Había leído artículos de César Iglesias (Mieres, 1961) en la revista Clarín. De una galería de pintores norteños como Melquiades Álvarez, autor de La vida quieta, un primer libro publicado en la editorial Trea a punto de iniciar su autor la sesentena. Pues bien, a los cincuenta y cinco de su edad ve la luz, y en la misma colección, Lengua del duelo, la ópera prima de Iglesias. Lleva ilustraciones de Federico Granell (un pintor que apareció también en su serie clariniana, una suerte de vanitas con pájaros). Cuando lo cogí en mis manos dispuesto a leerlo, imaginé que la cosa sería un mero trámite. Como ocurre tantas veces. Qué confundido estaba. Y cómo engañan las apariencias (por más que el libro esté editado con primor). Desde el primer momento, más allá de los elocuentes epígrafes de Claudio Rodríguez, Ferlosio y Geoffrey Hill, se nota que estamos ante una poesía digna de tal nombre, ante la lengua doliente y poderosa de alguien que sabe lo que se trae entre manos. Materia delicada, sin duda. Desde el principio también, a través de la mención de lugares concretos, se da cuenta de la historia de una estirpe. Del norte. "De ahí vengo: de una culpa genética", leemos en "Las casas pechadas". De "metafísica" la califica José Luis Argüelles, autor de la certera nota de la contracubierta que define a Iglesias como "un poeta sustancial entre tanta bagatela". La emoción brota pronto. En "Kaddish en Penouta", en torno a los criptojudíos. Y de nuevo el asunto de la herencia: "Es nuestra condición este sigilo; / rezar en el secreto, nuestro muro". O: "Nuestro pecado está en la mansedumbre". Como en "Salmo en Besullo", donde se alude a la vida de Dina Rodríguez, la última de una comunidad protestante asentada desde antiguo en "estas tierras de desdicha" y desde siempre perseguida. Sí, uno diría que la de Iglesias es una ética de la tristeza, emparentada con las poéticas de Leopardi, Celan o Gamoneda (citados por él mismo y por Argüelles) y, más cerca, tengo su lectura muy reciente, con la de Tomás Sánchez Santiago, otro del noroeste.
"Monólogo de la madre" ("escupe, no reniegues de tu estirpe / y rumia las plegarias repetidas / en la cocina gris de la tragedia"; "Hijo mío, haz tuyas las heridas") y "Monólogo breve del padre" ("Mi necedad no tiene penitencia") son ejemplos de lo que digo. Y "Desfilan nuestros muertos": "Prolongar vuestra ausencia, / esa es la obligación". "Gemir, nuestro lenguaje", leemos. Y qué decir de "Genealogías": "Sabe Caín que no quedan hermanos". O de "Biografías".
No, "Ni siquiera nos quedan los cobijos". "Postrados estos hombres, derribados". Sí, "El duelo tiene una fonética propia".
Esta es una poesía, como diría Wallace Stevens, "de pobres y muertos". Qué cita tan bien traída.
En "Carretera de Grajal", tres veranos. Donde "persiste la halitosis del pasado". Porque "vieja es la angustia". Y dos versos clave: "Comprender el dolor que enciende velas / y alumbrar rezos: esa es la tarea".
"Una pena de ferrocarriles" atraviesa este paisaje de viejos trenes que no pasan. "La vieja y gastada lengua del duelo" sirve para nombrar "esta nada con grietas". Traza el mapa de distintas geografías: "de la pena", "de la ceniza", "de duelo"...
"Esta es una tierra de hombres urgentes", leemos en el impresionante poema en versículos (más que en prosa) que cierra el volumen, "Las malas luces". "Aquí su estirpe: saber que les precede la derrota". "Cuesta ser hombre en esta tierra", dice. Y un "Epílogo": "Casas pechadas, piesllaes, cerradas. / Llegó el tiempo 'di esseri soli e vivi'." De estar solos y vivos, dijo Pavese.
Qué pequeño gran libro. Los muertos, sus muertos, pueden descansar ahora tranquilos: se ha escrito en palabras perdurables (de una épica íntima, sin patetismo), negro sobre blanco (como las aguas de los ríos de esas abandonadas comarcas mineras del norte de España), la verdadera historia de una estirpe. Y ya no podrá ser olvidada. Tal este libro, que nos reconcilia, una vez más, con la poesía.