En el colofón de su antología Un centro fugitivo (1985-2010), y citando a Borges, decía Álvaro
Valverde: “Es curiosa la suerte de un escritor. Al principio es barroco,
vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables
los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta
complejidad.” Nada más apropiado para explicar la evolución de su poesía, desde
su inicial Territorio hasta El cuarto del Siroco, donde podemos
leer: como Vinyoli,/ me he propuesto escribir/ poemas concretos. […]/ Yo
también envejezco/ y como él necesito/ realidades, no humo (“No humo”). Porque
si bien es cierto que Valverde ha sido siempre un poeta de la naturaleza y la
introspección, un paseante que reflexiona, también es cierto que su poesía ha
ido ganando trasparencia, ligereza y sencillez. En esa misma antología –donde,
por cierto, en el apartado de Inéditos
se anticipaban ya algunos poemas de Más
allá, Tánger y de este último poemario– su editor, Jordi Doce, definía a
la perfección su visión del poeta: “alguien a quien un exceso de lucidez o
autoconciencia aparta del flujo de la vida; alguien, sí, para quien la
ingenuidad o la inocencia ya no son posibles (aunque las desee con todas su
fuerzas) y que por tanto se ve obligado a adoptar el papel de observador de sí
mismo y de los demás, viviendo en un afuera
que –paradoja– es condición forzosa de ese querer ir adentro que los poemas encarnan con obstinación.” Su constante
preocupación por el fluir del tiempo, por la inexorabilidad de la muerte, es
una de las razones que le llevan a volcarse en el espacio, en el entorno, en
los lugares, tal y como podemos leer en “Constatación”: En efecto, el tiempo se
nos va/ pero el espacio permanece. […]/ Tal vez por eso escribo/ acerca de
lugares./ Sitios donde la muerte/ simplemente es más lenta. Por otra parte,
existe una clara identificación entre el espacio propio del autor (Extremadura
y Plasencia, ciudad levítica) y su
manera de mirar (“Árida vida”). Así, de ese lugar al sur dirá, aunando tiempo y
espacio: expresa en su quietud/ lo que era inmediatez/ y es lejanía (“Postal”).
Y en “Grafiti”, su ciudad es a la vez repudiada y amada. La poesía le sirve
para desvelar las diversas Cáceres (“Ribera del Marco”), o para retratar sus
viajes: Lisboa, Évora (réplica, para él, de Plasencia), Grecia, Mallorca,
Pompeya (ciudad epítome de la destrucción) o Kardamili (el refugio ideal).
Volvemos a encontrar en su poesía el tema del jardín
cerrado, el jardín oculto, el jardín esotérico, simbólico en “Mi jardín”,
referencial en “Jardim do Paço”, evocativo en “En la terraza”. Otro de sus
símbolos es el del agua, que le sirve de “A modo de poética”, metáfora y
verdad. En “Baño” se renuevan las aguas de Heráclito, y en “Fuente de los
alisos”, el agua es una humilde verdad que se repite. Y como opuestos que se
complementan, el agua y la sed: la poesía/ […] tan sencilla/ como el gesto de
alguien/ que da un vaso de agua/ a quien padece sed (“La poesía”). El agua es,
asimismo, símbolo de vida, del eterno retorno, del renacer (“Ovas”), frescura
acuática en la que remontarnos al origen (“Las nogaledas”). Simbólicas son
asimismo las múltiples casas que pueblan sus poemas: los vestigios de un tiempo
que ya es póstumo de “Casas de Azuaga”, la casa vacía en la que indagamos
inútilmente de “Toto dixit”, la casa de otra posible vida de “En otra parte”, o
la casa-aleph que parece encerrar todo el pasado de “Una elegía”. Y como la
casa, el molino, más próximo a la naturaleza, al agua. O la torre, en su
soledad, en su aislamiento, en su insistencia. Y el cuarto del siroco que da
título al libro, un cuarto recogido, a modo de refugio/ en el que cobijarse/
del triste pensamiento de la muerte.
Hay también múltiples referencias a los árboles,
especialmente los solitarios, a los cerezos, castaños o alisos, a la dorada
hojarasca otoñal. Y de entre las múltiples aves que los habitan, cuyo cantar
deleita y eleva, ninguna como el mirlo.
En el libro –muy variado, aunque unitario en estilo y
pensamiento– no faltan reflexiones sobre el arte, habituales en su obra, tanto
a la literatura (“Leyendo a Jiménez Lozano”), a la pintura (“Homenaje a María
Zambrano”, “Interior (Hammershøi)”, “Pintor”) o la arquitectura (“Tratado de
arquitectura”).
Pero el poeta no está solo ante el paisaje y sus
reflexiones, habitan sus poemas los demás, desde los que ya no están
(“Homenaje”, “Naturaleza pensativa”), su familia (“Inés”, su bisabuela, o su
mujer e hijos, y todas las mujeres de su vida en “Mujeres”, o los allegados de
“Dice llamarse”, o “Los muertos”), a las voces de monólogos dramáticos
(“Aquiles”).
El último poema del libro, “Aquél”, se cierra con unos
versos cargados de obstinación: “aquél que no consigue/ ni darse por vencido”.
Pese a todo, la vida, contra el tiempo, a favor de la belleza.