13.9.19

Premios Hiperión

Maribel Andrés Llamero
Hiperión, Madrid, 2019. 58 páginas. 10 €

Este libro, el segundo de Maribel Andrés Llamero (Salamanca, 1984, aunque de origen zamorano), tras La lentitud del liberto, ganó (ex aequo) el veterano y acreditado premio Hiperión y toma su título de una canción de Agustín García Calvo, no por casualidad natural de Zamora.
Con una brillante carrera académica a sus espaldas, como muchos jóvenes de su promoción, opta, sin embargo, por un tipo de poesía nada escolástica, en las antípodas de la vulgar moda parapoética y aun de lo habitual (lo coloquial y urbano) tan tópico y frecuente entre sus pares poéticos, ya sean hombres o mujeres. Elige lo rural (por suerte no es la única, aunque las comparaciones resulten impertinentes) y compone un libro valiente y sin complejos que frisa con lo épico. Su tono, digamos para empezar, es consustancial a lo descrito. No hay mentira aquí.
Las abuelas (una constante generacional) están en el origen del libro. A una de ellas, por cierto, Isabel, nonagenaria, le está dedicado. Por lo que aquél soporta de memoria, y porque no elude el componente sensible y emocional.
Este poemario es como un canto de amor a los orígenes y a la familia, a esos otros que fuimos sin ser. Mis abuelos tuvieron una vida dura. Los maternos emigraron a Alemania (…). Del mismo modo, mis abuelos paternos eran muy humildes e intentaban darles lo mejor a su familia”, ha dicho la autora en una entrevista publicada en La Opinión.
Lo abren citas muy bien escogidas de José Emilio Pacheco (“No amo mi patria…”), Drummond de Andrade (Llamero es profesora asociada de literatura brasileña y portuguesa en la Universidad de su ciudad natal y ha vivido en Río de Janeiro, donde murió el autor de Sentimento do mundo), Carmen Camacho y Hölderlin.
El primer verso desvela el objetivo: “Esto es Castilla”. Mucho más, ya se sabe, que una región o un paisaje. Más en la historia de nuestra poesía. Una metáfora del propio cuerpo y de las ideas que la constituyen como ser humano. Lo seco, lo severo, lo llano, también lo tierno y el agua (aunque a veces oculta) dan forma y fondo a su mirada. 
Fruto de sus mayores (que se han pasado la vida yendo y viniendo), confiesa: “Soy nieta de emigrantes, carbón humano”. Y: “Me han confiado toda la luz”.
Ahí, la infancia: en la casa familiar o en el campamento del bosque. Y la bisabuela a la que conoce en una fotografía conservada en un museo etnográfico de la citada capital castellana. Y los nombres de los lugares (zamoranos mayormente). El Oeste (que diría, más al sur, la extremeña del norte Pureza Canelo): “Jamás laberinto más temible / que aquel que no conoce muros”.
“Lejos del mar abierto”, “este alma de pizarra” sueña: “Digan lo que digan los anuncios de cerveza / nada será nunca más verano / que el aroma de la jara en flor”. A orillas de los ríos, como el bejarano Cuerpo de Hombre. El de los mares interiores: “El embalse hoy parece el paraíso”. Como el que engulló (imposible olvidar al leonés Julio Llamazares) el pueblo de su triste abuela Ramona. “Estas mujeres –escribe– son la memoria / de una vida que no existe /en los mapas del gobierno”. La España vacía, sí. Un “mundo horizontal”. Y del silencio. La “áspera meseta”, “tierra adentro”, “nunca matria”. “Estos páramos donde todo es alto / sin altivez, protegido por lo surcos, / por el trigo, esta lentitud, esta pausa, / esto es Castilla”. Con el leopardiano “Defensa de la retama” concluye un libro singular y a contracorriente. Misterioso y hondo, como esa tierra.


Carlos Catena Cózar
Hiperión, Madrid, 2019. 66 páginas. 10 €

Catena (Torres de Albánchez, Jaén, 1995) ganó (ex aequo) con este libro, el primero de los suyos, la trigésimo cuarta edición del premio Hiperión. Su juventud es clave para entender su contenido, una suerte de nueva poesía social (que nada tiene que ver con la de mediados del siglo pasado) donde se analiza, por decirlo pronto, el presente, precario en lo laboral, de su generación. Como esto es poesía, de ahí la diferencia, es en el territorio del lenguaje donde se resuelve el asunto. Él lo usa con soltura y naturalidad, sin usar mayúsculas ni signos de puntuación, y en una sucesión de poemas que vienen a ser fragmentos de un discurso infernal basado en el fracaso (“no puede escribir sobre el fracaso / quien no ha bajado al infierno”), el pesimismo existencial y la desesperanza. Parece que el futuro ya pasó para el personaje poético que encarna estos poemas. Para eso se sirve de la ironía y del humor, un sentido capital en esta frustrante panorámica donde la lucidez sobresale sin remedio. Por sus versos, sujetos a un ritmo sugestivo (una musicalidad que se agradece), desfilan una abuela jornalera con clara conciencia política que confía en el valor del trabajo (“el esfuerzo y el trabajo bien hecho”, decía), un padre con visa (“en el extranjero una transferencia bancaria / es el único abrazo que mi padre puede darme”) o una madre que, si enfermara, se vería obligada a vivir en el extranjero donde residen sus hijos emigrantes.
Se ratifica que “la mayor hazaña del hombre moderno / es cotizar hasta jubilarse”; se fantasea con el suicidio literario de un hermano; se afirma, a propósito del espinoso tema de la libertad, que “no todo lo que acontece sin consentimiento es malo / es así que todos nacemos”; se usa la metáfora del juego del perro y la pelota; se parafrasea al beat Allen Ginsberg: “he visto las mejores mentes de mi generación / destruidos por un contrato basura”; se celebra la enfermedad, porque remite al cariño y a la infancia; se enumeran bienaventuranzas (“bienaventurado el dinero porque compra cosas”, “bienaventurado internet porque existe”, “bienaventurado el poema porque se lee rápido”, “bienaventurada la queja porque es diálogo”, “bienaventurado el tiempo porque pasa”, etc.); se conversa con Ricardo, el único amigo de infancia que es solvente (“el único joven de éxito que conozco”), propietario de un Mercedes, al que al cabo pregunta “cómo  vamos a aguantar / los cuarenta años de trabajo que nos quedan / hasta jubilarnos”; se reivindica la lengua materna en un poema dedicado a la madre del protagonista, traductor de profesión, que empieza: “límpiame la lengua (madre) / porque hoy he venido a hablar contigo” y termina: “he venido solo para hablar contigo”; se critica la líquida realidad en la que naufragamos (“toda esta abundancia / todo este éxito / tan poca vida”); se habla de hijos (lo normal es que “nunca hagan nada bien”) y de tristeza y de aviones y de que “el patriotismo es de los expatriados”: “no sé explicar un país ni tampoco una patria”; y del “ahí fuera” (“luchamos tanto tiempo con el ahí fuera”) y el “aquí dentro” (“acabar con las afueras nos dejó también / sin un aquí dentro donde esperar a salvo”); de que, como tantos, “he empezado a construir mi casa en el extranjero / un terreno en una ciudad irlandesa donde el sol / ocurre solo en el margen de los días festivos”, porque “lo que importa de verdad ocurrió siempre / tan lejos de los días hábiles”... El romanticismo o un atardecer de Hopper, pone por caso.

Nota: Las reseñas de los libros de Llamero y Catena se publicaron el pasado viernes 6 de septiembre en El Cultural.