Un collage de María Jesús Flórez |
Por razones que no viene al caso explicar, no empezó bien este viaje. De hecho, pudo quedarse, a punto de empezar, en mero intento. Pero ni unas ni otras razones (las del cuerpo y las del alma) impidieron al fin que sucediera. Es lo que cuento.
Ganas de volver a Asturias no faltaban. Lo de presentar El cuarto del siroco en Oviedo era una excusa perfecta para ver de nuevo paisajes y personas conocidos, menos conocidos y hasta ignorados.
Pensábamos parar a comer, como tantas veces (a los rutinarios nos pasan estas cosas), en el área de servicio de Rioseco de Tapia, pero estaba en obras. Seguimos hasta la de Caldas de Luna. Y así fue; tarde, pero bien. Al bajar el puerto, las montañas ardían por culpa de los pirómanos. En Oviedo hacia un calor impropio. De esas latitudes y de primeros de marzo. Soplaba un impertinente viento del sur que si no llegaba a siroco, se le acercaba bastante. Allí lo temen. Es, digamos, su levante. No fue a propósito, que conste. Por lo de ambientar, digo.
Dejamos los bártulos en el hotel y nos tiramos a la calle para estirar las piernas. Por pura necesidad. Y en esa ciudad preciosa todo está a un paso. Cuando cayó la noche, llamé al verdadero instigador de este viaje: César (Juce) Iglesias. Quedamos a la puerta de la catedral, que habíamos visitado un rato antes, y seguimos paseando. Él habla mucho y todo lo que dice es de interés. Fue periodista. Bueno, lo es, esa profesión imprime carácter. Su mujer, Eugenia, que es otro encanto, se sumó al grupino y acabamos cenando en El Tizón de la calle Caveda. Debidamente orientados por los habituales del local, degustamos ensaladilla rusa, cecina con queso de cabra y una tortilla de patatas sobresaliente. Como somos gente seria y sobria (en más de un sentido), al acabar cesó el festejo y nos despedimos deseándonos mutuamente las buenas noches.
Ganas de volver a Asturias no faltaban. Lo de presentar El cuarto del siroco en Oviedo era una excusa perfecta para ver de nuevo paisajes y personas conocidos, menos conocidos y hasta ignorados.
Pensábamos parar a comer, como tantas veces (a los rutinarios nos pasan estas cosas), en el área de servicio de Rioseco de Tapia, pero estaba en obras. Seguimos hasta la de Caldas de Luna. Y así fue; tarde, pero bien. Al bajar el puerto, las montañas ardían por culpa de los pirómanos. En Oviedo hacia un calor impropio. De esas latitudes y de primeros de marzo. Soplaba un impertinente viento del sur que si no llegaba a siroco, se le acercaba bastante. Allí lo temen. Es, digamos, su levante. No fue a propósito, que conste. Por lo de ambientar, digo.
Dejamos los bártulos en el hotel y nos tiramos a la calle para estirar las piernas. Por pura necesidad. Y en esa ciudad preciosa todo está a un paso. Cuando cayó la noche, llamé al verdadero instigador de este viaje: César (Juce) Iglesias. Quedamos a la puerta de la catedral, que habíamos visitado un rato antes, y seguimos paseando. Él habla mucho y todo lo que dice es de interés. Fue periodista. Bueno, lo es, esa profesión imprime carácter. Su mujer, Eugenia, que es otro encanto, se sumó al grupino y acabamos cenando en El Tizón de la calle Caveda. Debidamente orientados por los habituales del local, degustamos ensaladilla rusa, cecina con queso de cabra y una tortilla de patatas sobresaliente. Como somos gente seria y sobria (en más de un sentido), al acabar cesó el festejo y nos despedimos deseándonos mutuamente las buenas noches.
Gijón era una visita obligatoria y hacia allí nos dirigimos al día siguiente, no sin recorrer antes algunas calles céntricas y realizar, qué remedio, algunas compras. Otro paseo. En coche. Y otro, este ya andando, el que nos dimos, Muro abajo, desde el barrio de La Arena (el de Jordi Doce, el nuestro, el que toma el nombre de los antiguos arenales de la playa de San Lorenzo) hasta Cimadevilla. Delante, un mar muy agitado. La marea estaba alta y las olas saltaban por encima de la barandilla. No, no era ese el mar de todos los veranos, el de la añorada infancia de Leticia y Alberto, que caminaba ahora a nuestro lado. Después, me atreví con unas verdinas, pero no con un cachopo. Qué bien se come en esa tierra. Ya de vuelta, un reparador descanso y a la librería. Cervantes lo es desde 1921. Nos esperaba a la puerta Concha Quirós, hija del fundador, Alfredo Quirós Fernández. Pura energía. Todo un ejemplo. Delegó en César la labor de cicerone y fuimos recorriendo sus cuatro amplias plantas. En la de entrada (que es la primera), está la espléndida sección de poesía. Ni escasa ni arrinconada ni en mal lugar. Según entras, ya digo, a mano derecha. Y al lado, pero separada, la de parapoesía, lo justo para no mezclarse, pero tan cerca como para esperar que algo se le pegue a esta de la otra. En vano, supongo.
Conversación en la penumbra. Foto de Sandra Sánchez |
Con puntualidad, eso es el Norte, entramos en faena. Como reconocí, tal vez sea ese el sitio más chic donde he presentado un libro. Se puede apreciar en la imagen. La luz, el fondo, la lámpara, el sofá verde... Ese micrófono de cantante que iba y venía... Me sentí pronto a gusto. Por los anfitriones; por nuestra moderadora, Susana Domínguez Tejedor, responsable del Foro Abierto de la librería; por el presentador del libro; porque uno es de buen conformar, que diría Gonzalo; y, en fin, porque estaba rodeado de caras conocidas. No todas, claro. Me refiero a que había rostros a los que podía poner (a veces con la ayuda de Facebook) nombre. Entre ellos, José Luis García Martín (más de treinta años de relación nos contemplan), José María Castrillón (que baja pronto a Extremadura), Nacho González (que es como lo imaginaba), Ángel Alonso (que reseñó el libro en Anáfora), Cristian David López (tan tímido como suponía), Miguel Floriano (dicharachero y sociable), Marcos Tramón, Aida Masip (hija de Antonio Masip, el que fuera alcalde socialista de Oviedo), Mario Vega (visto y no visto), los dos Fernandos Menéndez (el gijonés y el ovetense, el aforista y el poeta, si cabe el distingo), Melquiades Álvarez (elegante y discreto como su pintura y su poesía), José Carlos Díaz, Pedro Luis Menéndez (a quien no tenía la suerte de conocer), Antonio Bravo (otro extremeño en Asturias y, como Martín, profesor en la Universidad de Oviedo), Sandra Sánchez, Yasmina Álvarez, Carlos Iglesias, Jose García Alonso y Begoña (que ahora viven en Ponferrada, pero que son medioplacentinos)... Una mezcla, en fin, de poetas, narradores, pintores, críticos, profesores... De lectores, en suma, que es lo que importa.
La sorpresa de la noche nos la dio Pedro Gómez Castelao, el último representante de nuestra querida familia asturiana, el mismo que aparece al lado de Alberto, sonrientes los dos, en una de las estupendas fotografías de María Jesús Flórez en la que García Martín parece estar bendiciendo; urbi et orbi, por supuesto.
Al modo clásico, César Iglesias leyó un texto certero y enjundioso sobre el libro, más pormenorizado y extenso que la reseña que sobre él publicó en La Nueva España, donde no faltó el elogio personal, sin duda inmerecido, más estando uno delante de algunos dedicatarios de la obra que me conocen perfectamente y que podían desmentir in situ esos presuntos valores. Con todo, ya digo, lo sustancial fue su lectura que, viniendo de un lector con criterio, no dejó a nadie indiferente. Tampoco a mí. Mil gracias.
Tomé luego la palabra. Leí un puñado de poemas, y poco más. Las sonrisas brillaron, la gente estuvo atenta y uno se dio por satisfecho.
El coloquio fue de lo más entretenido. Abrió fuego Martín para dejar claro que la culpa de que uno escriba como escribe, poemas claros y comprensibles y no herméticos y oscuros, pongamos para simplificar, es suya, que para eso me atacó con dureza (crítica) al principio, cuando uno empezaba a pergeñar versos y era partidario de la poética del silencio. De lo que al parecer se alegra. Del cambio, quiero decir, y eso que, a partir de mi tercer libro, mi voz (en caso de tener una propia) no se puede decir que haya cambiado mucho. Lo que precisé es que, a pesar de eso, todavía no ha elogiado -y van diez- un solo libro mío. Con todo, añadí, el crítico que prefiero, de los tres que él representa: el complaciente, el feroz y el silencioso, es este último. No hace falta decir que el tono era de broma y que el león, puedo dar fe, no es tan fiero como pinta. No al menos en las distancias cortas. Eso sí, a polemista no hay quien le gane. Nada le gusta más que discutir. De lo que sea. Si es de poesía, mejor. Por suerte, no se habló de política, aunque aprovechando que Vinyoli pasaba por allí ("Realidades, no humo"), volví a repetir que ningún excluyente independentista va a impedirme seguir leyéndolo.
(De aquel encuentro -y de mí- escribe en Café Arcadia, la entrega dominical de su diario que publica hoy El Comercio. Titula su versión de los hechos "Un triunfador", lo que nunca he sido -ni pretendido ser-, como sabe todo el mundo en el pequeño patio de la poesía patria. ¿El "siroco"? Para no ser parapoesía, lectores no le han faltado. La que cuenta, sí, es su verdad, que no coincide, claro está, con la de uno. O no al dedillo. Lo de Montánchez, esos cálculos, la carrera, esas relaciones... No me reconozco. Por cínico o memorioso que quiera ponerme. Pero gracias.)
Juce sacó a colación el tema de la parapoesía, que deparó también momentos memorables esa intensa noche.
También intervino Ángel Alonso, lusista, que me parece un tipo serio, en el mejor sentido.
Al salir, unos cuantos nos acercamos a un bar para tomar algo. Me dio tiempo a charlar con los dos grupos que se formaron: el de los aedos (gijonés) y el capitaneado por el de Aldeanueva, con Masip, Tramón y Floriano en los flancos. Yolanda fue cómplice gustosa de sus malévolos comentarios.
En la cena posterior (volvimos, sin remedio, a por la tortilla de El Tizón), los tres de casa, Pedro y César. Una excelente ocasión para seguir conversando con el bendito culpable de este reparador viaje. Un viaje que, a la vuelta, fue rápido (sólo paramos a comer en Cuatro Calzadas, otra rutina) y sin sobresaltos. Al subir a Babia, el monte seguía ardiendo. La temperatura era otra. Ah, ni ha llegado la multa de la escapada a Sevilla ni se esperan nuevas sanciones. Espero.
Al modo clásico, César Iglesias leyó un texto certero y enjundioso sobre el libro, más pormenorizado y extenso que la reseña que sobre él publicó en La Nueva España, donde no faltó el elogio personal, sin duda inmerecido, más estando uno delante de algunos dedicatarios de la obra que me conocen perfectamente y que podían desmentir in situ esos presuntos valores. Con todo, ya digo, lo sustancial fue su lectura que, viniendo de un lector con criterio, no dejó a nadie indiferente. Tampoco a mí. Mil gracias.
Tomé luego la palabra. Leí un puñado de poemas, y poco más. Las sonrisas brillaron, la gente estuvo atenta y uno se dio por satisfecho.
Con Concha Quirós |
(De aquel encuentro -y de mí- escribe en Café Arcadia, la entrega dominical de su diario que publica hoy El Comercio. Titula su versión de los hechos "Un triunfador", lo que nunca he sido -ni pretendido ser-, como sabe todo el mundo en el pequeño patio de la poesía patria. ¿El "siroco"? Para no ser parapoesía, lectores no le han faltado. La que cuenta, sí, es su verdad, que no coincide, claro está, con la de uno. O no al dedillo. Lo de Montánchez, esos cálculos, la carrera, esas relaciones... No me reconozco. Por cínico o memorioso que quiera ponerme. Pero gracias.)
Juce sacó a colación el tema de la parapoesía, que deparó también momentos memorables esa intensa noche.
También intervino Ángel Alonso, lusista, que me parece un tipo serio, en el mejor sentido.
Al salir, unos cuantos nos acercamos a un bar para tomar algo. Me dio tiempo a charlar con los dos grupos que se formaron: el de los aedos (gijonés) y el capitaneado por el de Aldeanueva, con Masip, Tramón y Floriano en los flancos. Yolanda fue cómplice gustosa de sus malévolos comentarios.
En la cena posterior (volvimos, sin remedio, a por la tortilla de El Tizón), los tres de casa, Pedro y César. Una excelente ocasión para seguir conversando con el bendito culpable de este reparador viaje. Un viaje que, a la vuelta, fue rápido (sólo paramos a comer en Cuatro Calzadas, otra rutina) y sin sobresaltos. Al subir a Babia, el monte seguía ardiendo. La temperatura era otra. Ah, ni ha llegado la multa de la escapada a Sevilla ni se esperan nuevas sanciones. Espero.
Pedro, Alberto, Miguel, Cristian y Martín. Foto de María José Flórez |