Como ya he contado alguna vez, descubrí hace unos años la poesía de Igor Barreto (San Fernando de Apure, 1952), que además es editor, traductor y profesor de la Universidad Central de
Venezuela, al leer su libro Annapurna. La montaña empírica (Fábulas de un funcionario). Gracias a la mediación de la escritora Marina
Gasparini. Después llegó su poesía reunida (de 1983 a 2013), que publicó
Pre-Textos en 2014 con el título El campo/El ascensor, y, hace cuatro años, en el
catálogo de Bartleby Editores, El muro de Madelshtam.
Este era un libro sin duda sorprendente que demostraba a las claras ante qué
poeta y qué poesía estamos. Sí, la de Barreto ha de ser considerada una de las
voces más importantes de la fértil poesía venezolana contemporánea, que es
tanto como decir una de las principales del panorama lírico hispanoamericano.
En una entrevista publicada en el
diario El País, al preguntarle Jorge Morla sobre el mejor regalo que había
recibido, el poeta respondió: “Una navaja cacha de nácar de marca Barrilito, y un gallo de combate que
llamé Lanchero”. Más
adelante añade: “Me gusta la fantasía haitiana
de un posible mundo gallináceo. Yo sería un gallo zambo de combate con el pecho
negro-sólido”.
Si
el salto cualitativo de su penúltimo libro era arriesgado, no digamos el doble
mortal que ha dado con La sombra del apostador. El gallo combatiente y su ritual
analfabeto, que publica Visor en colaboración con la Fundación para la Cultura Urbana. No es sólo que haga oídos
sordos a ese tumulto animalista radical que impera al calor de la doctrina de
lo políticamente correcto, es que su lenguaje y su poética, si cabe tal
distingo, apuestan por un modo de decir único y distinto, diferente del que
habitualmente, sobre todo en esta orilla atlántica, acostumbrados a identificar
con la poesía. El atrevimiento de Barreto no es, digámoslo pronto, ni adánico
ni temerario ni siquiera vanguardista, aunque la pelea de gallos sea “un ritual de la cultura analfabeta profunda”, sino calculado y riguroso.
El que se espera de alguien que ejerce, inspiración mediante, la maestría.
Las
pelas de aves es una práctica que, en efecto, está en el origen de este libro,
pero es mucho más que una obra sobre gallos. Estos son un motivo, pero el tema es otro:
el destino, la muerte…
Según
tengo entendido, siguen siendo legales en España. En Comunidades como Andalucía
y Canarias, aunque, por ejemplo, ni se puede apostar ni se permite la
asistencia a los combates a los menores de 16 años. Según Nius, en Venezuela, donde esta
tradición mueve miles y miles de dólares, hay más de 2.000 galleras registradas y el número de locales clandestinos
es incalculable.
Este “hermético ritual
de muerte” no es nuevo. “El imaginario de sus hazañas, tiene dos milenios y
viene de Indochina, India y Persia”, nos explica Barreto. A través de Grecia
llegaría a Europa. El Conde de Lautréamont y Baudelaire frecuentaron reñideros
de Montevideo y París.
Con lo conseguido con
sus primeras apuestas, editó Barreto poeta su primer libro.
Nada
de lo que se recoge aquí, que tanto tiene que ver con ese mundo, hubiera sido
posible si este hombre memorioso no defendiera como principio poético básico “Mirar
como el que escucha”. “He aprendido a mirar con ‘atención’; según Simone Weil,
es la forma moderna de la fe”, confiesa. Y “Las imágenes de este mundo se
despliegan en mi mente como un atlas cambiante, suscitando relaciones y
pensamientos”. Lo dice, como lo relatado más arriba, en “Algunas palabras”, a
modo de prólogo.
Su
mirada (y lo escuchado) arman este artefacto, más natural que forzado, con
ráfagas expresionistas y barrocas, donde se evoca un ámbito extraño para
muchos, al menos hasta que, como en mi caso, se leen estas páginas. Una suerte
de microcosmos que participa a la vez de la violencia que esa afición soporta y de la fragilidad y hasta de la
delicadeza con la que Barreto es capaz de rememorarlo. De los gallos y de los
hombres, matizo. Esa es la gran metáfora. “La mirada humana / convierte al
hombre en ave, / y al gallo / lo pone a pensar / igual que tú”, leemos. Y:
“―Ciertamente (responde Kabir) para mí, el gallo quiere ser hombre / y el
hombre quiere ser gallo”. “Ese momento donde el hombre y el gallo / se miran a
los ojos: / y uno quiere ser el otro”.
La obra empieza con
un extenso poema (que va de la página 17 a la 44) que por sí mismo justifica el
libro: “Al inframundo por un gallo blanco”, que, como es obvio, se abre con una
cita de la Comedia de Dante. Del
escaparate al laberinto. Otro descenso a los infiernos. Y ahí, como en el resto
del volumen, constantes guiños metapoéticos: el gallo, el hombre, la poesía. “La
poesía revive circunstancias muertas”. “Emociones y conmociones”, no la verdad.
Más allá de “la confitería del poema”. “Sin rebabas líricas”.
“La sombra del
apostador” es el título de la segunda parte y del libro, la nuclear.
En “Academicismos”,
el primer poema de la serie, dice: “un gallo / es un héroe crepuscular y una
bestia heráldica / que va de la vida a la muerte con demasiada premura /
incitando el deseo por contar historias”. Y eso hace Barreto. Estamos ante una
novela muy entretenida llena de personajes inquietantes y de anécdotas, relatos
y fábulas que superan el concepto de realismo mágico. Es cierto que se nos
puede aparecer Rulfo o darnos de bruces con algún fantasma, si no con el
mismísimo diablo (seguramente cojuelo). Y todo “para que sepas y no se olvide”.
¿No podemos
denominar cuentos a los poemas “Míster Stapleton”, “El Chévere de Upata”, “El
Boca Abierta”, “El bar La Sirena” (que juzgo una pequeña obra maestra), etc.?
Ciegos, maniquíes,
patrones de gallerías, como Roger Bortone, al que dedica una hermosa elegía. El
patrón le dijo: “Yo soy un hombre roto”, y: “El mundo es del habilidoso”.
Y la muerte, que
siempre planea sobre estos versos. “El Gallo Combatiente es una llama. / Eso
explica su arrojo ante la muerte”. “Pelea contra su propia alma”: “―En la arena
combatimos contra el alma de nosotros mismos”.
Las referencias
españolas abundan. Al fin y al cabo fueron gallos andaluces los primeros en
llegar a Venezuela. De galleras de Chipiona, Sanlúcar o Jerez (léase “Milagro
en el sur de España”). “El Gallo de Combate / es un animal letalmente
explícito”. “Más que un toro de lidia”, añade, lo que nos permite, para
disgusto de algunos, comparar este rito con el de la tauromaquia.
En “Anotaciones”
señala que “la pelea de gallos es una gestación”.
Que “los gallos son magos”, “la sombra del apostador”. De pronto, casi un
haiku: “Bajo las moreras, sentí luto / por el gallo que había muerto”. El
poema, como el gallo, es “un destello”.
Volviendo a lo
metapoético, “La poesía es el gallo que canta en lo alto del templo. La prosa
es la aceptación de que los objetos y las circunstancias dominan nuestro
destino”. “―El hombre es simple prosa porque nada le gusta más que recordar”. “El
poeta y el gallo –matiza– son maestros
del eco, / una distancia que permite / cierta potencia poética”. En
“Sueño”, una recomendación de Benjamín Cordero, afectado por la lepra: “―Te
aconsejo que cuando escribas un poema / lo hagas con espíritu in-mundo. / Así
debe ser, lo más sucio del mundo que puedas”.
En “Apuestas”
calibramos el ambiente de una gallera. Y en “Vida de jugador”. Con qué
habilidad lingüística consigue describir las atmósferas, los lugares, las
personas… Entre otras cosas, este libro no deja de ser un tratado de
antropología. Sus imágenes son tan precisas y poderosas que por momentos uno
cree estar viendo una película. Sí, estos poemas, además de oírse, se ven.
En “Narendra” y “Limerick”,
la India (Bombay, Benarés). En “Poema”, Japón. En “Mundo gallináceo (IV)”,
gallos armenios, “aves perturbadas” por el sufrimiento que “les infligieron los
turcos”.
El gallo es un “ave
pavesiana”. Noble. Un solitario. “No hay un ser con mayor entusiasmo que el
gallo”, dijo Thoreau. Y Barreto, contra la adversidad, precisa: “Los he visto
cantar y cantar, muy heridos, al final de los combates”.
En “La muerte de
Juan Sánchez Peláez”, “―El poema lo tengo aquí, en garganta”, le dice el poeta
a su esposa en el lecho de muerte.
No falta nunca el
humor, como en “Poema de Navidad” (con una familia comunista sentada a la mesa).
Ni la ironía, como en “La cola del pan”, donde “el país resiste en el límite /
de una frontera viviente”. No es la única referencia a la situación política de
Venezuela. “Mundo gallináceo (II)” está dedicado a la memoria de un diputado
“asesinado por agentes de la inteligencia cubana en el edificio del SEBIN”. “La
muerte fue el maestro / que vino de La Habana”.
En el poema “La
navaja” (recuérdese la entrevista con Morla) alude a una con “la cacha de
nácar” (“para mí el oro del mar”) que no pudo conseguir porque no tenía precio,
una de las muchas lecciones morales del libro.
En “Dos gallos” (que
son Sócrates y Jesús), convoca a Steiner, que utilizó esa expresión.
Como los poemas,
“Los gallos son bellos de una manera inexplicable”.
Al Dasein (ser-ahí o estar
haciendo algo ahí, una noción filosófica usada por varios filósofos alemanes, como Hegel, Jaspers y, sobre
todo, Heidegger para indicar el ámbito
en que se produce la apertura de la persona hacia el Ser, como explica la
Wikipedia) le dedica un hondo poema: “Ya no hay Dasein”.
En “Ladrón de gallos”, la evidencia: “No
es pecado robar el deseo de otro”. Y en “La belleza del Gallo de Combate”, la
paradoja: “¿Cómo un ave que se entrega a un ritual de muerte puede ser bella?”
Siguen dos poemas memorables: “Consejos a
la hora de fotografiar a un Gallo de Combate” y “Brevísimo tratado de pintura
del Gallo de Combate”.
“Por aquel entonces –leemos– el gallo era
el personaje de una vida provinciana y feliz”. Su lema: “Matar muriendo”.
“Mi deseo” es un poema griego que abrocha perfectamente la
parte central del libro.
Sólo queda la última, “Infarto en
Princeton”, con otro par de poemas a la altura de un libro que, según Gina
Saraceni “traza una genealogía errática
de las peleas de gallos” y habla “de la vida, la belleza, la codicia, el
desafío, la nobleza y otras posibles vinculaciones entre el hombre y el animal”. Me refiero a un monólogo dramático, “Princeton”, que
protagoniza el Dr. Morley Andrews Jully (Jefe del Departamento de Avicultura de
esa universidad norteamericana), e “Infarto”, otro intrigante relato en verso
digno del saber hacer de este inmenso poeta.
Quién dijo que la poesía era pájaro de
juventud. ¡Qué libro!
La sombra del apostador. El gallo combatiente y su ritual analfabeto
Igor Barreto
Madrid, Visor, 2021. 188 páginas. 14,00 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.