Su biografía es novelesca. Y algo así
será La mitad de una vida, como tituló sus memorias. El ejemplar traductor (lo que he leído es excelente
poesía en español) nos cuenta su vida en el minucioso prólogo que precede a sus
versos. Wright nació en 1915 en Nueva
Gales del Sur donde llegó su familia, desde Inglaterra y Escocia, a principios
del siglo XIX. Pasó su infancia en una explotación ganadera, lo que explica su
interés por el campo y la naturaleza. Con una abuela de carácter, una madre “recluida
y enferma” y sirvientes aborígenes. Muerta la madre, se educa en la fortaleza
de la abuela. Cuenta con la ayuda de su padre. Su decisión de ir a la
universidad se fundamenta en su afán de independencia. Estudia Historia y
Filosofía en Sídney. Al terminar, viaja por Europa. Estamos en los prolegómenos
de la Segunda Guerra Mundial, en la que, ya en su país, colabora. En el 43 se
traslada a Brisbane y pronto conoce al gran amor de su vida, el escritor y
filósofo Jack Philip McKinney, un hombre separado, veterano de guerra y veinticuatro
años mayor que ella.
En 1946 publica su primer libro de
poesía: La imagen en movimiento, que al parecer fue muy bien recibido tanto
en Australia como en la metrópoli. Dos años más tarde ve la luz Las
generaciones de los hombres, una crónica familiar. En el 50, la pareja se
va a vivir a un cottage y nace su única hija, Meredith. A
finales de esa década, enferma NcKinney. Se casan en el 62 y él muere en el 66,
fecha en la que ella inicia una nueva etapa. Enseña literatura en la
Universidad de Queensland (fue una importante ensayista literaria, una adelantada
en los estudios de la literatura de su país, con trabajos sobre autores
como Charles Harpur y Henry Lawson y obras como Inquietudes
en la poesía australiana). Para entonces ya es una mujer con una fuerte
conciencia política, defensora de las “antiquísimas tradiciones aborígenes” y
de los derechos de los primeros pobladores de ese continente, algo que a la
fuerza relaciona con la “herida colonial”. A esa lucha dedicará su libro El
grito por los muertos. Sus canciones y sus mitos forman parte de su propia
cultura y, en consecuencia, de su poesía. Ya que la mencionamos, digamos que su
otra línea maestra, como anticipamos, se apoya en otra defensa, la de la
naturaleza y el paisaje, de la flora y la fauna de su tierra natal. Fue una
pionera del ecologismo australiano. No en vano fundó, a mediados de los
sesenta, la Sociedad para la Preservación de la Vida Salvaje de Queensland y fue
una de las defensoras de la Gran Barrera de Coral (de ahí su libro El
campo coralino de batalla).
La muerte de su marido le impulsa a defender su legado
intelectual. Sus ideas (condensadas en el libro La estructura del
pensamiento moderno, Londres, 1971), nos explica el prologuista, son
fundamentales para ella. Como su poesía lo fue para él, matiza. Ambos estaban, grosso modo, en contra de la técnica y a
favor del “entusiasmo por la experiencia poética como manera de «habitar
el mundo»“. Aquí Fernández Castillo (estudioso de la obra de José Ángel
Valente), con gran sentido de la oportunidad, echa mano de un concepto del autor
de Las palabras de la tribu, el del “lugar del canto” (lo que, en
lo personal, me obliga a empatizar con esta poética de las antípodas), esto es,
“un sentimiento del lugar ajeno a la noción de «patria» basado en la
creación de un vínculo propio entre lo singular y lo universal. Poetizar
-concluye- es así habitar un espacio, aprender a mirarlo”. Por eso esta poesía
es mucho más que mera poesía paisajística, como veremos.
A finales de los setenta su poesía traspasa las
fronteras nacionales y empieza a ser traducida fuera. En Estados Unidos, por
ejemplo. Se suceden los reconocimientos y los viajes. En 2000 muere en
Canberra.
Se puede afirmar que hasta su llegada no hay en
Australia un poeta, digamos, considerable. A la altura de la poesía de su
tiempo. Famosa en vida, alcanzó el tratamiento de “poeta nacional”. Sus versos
se leen en los libros de texto escolares.
Así resume Fernández Castillo su aportación: “Reacia a
derivas posmodernas y rupturas formales, la poesía de Wright persigue la
precisión y la transparencia de la palabra que sea «lugar del canto»,
enclave desde el que reflexionar en torno al paisaje y al paisanaje australiano”.
“Un vínculo con el lugar que no excluye (...) el conflicto”. Y añade el
traductor: «La contemplación de la naturaleza en la poesía de Wright, si bien
recurre a veces a interpretaciones simbólico-alegóricas más tradicionales,
oscila entre el materialismo descarnado y la nostalgia de lo numinoso, de una
perdida sacralidad natural que, esencial en las formas aborígenes de habitar el
mundo, contrasta con el utilitarismo voluntarista de la modernidad
occidental».
Quien tan bien conoce su obra y con tanta lucidez la
explica no podía errar en la selección de sus poemas para el debut de la
australiana en el panorama lírico hispano. Los ordena en orden cronológico y
proceden de los doce libros que publicó, entre ellos: Los dos fuegos, Pájaros, Cinco
sentidos, Sombra, Viva y Morada
fantasma.
El primero no podía ser más apropiado: “El surfista”.
“Las hermanas” forma parte de una serie, podríamos
decir, donde lo narrativo se mezcla con lo lírico y ello, a su vez, con la
memoria familiar. La de su infancia y la vida cotidiana que llevó en una granja
instalada en aquellos “remotos enclaves occidentales”. “El pasado perdido / se
mueve entre las sombras ocres de la veranda”, leemos. Me refiero a poemas como “Eva
a sus hijas” (una divertida fábula), “Recordando a una tía” (“La alabo por su
orgullo y su silencio. / El arte habita en ambos”) o “Fotografía de boda, 1913”.
Wrigth expone sus sentimientos y sus pensamientos a
través de imágenes de la naturaleza, como en “Árbol de fuego en una cantera”.
De ahí proceden sus símbolos: el río, las aves, la flor, los árboles... La
serpiente (lo que puede dar de sí la piel de una encontrada en la cancela), las
cigarras (“Nada turba ese mundo bajo el mundo”), las polillas, etc.
No es ajeno, según creo, esa manera de decir a la
poesía romántica inglesa. Al menos al principio. La de Wordsworth, pongo por
caso.
El medio salvaje (en su sentido más genuino) no
impide, sin embargo, que aflore la sensibilidad. Como en “Vid de wonga”.
Se suceden los poemas: “Viaje en tren” (otro clásico
oceánico, al menos para quienes vemos documentales de trenes), “Colinas baldías”
y “Casa vieja” (de nuevo los antepasados, su épica menor, y la nostalgia por lo
perdido). Y siempre la naturaleza, indómita y brutal. Los años de sequía. Y los
de inundaciones.
En “Aves” escribe: “El ser del ave es perfecto en el
ave”. Y: “La conducta del ave siempre es correcta para el ave”. Y: “Mas yo vivo
hostigada y herida por mi gente”. A ese encuentro entre lo animal y lo humano
es a lo que antes me refería, siquiera en parte, al hablar de un lenguaje
simbólico.
“El hombre perdido” es uno de los mejores poemas del
libro, elocuente y memorable: “Para llegar a la charca debes atravesar la selva
/ por el confuso verano de tinieblas / iluminado con antiguos, / tejido con
veneno y espina”.
Wright procede desde la duda: “nunca muy claro lo que
estoy diciendo // en la periferia de la verdad” (“Por precisión”)
“Paisajes” termina: “Ahora lloramos por alguien que no
puede mirar los paisajes / que amó, y al fin conoce”.
“Tormenta” es un poema a la altura de la fuerza de la
naturaleza que evoca. Su lenguaje, tan potente como el propio temporal.
En “Pájaros extintos” menciona al citado Harpur: “En
sus viejos diarios inéditos...”.
En “Cinco sentidos” constatamos que ella los ponía en
todo cuanto abordaba.
En “Alabanza a la tierra” afirma: “El escritor en el
cuarto encendido, / ni es un solitario ni está solo”. Y sigue: “Mientras sea
nuestro el mundo y nutra nuestra vida / a qué temer la eternidad”. “Escaso
tiempo resta para amar / entre una ola calma y la violenta”.
“Profundo miré, y vi”, es un verso pero también una
poética. De la mirada. “Interacción” comienza: “Lo que hay dentro se hace
alrededor”. Y sigue: “Soy ese grito solo, esa luz percibida, / su centro y su
voz. Lo extraño es la palabra”. Y: “Al mundo lo rubrican las palabras. En ellas
el amor, la luz”.
“Sola esta vez” es un precioso poema de amor (“mi mano
cobijada está en tu mano”).
“Australia, 1970” ilustra su dura lucha. Termina: “pues
nos destruye aquello que matamos”.
El espacio que media” es otro poema logrado: “mas no es
Aquí y Allí lo mismo”.
“Dos tiempos del sueño” da cuenta de su amistad con
Kath Walker o, mejor, con Oodgeroo Noonuccal, su “hermana” aborigen. “Soy
descendiente de los conquistadores, / tú de los perseguidos”. Este extenso,
melodioso poema bastaría para justificar la alta consideración de la poesía de
Wright. (Deja deslizar dos versos que no tengo más remedio que copiar: “los
editores suelen desengañar a los poetas” y “no confíes en nadie -ni siquiera en
los poetas”.)
Otro tanto cabe decir de “Lamento por las palomas de
paso” y de “Pintura” (“El tiempo nos confina en nuestra mente, / pero nos deja
una ventana: el arte”)
En “Viva” le basta una gota de agua para componer un sólido
poema.
“Lago en primavera”, el amor de nuevo, es un perfecto
colofón para este florilegio que nos descubre una voz digna de ser leída.
El poema “Gracia” termina: “Quizás hubo una vez una
palabra para ello. Llámalo gracia. / La he visto una o dos veces, en un rostro
humano”. Puedo asegurar que uno también la ha vislumbrado en los versos de Judith
Wright. Tan lejos, tan cerca.
Judith Wright
Traducción de José Luis Fernández Castillo
Pre-Textos, Valencia, 2020. 160 páginas 20.00 €
Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital El Cuaderno.