7.6.19

Sergio Álvarez lee el "siroco"

Un libro al que volver

Son muchas ya, y muy certeras, las reseñas escritas sobre El Cuarto del siroco, el último libro de poesía de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) y uno de los más extensos suyos, que ha venido lentamente tomando forma en los últimos años. Y cuando el río suena (o el viento –ese siroco– en este caso), suele ser por algo. Porque este Cuarto del siroco es probablemente uno de los mejores libros de poesía publicados en los últimos años, y también de algún modo una revisión y una depuración de lo que sido la poesía de Álvaro Valverde hasta el momento. Más allá de la anécdota del título, explicada ya en diversas ocasiones, y del carácter real y útil de la poesía (casi como un objeto) para protegernos y recordarnos a nosotros y a los demás lo que somos o lo que fuimos o creímos ser, El cuarto del Siroco cautiva por su emocionada –y sosegada a la vez– melancolía, y por su descripción de los paisajes, externos e internos. Es un libro al que se entra (a ese cuarto del título) despacio y del que ya no se sale, o no del todo, o no de la misma manera. Abre el libro una cita de Koch, «la poesía es la meditación de la vida», e inmediatamente nos viene a la cabeza esa otra famosa descripción de William Wordsworth de la poesía como «la emoción recordada/recobrada en la tranquilidad». Y es también muy certera la comparación que Irene Sánchez Carrón ha hecho sobre los efectos de la música (tan íntimamente asociada a la poesía) y su relación con los poemas de este libro. Así es. En su sencillez (su aparente pero tan compleja sencillez), su armonía y su coherencia casi tonal (como la música), este libro nos va ganando lentamente. Recuerda profundamente a Antonio Machado, en esa descripción serena de los paisajes (reales o no) del alma («paisajes tan tristes / que tienen alma»). Y no uso aquí la palabra tristeza (tan denostada en estos días nuestros de alegría a toda costa) despectivamente o con sentimiento de pérdida. Hablo más bien de esa «trilcedumbre» de César Vallejo, de ese cansancio sosegado tras el ejercicio de la vida. Ese paisaje interno y externo que se juntan, se confunden y se encuentran de manera incluso evidente en poemas como «Naturaleza pensativa», donde el paisaje nos piensa y nos hace reales, nos enmarca, o en «Mirada» donde el que mira y lo que mira son uno y el mismo. O en ese «Pintor» donde, «como el lugar en que se inspira» (hermoso final) «el hombre va ganando la batalla» (aunque a la vez la pierda). O también en esa «Constatación» –poema, junto con «No humo» que definen creo yo muy bien el tono del libro–donde uno busca lugares donde la muerte sea más lenta (esos lugares de duración, de los que hablaba Peter Handke: «Y al fin / feliz aquel que tiene sus lugares de duración / ya no será, aunque se haya trasladado para siempre a un país extraño / sin perspectivas de volver a su mundo / nadie a quien han expulsado de su patria.» Y que nos recuerda también una idea de Josep Pla (creo que perteneciente a El Cuaderno gris): El pesimista vive en el tiempo, el optimista en el espacio. Porque, como el propio Álvaro Valverde dice, «el tiempo se nos va / pero el espacio permanece». El poema «Casas de Azuaga» también explora esa extraña relación entre espacio y tiempo, entre paisaje interior y paisaje exterior. Y las puertas, o las calles o las casas, como en este caso, que nos llevan de uno a otro. Mucho de Machado (disculpas por la aliteración) pero también de Muñoz Rojas, de Jiménez Lozano (recordado en otro poema) o de Andrés Trapiello. O de Claudio Rodríguez. Un poema en concreto, «La poesía», me ha recordado una idea que Claudio Rodríguez repetía alguna vez en sus recitales. Que acercarse a las cosas simples era, sin embargo, lo más difícil, porque nos borraban con su pureza. Y que había que atreverse a describir un vaso de agua; en palabras de Claudio Rodríguez: «Coge este vaso de agua y en él lo sentirás / porque el agua da miedo al contemplarla / sobre todo al beberla, tan sencilla / y temerosa y misteriosa, y nueva, siempre». Y justo es esa poesía, en palabras de Álvaro Valverde «que hoy sólo se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a quien padece sed». Lo que nos lleva en un imperceptible fluir a otros versos del libro «de todos los milagros, el del agua» o, a modo de poética «Como el agua». Y esa descripción del agua, de la luz, y del tiempo que los cruza llevándonos consigo, es este libro que, a pesar de su aparente falta de unidad, según avisa su autor, es extraordinariamente coherente en su tono, en la nota que queda suspendida tras su lectura, por volver a la metáfora musical. Y es además (y es algo que no se encuentra mucho en la poesía –y me atrevería a decir también en la pintura– actual) una descripción sentida («recobrada en la tranquilidad») de nuestros paisajes de España (montañas, ríos, pueblos, árboles y campos). Reflejados en esa Extremadura (tan hermosa a veces -nuestra «toscana»-, pero también tan extrema y dura como indica su nombre), pero también en otras partes y lugares. Poemas a la naturaleza y al paisaje (Así, «Ovas», «Montañas», «Lección»), o poemas a los árboles («Viejo cerezo», «Azufaifo», «Candelario, 8 de agosto»…) que deberían estar en cualquier antología (que, si no existe, habrá que hacer) de poemas españoles dedicados a los árboles. Para terminar, querría destacar tres poemas, aunque me han gustado muchos otros. «Aquel», que cierra el libro, con ese inapelable «aquel que no consigue / ni darse por vencido»; «Canción de aniversario» (con su delicada y difícil declaración de amor) y, finalmente, «Baño», quizá mi poema (difícil decirlo) preferido del libro, con su aparente simplicidad (y su oscura profundidad, como tal vez el estanque al que se refiere). Creo que en eso coincido (y me alegro) con Antonio Rivero Taravillo, que también ha mencionado este poema como uno de sus favoritos. Poemas útiles, refugio contra la tormenta (y el siroco), realidades y «no humo», como se dice en el poema del mismo título que se encuentra, no sé si intencionadamente, en la mitad exacta del libro, como marcando el eje que lo mantiene. Un libro honesto, que no separa la sombra de la luz, y necesario, más aún si cabe en tiempos de cierta confusión, sentimientos apresurados y respuestas rápidas a toda costa (hasta en la poesía, con la emergencia de cierta parapoesía o «poesía pop»/Pop-sía» destinada a durar 3 breves minutos). Un Cuarto del Siroco, en definitiva, del que se puede decir el mejor elogio aplicable a un libro: que sé que volveré a él a menudo.

Nota: Publicado en el número 16 de la revista ESTACIÓN POESÍA.
La fotografía es de Luisa Gallardo Moro.