Asunción
Escribano (Salamanca,
1964), doctora
en Lengua Española, licenciada en Filología Hispánica y Periodismo, Máster en
Escritura creativa, es catedrática de Lengua y Literatura Españolas en la Facultad de Comunicación de la
Universidad Pontificia de Salamanca y profesora en el Máster y Diploma de Especialización en
Creación Literaria de la Universidad de Salamanca (USAL). Además de
compaginar numerosas tareas académicas, es directora de la Cátedra de
Poesía Fray Luis de León, miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros y
forma parte del Consejo Asesor de la Fundación Duques de Soria. Publica el blog Acorde.
Su obra poética está
integrada por los libros: La disolución (2001); Metamorfosis (Premio
Juan de Baños, 2004); Solo me acarician alas (2012); Hebra y sutura (2012); Acorde (Premio Fray Luis de León, 2014) y Salmos de la lluvia (2018).
Ve
ahora la luz El canto bajo el hielo. Lo publica Ediciones Carena. Sus dos libros
anteriores están en los catálogos de Visor y Vaso Roto, respectivamente.
Este
está dedicado a su padre y se abre con citas de Christian Bobin, Erri de Luca,
Eloy Sánchez Rosillo y Jesús Montiel. Elocuente me parece el epígrafe de este
último (Escribano enseña Literatura y Periodismo): “El mundo, pese a los males
que lo lastiman, sobrevive gracias a gestos desatendidos que nunca publicitan
los periódicos ni los telediarios”.
Cuatro
partes componen el volumen. La primera, “La criatura verbal”, atiende al
proceso creativo. “El poema” se titula, significativamente, el primero del
libro y único de esta sección, una extensa poética dedicada a otro poeta
salmantino: Juan Antonio González Iglesias.
“Los
eruditos hablan de artefacto / cuando
estudian las líneas del poema”. Ella prefiere “el nombre desvelado / del poeta
que ha penetrado en la fronda / luminosa en desvaríos: Criatura, / que comprende la vida y el aliento”. “Fulgor de
ebriedad” más que paradoja, como
dicen “los expertos”. Luego añade: “No hay otra manera de ascender / sino a
lomos del poema y contemplar / el mundo desde lo alto de su cumbre”. Nos da
pistas, después, “entre prodigios” y en forma de versos, sobre algunos de los
poetas que ella prefiere. Nunca los nombra. El primero, Borges. Le siguen san
Juan de la Cruz, Colinas, Valente, Cernuda… “…Y tantos…, que no son artilugios
/ sino habla en amor con quien escucha”. Termina: “No sabría definir qué es un
poema. / Pero en ellos resguardo yo mi vida / del tiempo, del mundo y su
tristeza. / Como íntima hoguera frente al frío”.
La
segunda parte, “La sustancia de los milagros”, está formada por nueve poemas y
todos llevan al final una nota tomada de algún periódico o revista donde se da
cuenta del motivo que los ha inspirado.
En
“Pavala flavescens” (nombre
científico de un tipo de libélula que realiza vuelos transoceánicos y
recorre distancias de más de 14.000 kilómetros), leemos: “un caballito del diablo / reproduce en el
orden del insecto / mi vida”. Y más adelante: “Aun así sostiene en su
fragilidad / su fortaleza”. Y: “la libélula dice como nada / lo que soy.
Respiración, silencio, / ritmo armonía, transparencia”.
“El
poeta” tiene que ver con un “retrato de la historia de amor entre un fotógrafo
neoyorkino y las palomas de su ciudad”.
“La
lentitud”, un poema muy hermoso de aires meditativos, alude a sus ventajas.
Parte de unas palabras de la escritora Andrea Köhler: “Lo que no estaba, con la
espera estaba”. Sí, porque, “Lo que no está empieza a ser / si se espera un
tiempo lentamente. / Solo hay que dejar que el silencio pose / su pausado
sedimento en el vacío”. Ver, pensar, escuchar…
“Aromas”
está dedicado a Sombra y es un
homenaje a su gato que, como todos los gatos, a los hechos me remito (más allá
de los dichosos vídeos de esos animalitos), tan poéticos resultan.
En
torno a una frase del añorado Zagajewski, Escribano compone “Epifanía”: “Apenas
es nada esta melodía / que reverbera invicta ante mis ojos”. El humilde milagro
del asombro.
En
“El aleteo” (de una mariposa) se aprecia bien la suntuosidad verbal de esta
poesía, el gusto por el paladeo de las palabras con las que se describe cuanto
sucede. “Un aleteo breve no cambia / ni el universo ni el destino, / ni
siquiera roza el mío. / Pero hace la jornada más hermosa. Corto con mis ojos /
un trozo de candente realidad”.
“La
perfección” aborda ese espinoso asunto. Bach o Hierro, pone como ejemplos,
desdicen a Musset: la perfección existe.
“Cántico”,
el de Hikari Ōe, procede de una confesión de su padre, Kenzaburō Ōe. El
misterio oriental, los pájaros.
“El
cuento” habla de una casa vacía que es tomada por animales.
“La
arcilla de los días”, la tercera parte, consta de once poemas. Se inicia con el
que da título al libro. “Lo peor de lo peor hoy es posible / y no tiene ni
amparo ni remedio”, leemos. “Cómo es posible cantar frente a la escarcha”.
“Habrá que intentar construir una balada / (…) / para no morir de tristeza en
este invierno”.
“La
mancha” se refiere al escritor Robert Walser, que murió solo, sin abrigo y boca
arriba en la nieve, y “La pena” a Virginia Wolf que también “camina bajo el
frío”. “Estoy segura de que estoy enloqueciendo”, anota en su diario. La poeta
dice: “La escritura es fibra frágil / para salvar al hombre del espanto”. Algo
que subraya su capacidad de compasión, una virtud muy presente en la obra humanista
de Escribano, y su decidida voluntad de cantar con palabras la belleza y el
dolor del mundo. Desde su humilde verdad.
“Éxodo”
da cuenta de nuestra realidad errante: “Seguimos la ruta del cometa”.
“Definiciones
de mar” expresa el insondable enigma de esa “fisura de agua donde caben todas
las blasfemias”. Donde a diario mueren nuestros niños en medio de una huida sin
remedio.
Emocionante
me ha parecido “La caída”. La de su padre, muerto. “Escribo sonámbula tu nombre
en este muro”. Ese hecho decisivo y terrible está también en el siguiente, “El
naufragio”. “No hay más amor que aquella infancia / que hoy ya no es mía sino
suya”. Y en el que le sigue: “Poder decir tu nombre”, con cita de Piedad
Bonnett. “Hay nombres que nos atan a la vida”, empieza. “Papá es, de entre ellos, quizá de los más grandes”. Vuelve a ese
asunto en “Ahogo”. Como en “El mar”, donde evoca la felicidad y la infancia y
concluye con una amarga pregunta: “¿Y ahora en qué manos sostendré yo mi vida?”
“Herida”,
por fin, vuelve a lo animal (tan humano a veces): un perro que intenta ayudar a
otro, malherido.
“La
banda sonora”, última parte del libro, consta de un solo poema: “El último
carmelita”. “Hoy no hay nadie que escoja / esta vida de paz y de armonía”.
Son
muchos los hombres y mujeres de distintas generaciones que conforman el mapa
lírico hispano del momento. Rico y plural, a mi modo de ver. De entre esas voces,
emerge, limpia y nítida, la de Asunción Escribano. Si aún no la ha escuchado,
este es un buen momento.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.