11.9.19

De Sharon Olds


Sharon Olds
Traducción de Joan Margarit y Eduard Lezcano Margarit
Igitur, Montblanc (Tarragona), 2018. 128 páginas. 

Sharon Olds (San Francisco, 1942) estudió en Stanford, se doctoró en Columbia e imparte clases en Nueva York. Autora de más de una decena de títulos, en España se han publicado sus libros Satán dice (Igitur), El padre, Los muertos y los vivos y La célula de oro (Bartleby).
Tenía ya treinta y siete años cuando publicó su ópera prima. Desde entonces ha llevado a cabo un coherente proyecto poético, digamos, basado en el tono confesional (que viene, entre otros, de Lowell) y en el lenguaje cercano y directo (donde sobran las metáforas, puntualiza Óscar Curieses) que “tiene como destinatario primero a ella misma”, ha señalado Jaime Siles, pero que, al no ser una “poeta intelectual” (“más física que metafísica”) e interesarle “la vida ordinaria”, alcanza a “todos los demás”. De ahí que, para esta mujer, la sexualidad explícita, el dolor por la enfermedad o los asuntos de familia y los políticos sean su caldo de cultivo lírico. Se demuestra a las claras con la lectura de la obra que nos ocupa, Stag's Leap, por el que recibió los premios Pulitzer y TS Eliot. La presidenta del jurado del galardón británico, Carol Ann Duffy, comentó: “Siempre digo que la  poesía es la música del ser humano, y en este libro ella realmente canta”.
De nuevo en la ejemplar Igitur, y con un traductor de lujo, Joan Margarit (que ya vertió a Hardy y a Bishop), el libro podría resumirse como lo hizo el escritor Eduardo Lago: “es la crónica de las secuelas que deja en una mujer un divorcio inesperado”. Lo explica muy bien el poeta catalán en su prólogo, personal y apasionado: este es un “territorio que resulta familiar a cualquier persona adulta”. Son “reflejos de su propia sentimentalidad”, “un camino directo a la verdad del lector”. Estamos ante la prueba de que la poesía (“la más íntima de las artes”, según el autor de Joana) vive un momento de “una intensa complejidad” y ella es “una de las grandes y más lúcidas intérpretes de este momento”. En El salto del ciervo, añade, “está toda la inteligencia y la belleza de Sharon Olds” y, “más que nunca, su verdad”.
En orden cronológico, por estaciones, la voz de la narradora va identificando, explorando razonadamente lo ocurrido. Toda una sorpresa. El libro da cuenta de un proceso. Como si de las fases de una grave enfermedad se tratara.
Con su “apenas-ya-marido” todo es “cortesía y horror”. Hay que “decírselo a los niños”. Desde el principio está claro que “intentaré desenamorarme / de él, pero que siento que le amaré toda la vida”. “Estaba colada por él”, declara, y: “lo adoré con una desprotegida alegría”. Fueron treinta años de convivencia. “Entre / los dos habíamos hecho nuestro matrimonio, / entre los dos lo liquidábamos”.
Hay poemas memorables: “Misericordia”, “Llegando a Godthab” o “Marítima”, por ejemplo. O el divertido “Poema a los pechos”, porque no falta aquí el humor y la ironía, a pesar de sentirse un “ángel de odio”.
La desazón, la vergüenza y las pérdidas (del marido y de lo demás) marcan el duro itinerario. “Él fue un caballero sobre el que construí / una confianza absoluta”. “A la vista del amor”, además. “Yo no lo conocía, conocía mi idea / de él”, escribe. Y: “no me suelto de él”. “De todos modos –concluye-, qué es vivir / sino morir”.
En “Septiembre 2001, New York City” leemos: “No / creo que pueda escribir sobre ello jamás”. Pero también: “Hay algo en mí destinado a ser escrito / algún día”. De eso da cuenta este libro logrado, intenso e imprescindible. Para cualquiera.

Un poema de Olds:

LA ÚLTIMA HORA


De pronto, en el último momento,
antes de que él me llevara al aeropuerto, se levantó
chocando con la mesa y dio un paso
hacia mí, y como un personaje de una antigua
película de ciencia ficción, se inclinó
hacia delante y hacia abajo, extendió un brazo
golpeando mis pechos e intentó
agarrarse a mí. Me puse en pie y tropezamos,
y entonces nos detuvimos alrededor de nuestro núcleo, su
ronco grito de temor, en el centro,
en el final, de nuestra vida. Rápidamente, entonces,
–lo peor había pasado ya– pude consolarlo,
manteniendo desde la espalda su corazón en su sitio
y por delante tranquilizándolo, su propia
vida continuando, y lo que lo había
atado, en torno a su corazón –y que lo había atado
a mí– ahora yacía sobre nosotros y a nuestro alrededor,
agua de mar, óxido, luz, esquirlas,
los eternos y pequeños rizos de eros
golpeados hasta quedar tiesos.


Nota: Recupero una reseña que se quedó atrás. De un libro espléndido, por cierto. Nunca es tarde.