Ayer se cumplió el vigésimo aniversario de la muerte de mi padre. Preferí no unir ese hecho al de la celebración del cumpleaños de mi hija, que hizo aquel día, por cierto, catorce años.
Pensaba en cómo llevaría Ramón el confinamiento. Mal, supongo. Era también de paseo diario, más como jubilado, y cuando pasaba una tarde festiva en casa, le recuerdo quejándose de dolor de cabeza. Algo raro, añado, pues hasta que enfermó nunca había tenido problemas de salud ni se quejaba de las pequeñas molestias que nos aquejan a todos.
Le encantaba coger el coche y hacer pequeñas rutas (o no tanto, en verano). Con mi madre al lado, claro. En el 600, primero, y luego en los dos modelos de Ford que tuvo. Le encantaba conducir y eso que, de chico, siempre le escuché relatar que coche sí, pero con chófer. En esto le pasó lo mismo que con otra fantasía cumplida al cabo del tiempo: la de un crucero. Crucero en rigor no era (esa moda llegó más tarde), pero la agitada travesía entre Barcelona y Génova casi le cuesta la vida. C'est la vie.
En esta fotografía está con mi madre. En El Valle del Jerte (para nosotros El Valle, a secas). Sonriente, como solía. Fueron eso que se llama un matrimonio feliz. Por eso ayer mi madre estaba triste. Aunque hayan pasado, parece mentira, veinte años.