18.6.19

Antonio

Estaba en clase. Eran las 10:44 de la mañana y el escueto mensaje de Jordi Doce decía: "Ha muerto Antonio Cabrera". Al contestarle, le comenté que me había acordado de él días atrás y que pensé en su doloroso estado. Iba caminando al lado del río y escuchaba el canto de unos pájaros de los que, a diferencia de Antonio, desconocía sus nombres. Uno de nuestros encuentros, en Plasencia, con su querida Adelina al lado, fue a consecuencia de un viaje a La Vera (estuvieron alojados cerca del puente de Cuartos) para observar aves. De eso hace doce años. Aquí copié este comentario suyo: "Cuando volvíamos de Cáceres-bajo-la-lluvia, entre Talayuela y Losar, posado sobre un poste de la luz, como siempre, vi el segundo elanio azul de mi vida. Blanco y azul celeste. La guinda de un viaje que nos ha dejado con un deseo enorme de volver". Habló de pájaros con Zagayewski en una cena, como recogió Xavier Farré. "Los pájaros cantan, y los poetas también", afirmó el poeta polaco. Sí, su pasión ornitológica era conocida. Estaba muy presente en sus libros, como todo lo relacionado con la naturaleza. Su poesía, de la que tan cercano me sentí desde el principio, demuestra que por eso no deja de ser moderna, de este tiempo. 
Por compartir amigos comunes, como Vicente Gallego, antes de conocer sus versos meditativos ya habíamos cruzado alguna carta. Entonces él era un filósofo que escribía. Un profesor de Filosofía en la Vall de Uxó, aunque nacido en la muy gaditana Medina Sidonia. El traductor de Vattimo. 
Ya he contado que su poesía me llegó en forma de plaquette, cuando ganó con Ante el invierno un premio en Mislata. Su primer libro ganó el Loewe. Tenía cuarenta y dos años. A En la estación perpetua le siguieron Tierra en el cielo, Con el airePiedras al agua y Corteza de abedul. Y algunas antologías y otros libros. En mi reseña de ese último para El Cultural intenté condensar mi opinión sobre su poesía, si bien su presencia menudea entre las páginas de esta bitácora. Si tuviera que elegir una sola palabra para definirla optaría por "luz". De ahí que buscara la fotografía que nos envió para felicitarnos las Navidades de hace once años. Con ella ilustré en mi muro de Facebook la triste noticia de su muerte. "Así era él", añadí. Pura luz, como la que dora esas naranjas colocadas en una fuente de loza. "Con sol de noviembre", escribió. 
A pesar de que cruzamos muchas cartas y mensajes electrónicos, tuve la fortuna, ya se dijo, de tratarlo en persona. Y es ahí, en esa medida cercana, donde Antonio Cabrera brillaba con más fuerza. Donde su humanidad, esa que destila a raudales su poesía, se comprendía del todo. Además de en Plasencia, nos vimos en Valencia (la fotografía es de la noche que leí en el Palau) y en Madrid (por ejemplo, en la celebración del 25 Aniversario del Loewe). 
Como todos los que le admirábamos, viví como una tragedia su accidente. Y leí con perplejidad la entrevista que le hizo en el centro de parapléjicos de Toledo Antonio Lucas para El Mundo, que ahora escribe la sentida necrológica de ese diario. 
Cuando le pregunté, me dijo que sí, que le mandara mi último libro. Añadió que ya buscaría a alguien que se lo leyera, lo que sentí como un desgarro. Le felicité por su reciente cumpleaños, pero ya no hubo respuesta. 
Cuando murió su amigo José Luis Parra, Antonio escribió: "para Parra la poesía representó una instancia de absolución vital, una ocasión para conjurar ritualmente, en el acto de expresarlo con las mejores palabras posibles, el estrago provocado por los días y los años". 
A nosotros nos queda su palabra. Esa no muere. Y, a algunos, por suerte, los recuerdos del bondadoso ser humano que fue. Al que la vida nos ofreció como un precioso regalo. Descansa, amigo.