. L. Borges a Fervor en Buenos Aires: “En aquel tiempo, buscaba
atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la
serenidad.”
En otros poemas el
escritor, en actitud meditativa, toma conciencia de que la felicidad sólo es
posible ante la presencia de esos instantes tan cargados de plenitud como de
aparente intrascendencia. Así lo comprobamos, por ejemplo, en la poesía
titulada “Lo de siempre”, donde se señala la relevancia de lo inadvertido: “un
olor a azahar que salta el muro”, “el canto de algún pájaro escondido”[…] “que
la felicidad, palabra vacua,/ sólo es posible antes estos simples hechos:/ los
mismos que han dejado desde siempre/ desarmado y perplejo a cualquier hombre.”
En ellos se muestra que la vida más verdadera, aquella que aunque volcada
a lo que se contempla todo lo asimila en su interior, sucede siempre dentro:
“Vivo hacia dentro” (“Hacia dentro), escribe el autor.
El libro está plagado,
a su vez, de señales de lecturas y
de paisajes literarios, de referencias a libros maestros y a
maestros de ámbitos distintos (literatura, pintura…) que han ido acompañando
vitalmente a su autor (Zambrano, Spinoza, Ritsos, Jiménez Lozano, Szymborska…).
Amor por los vivos, amor por los que siguen viviendo en el papel, amor por la
tierra, por las ciudades visitadas, por la familia, amor por lo fugado y por lo
que permanece. Porque, a pesar de que el poemario está cruzado por una vívida conciencia
de la pérdida, también en él arraiga profunda la esperanza de lo que se alza, a
pesar del tiempo, simbólico y real: “Arriba, ya en la sierra, las montañas/
mantienen, como entonces, su promesa/ de nieve y de futuro” (“Candelario, 8 de
agosto”), como señal intensa de esperanza.
Asunción Escribano
En Salamanca AL DÍA. Viernes, 8 de marzo de 2019.