18.12.20

La poesía de Judith Wright


No es muy conocida la poesía australiana en España. Es verdad que contamos con una espléndida antología de Les Murray, eterno candidato al Nobel hasta su muerte, el pasado año, Australia, Australia (Lumen, 2000) y que uno mismo ha comentado hace poco dos libros valiosos de autores de allí: Los peligros, de Sarah Holland-Batt (traducción de Gabriel Ventura. Vaso Roto, 2018), y El silo. una sinfonía pastoral, de John Kinsella (traducción de Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez. La Garúa, 2019). Tampoco tenía noticia de la poesía de Judith Wright, de la que Pre-Textos nos presenta Poemas escogidos, en traducción de José Luis Fernández Castillo.
Su biografía es novelesca. Y algo así será La mitad de una vida, como tituló sus memorias. El ejemplar traductor (lo que he leído es excelente poesía en español) nos cuenta su vida en el minucioso prólogo que precede a sus versos. Wright  nació en 1915 en Nueva Gales del Sur donde llegó su familia, desde Inglaterra y Escocia, a principios del siglo XIX. Pasó su infancia en una explotación ganadera, lo que explica su interés por el campo y la naturaleza. Con una abuela de carácter, una madre “recluida y enferma” y sirvientes aborígenes. Muerta la madre, se educa en la fortaleza de la abuela. Cuenta con la ayuda de su padre. Su decisión de ir a la universidad se fundamenta en su afán de independencia. Estudia Historia y Filosofía en Sídney. Al terminar, viaja por Europa. Estamos en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, en la que, ya en su país, colabora. En el 43 se traslada a Brisbane y pronto conoce al gran amor de su vida, el escritor y filósofo Jack Philip McKinney, un hombre separado, veterano de guerra y veinticuatro años mayor que ella. 
En 1946 publica su primer libro de poesía: La imagen en movimiento, que al parecer fue muy bien recibido tanto en Australia como en la metrópoli. Dos años más tarde ve la luz Las generaciones de los hombres, una crónica familiar. En el 50, la pareja se va a vivir a un cottage y nace su única hija, Meredith. A finales de esa década, enferma NcKinney. Se casan en el 62 y él muere en el 66, fecha en la que ella inicia una nueva etapa. Enseña literatura en la Universidad de Queensland (fue una importante ensayista literaria, una adelantada en los estudios de la literatura de su país, con trabajos sobre autores como Charles Harpur y Henry Lawson y obras como Inquietudes en la poesía australiana). Para entonces ya es una mujer con una fuerte conciencia política, defensora de las “antiquísimas tradiciones aborígenes” y de los derechos de los primeros pobladores de ese continente, algo que a la fuerza relaciona con la “herida colonial”. A esa lucha dedicará su libro El grito por los muertos. Sus canciones y sus mitos forman parte de su propia cultura y, en consecuencia, de su poesía. Ya que la mencionamos, digamos que su otra línea maestra, como anticipamos, se apoya en otra defensa, la de la naturaleza y el paisaje, de la flora y la fauna de su tierra natal. Fue una pionera del ecologismo australiano. No en vano fundó, a mediados de los sesenta, la Sociedad para la Preservación de la Vida Salvaje de Queensland y fue una de las defensoras de la Gran Barrera de Coral (de ahí su libro El campo coralino de batalla).
La muerte de su marido le impulsa a defender su legado intelectual. Sus ideas (condensadas en el libro La estructura del pensamiento moderno, Londres, 1971), nos explica el prologuista, son fundamentales para ella. Como su poesía lo fue para él, matiza. Ambos estaban, grosso modo, en contra de la técnica y a favor del “entusiasmo por la experiencia poética como manera de «habitar el mundo»“. Aquí Fernández Castillo (estudioso de la obra de José Ángel Valente), con gran sentido de la oportunidad, echa mano de un concepto del autor de Las palabras de la tribu, el del “lugar del canto” (lo que, en lo personal, me obliga a empatizar con esta poética de las antípodas), esto es, “un sentimiento del lugar ajeno a la noción de «patria» basado en la creación de un vínculo propio entre lo singular y lo universal. Poetizar -concluye- es así habitar un espacio, aprender a mirarlo”. Por eso esta poesía es mucho más que mera poesía paisajística, como veremos.
A finales de los setenta su poesía traspasa las fronteras nacionales y empieza a ser traducida fuera. En Estados Unidos, por ejemplo. Se suceden los reconocimientos y los viajes. En 2000 muere en Canberra. 
Se puede afirmar que hasta su llegada no hay en Australia un poeta, digamos, considerable. A la altura de la poesía de su tiempo. Famosa en vida, alcanzó el tratamiento de “poeta nacional”. Sus versos se leen en los libros de texto escolares. 
Así resume Fernández Castillo su aportación: “Reacia a derivas posmodernas y rupturas formales, la poesía de Wright persigue la precisión y la transparencia de la palabra que sea «lugar del canto», enclave desde el que reflexionar en torno al paisaje y al paisanaje australiano”. “Un vínculo con el lugar que no excluye (...) el conflicto”. Y añade el traductor: «La contemplación de la naturaleza en la poesía de Wright, si bien recurre a veces a interpretaciones simbólico-alegóricas más tradicionales, oscila entre el materialismo descarnado y la nostalgia de lo numinoso, de una perdida sacralidad natural que, esencial en las formas aborígenes de habitar el mundo, contrasta con el utilitarismo voluntarista de la modernidad occidental». 
Quien tan bien conoce su obra y con tanta lucidez la explica no podía errar en la selección de sus poemas para el debut de la australiana en el panorama lírico hispano. Los ordena en orden cronológico y proceden de los doce libros que publicó, entre ellos: Los dos fuegosPájarosCinco sentidosSombraViva Morada fantasma
El primero no podía ser más apropiado: “El surfista”. 
“Las hermanas” forma parte de una serie, podríamos decir, donde lo narrativo se mezcla con lo lírico y ello, a su vez, con la memoria familiar. La de su infancia y la vida cotidiana que llevó en una granja instalada en aquellos “remotos enclaves occidentales”. “El pasado perdido / se mueve entre las sombras ocres de la veranda”, leemos. Me refiero a poemas como “Eva a sus hijas” (una divertida fábula), “Recordando a una tía” (“La alabo por su orgullo y su silencio. / El arte habita en ambos”) o “Fotografía de boda, 1913”. 
Wrigth expone sus sentimientos y sus pensamientos a través de imágenes de la naturaleza, como en “Árbol de fuego en una cantera”. De ahí proceden sus símbolos: el río, las aves, la flor, los árboles... La serpiente (lo que puede dar de sí la piel de una encontrada en la cancela), las cigarras (“Nada turba ese mundo bajo el mundo”), las polillas, etc.
No es ajeno, según creo, esa manera de decir a la poesía romántica inglesa. Al menos al principio. La de Wordsworth, pongo por caso. 
El medio salvaje (en su sentido más genuino) no impide, sin embargo, que aflore la sensibilidad. Como en “Vid de wonga”. 
Se suceden los poemas: “Viaje en tren” (otro clásico oceánico, al menos para quienes vemos documentales de trenes), “Colinas baldías” y “Casa vieja” (de nuevo los antepasados, su épica menor, y la nostalgia por lo perdido). Y siempre la naturaleza, indómita y brutal. Los años de sequía. Y los de inundaciones. 
En “Aves” escribe: “El ser del ave es perfecto en el ave”. Y: “La conducta del ave siempre es correcta para el ave”. Y: “Mas yo vivo hostigada y herida por mi gente”. A ese encuentro entre lo animal y lo humano es a lo que antes me refería, siquiera en parte, al hablar de un lenguaje simbólico. 
“El hombre perdido” es uno de los mejores poemas del libro, elocuente y memorable: “Para llegar a la charca debes atravesar la selva / por el confuso verano de tinieblas / iluminado con antiguos, / tejido con veneno y espina”.
Wright procede desde la duda: “nunca muy claro lo que estoy diciendo // en la periferia de la verdad” (“Por precisión”)
“Paisajes” termina: “Ahora lloramos por alguien que no puede mirar los paisajes / que amó, y al fin conoce”.
“Tormenta” es un poema a la altura de la fuerza de la naturaleza que evoca. Su lenguaje, tan potente como el propio temporal. 
En “Pájaros extintos” menciona al citado Harpur: “En sus viejos diarios inéditos...”.
En “Cinco sentidos” constatamos que ella los ponía en todo cuanto abordaba. 
En “Alabanza a la tierra” afirma: “El escritor en el cuarto encendido, / ni es un solitario ni está solo”. Y sigue: “Mientras sea nuestro el mundo y nutra nuestra vida / a qué temer la eternidad”. “Escaso tiempo resta para amar / entre una ola calma y la violenta”. 
“Profundo miré, y vi”, es un verso pero también una poética. De la mirada. “Interacción” comienza: “Lo que hay dentro se hace alrededor”. Y sigue: “Soy ese grito solo, esa luz percibida, / su centro y su voz. Lo extraño es la palabra”. Y: “Al mundo lo rubrican las palabras. En ellas el amor, la luz”. 
“Sola esta vez” es un precioso poema de amor (“mi mano cobijada está en tu mano”). 
“Australia, 1970” ilustra su dura lucha. Termina: “pues nos destruye aquello que matamos”.
El espacio que media” es otro poema logrado: “mas no es Aquí y Allí lo mismo”.
“Dos tiempos del sueño” da cuenta de su amistad con Kath Walker o, mejor, con Oodgeroo Noonuccal, su “hermana” aborigen. “Soy descendiente de los conquistadores, / tú de los perseguidos”. Este extenso, melodioso poema bastaría para justificar la alta consideración de la poesía de Wright. (Deja deslizar dos versos que no tengo más remedio que copiar: “los editores suelen desengañar a los poetas” y “no confíes en nadie -ni siquiera en los poetas”.)
Otro tanto cabe decir de “Lamento por las palomas de paso” y de “Pintura” (“El tiempo nos confina en nuestra mente, / pero nos deja una ventana: el arte”) 
En “Viva” le basta una gota de agua para componer un sólido poema. 
“Lago en primavera”, el amor de nuevo, es un perfecto colofón para este florilegio que nos descubre una voz digna de ser leída.
El poema “Gracia” termina: “Quizás hubo una vez una palabra para ello. Llámalo gracia. / La he visto una o dos veces, en un rostro humano”. Puedo asegurar que uno también la ha vislumbrado en los versos de Judith Wright. Tan lejos, tan cerca.
  
Poemas escogidos
Judith Wright
Traducción de José Luis Fernández Castillo 
Pre-Textos, Valencia, 2020. 160 páginas 20.00 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital El Cuaderno.