16.11.21

Las abejas de lo invisible

Al azar o a la casualidad solemos atribuir que un escritor de ritmos lentos (como casi todos los que de verdad lo son) nos ofrezca en poco tiempo varias publicaciones. Es el caso del gijonés afincado en Madrid Jordi Doce. Después de
La vida en suspenso. Diario del confinamiento (marzo-mayo 2020), que apareció en el selecto catálogo de Fórcola a principios del verano de 2020, y además de diversos prólogos y epílogos, ha dado a la imprenta estos últimos meses: Inminente y ajeno (El Lotófago. Galería Luis Burgos), con poemas suyos que dialogan con excelentes fotografías de José R. Cuervo-Arango; Monte bajo. Poemas 2021-1990 (Solazul Ediciones), breve antología inversa editada en la uruguaya colección Postal de Poesía con prólogo de Diego Techeira; Esta mano, con sus versos y las imágenes de Mela Ferrer (Del Centro Editores, Colección Tríptico, tirada artesanal de 100 ejemplares numerados y firmados por ambos autores); y Dos tiempos, carpeta de Ediciones Denis Long con un grabado y un par de poemas del autor de No estábamos allí.
Ya que lo menciono, Pre-Textos, que publicó su último libro de poemas, es precisamente el sello de esta nueva entrega que reseñamos, Todo esto será tuyo, con una sugerente imagen de Segimón Vilarasau en la cubierta; un libro que lleva como humilde subtítulo: (Cuaderno de notas 2014-2019).
Los lectores de Doce recuerdan que este corredor de fondo ya ensayó esta distancia, digamos, en Hormigas blancas. Notas, 1992-200(Bartleby, 2005) y Perros en la playa (La Oficina, 2011, con dibujos de Javier Pagola). Diez años después, selecciona y reúne nuevas anotaciones y apuntes de sus cuadernos y archivos de Word. Todos los textos son anteriores a la maldita pandemia, aunque incluye tres fragmentos de 2020 (a modo de posdata) que miran al futuro (más indescifrable que nunca), como el mismo título del volumen.
El libro, por decirlo de forma didáctica, agrupa tres clases de textos que no dejan de ser variantes –ensayística, aforística y narrativa– de un mismo tono. Pero como si algo distingue en el panorama literario patrio la obra de Jordi Doce es su genuina individualidad, esto es, el carácter único y personal que aplica a su escritura con independencia del género con el que experimente, al final nada es lo que a priori parece. Un libro de diarios más, quiero decir.
Sheffield, ciudad donde pasó unos años juveniles decisivos en su vida, Praga y el Poema de la duración de Handke dan forma a la primera anotación, que marca ese tono inimitable al que me refería. Un tono donde la anécdota personal se une con admirable naturalidad a lo reflexivo mediante un ejercicio, ante todo, de inteligencia. O de lucidez, si se prefiere. Y esa mirada lúcida, tamizada siempre por su condición de lector, que se abre paso en medio del caos y de la dispersión, dota al conjunto de una intensidad y un misterio que se acerca irremediablemente a la poesía, siempre al fondo de cuanto sale de las manos de Doce, que en esta entrega, a diferencia de lo que ocurría en Perros en la playa, haya dejado fuera los poemas. Lo dice él mismo: “La poesía como una segunda naturaleza que asoma cuando menos se la espera; o más bien, porque no se la espera”.
Sorprende esa capacidad para saltar de la literatura a la vida, porque “ese hacer de la vida es, en realidad, un hacerse a uno mismo, un ir al mundo para que el mundo entre en nosotros”. De ahí su gusto por “la mezcla, la impureza”.
A lo largo del libro, que es más bien breve, con voluntad de concisión, se van dosificando los fragmentos en torno, ya explicaba, a asuntos relacionados con su vida diaria, así como con lecturas y asuntos literarios.
Cada poco, eso sí, nos ofrece una serie de aforismos que distan de ser los que pasan por tales en no pocos libros que se publican al amor de esa moda. “Jamás he tenido la impresión de escribir aforismos, ni mucho menos de ser eso que ahora se llama aforista”, leemos en la página 127. Es “el imán de una brevedad que parecía condensar o concentrar recorridos más amplios” lo que atrajo de siempre y por lo que necesita plasmar en palabras esos “párrafos sueltos y arropados por grandes espacios en blanco”. Una atracción, precisa, “más visual que conceptual”.
¿Un botón?: “Cuando el aforismo es un alfiler que inventa su mariposa”.
(A veces, se cuela entre ellos la cita de algún autor que ha hecho suya.)
Por su naturaleza, de lo más grave y hondo a lo más irónico y hasta humorístico, siempre certeros y sucintos, ayudan al lector a franquear entradas de mayor densidad. Sucede lo mismo con esos apuntes sobre las tareas domésticas o los paseos con la perra Layla en los que la casa (más que cuatro paredes: Marta, Paula) y la calle (con gente o vacía) cobran protagonismo.
Doce es un flâneur que pasea por su barrio de Madrid (mucho menos por su Muro natal), la Casa de Campo o el Parque del Oeste y que de esas caminatas (“caminar, escribir”) es capaz de extraer una original teoría sobre “el tipo de escritura que más me atrae ahora” (léanse las páginas 101 y 102). No es casualidad que antes haya comparado al paseante baudeleriano con el ensayista.
En sus cavilaciones paseísticas da importancia a lo meteorológico y, en concreto, a un fenómeno que por fuerza ha de echar de menos alguien que se ha criado a orillas del Cantábrico: la lluvia.
Si nos centramos en lo que este cuaderno de notas tiene de diario, señalaría, por ejemplo, las piezas que dedica a la infancia, a la figura paterna o los largos trayectos en coche en Navidad hasta Le Havre, en la costa francesa de Normandía, y a Barcelona en verano que le dio para inventar el juego privado “de las matrículas”, “una prefiguración de la poesía, el germen de esa necesidad compulsiva de acotar –palabra mediante– espacios de sentido, celdas verbales capaces de mitigar y esclarecer el barullo de fuera”.
Por su mordiente, inusual en un hombre educado y tolerante como Doce que mantiene sus emociones negativas (la rabia, el odio, el desdén, etc.) “en la banda, en la grada”, “vigilando el acceso” desde fuera de la escritura; por su mordiente, decía, llaman la atención las líneas referidas a amigos y colegas (bajo una X, lo que complica la identificación pero salva la enseñanza pretendida) y a las consiguientes decepciones y sinsabores que, en un inevitable “umbral crítico”, suelen acarrear las relaciones sociales en el artificial mundillo literario, por poco que se le frecuente.
En este sentido, muy significativo me parece el retrato que hace de uno de nuestros críticos más conocidos (El crítico, lo titula), al que resulta sencillo identificar.
La imaginación (esa gran olvidada a la que nadie mienta), “lo real” (página 38), la creación (y su envés: esa actividad “paradójicamente agotadora” que consiste en “no escribir”, en la que el escritor gasta “la mayor parte de sus fuerzas”) y los sueños son también materia de análisis. Como la música (“No soy músico, por desgracia”). La de Casandra Wilson, Brian Eno o Paddy McAloon, pongo por caso.
El “Paréntesis de Miami”, fruto de un viaje a esa ciudad norteamericana invitado por el poeta cubano Orlando González Esteva y Mara, su mujer, es uno de los pasajes más deliciosos del libro. Un libro en sí mismo. Una pequeña novela, siquiera sea por el relato de los orígenes de la casa narrado por una descendiente de sus primeros constructores.
Me han interesado especialmente las páginas que dedica a la meditación sobre la poesía, ya sea propia o ajena. Sobre poética, sí (lo que le hace muy útil de cara a quienes frecuentan sus poesía), y sobre el trabajo literario en general: la edición, la traducción (“Ahora sé que traduzco poemas ajenos para expiar la presunción de escribir –y publicar– los míos propios. Que traduzco, en resumen, para hacerme perdonar que escribo”), las clases… Ocupaciones, ya se sabe, que cultiva profesionalmente. Y sobre el libro y la lectura: “un poner los oídos a trabajar, un envolver con nuestra atención el libro y frotarlo con los tentáculos de la expectativa, de la curiosidad”.
“No sé si me estoy explicando” es, nos cuenta, una de las frases que más repite delante de sus alumnos en los talleres. La duda, prueba de salud intelectual, es una inseparable compañera de viaje de Doce, algo que le impide al lector asistir con pasividad al acto de la lectura y que le convierte en partícipe de aquello que lee. No en vano la entiende como “diálogo”: “La lectura nos permite identificarnos con lo que leemos sin dejar de ser quienes somos; es un desdoblamiento, un diálogo con ese reflejo de nosotros mismos que aparece al leer”.
En un momento dado escribe: “Me gusta mucho la idea del ensayo como una escritura que nace, en primera instancia, de la impotencia, de la debilidad”. Cree que, “como género”, “nos obliga a recomenzar una y otra vez, todo el tiempo, pues sabe muy bien que sólo por tanteo, por aproximación, podemos aspirar a explicarnos”. Y ensayos son en rigor el texto acerca de los insectos o sobre del El tapiz de Malacia de Aldiss. Éste incluye un poema que a Doce le llegó al alma en su adolescencia y que un tal Figueroa más que traducir se inventó pues, como ha sabido aquel aprendiz de poeta después, sólo contenía un verso verdadero.
Mención aparte merece el concebido sobre los poemas «top-down» y «bottom-up», que no dudo en calificar, por su agudeza, de antológico.
No son desdeñables, sino todo lo contrario, los que se levantan sobre personajes tan diversos como Obama (que es capaz de comentar con solvencia a Eliot; vamos, como cualquier presidente o político de los nuestros), sus admirados Elias Canetti o Anne Carson, y sobre Peter Redgrove, Ted Hughes, Octavio Paz o Seamus Heaney.
Se sintetiza bien el propósito de este libro (y acaso de cualquiera) en la lírica nota editorial de la sobrecubierta: “«Somos las abejas de lo invisible», escribió Rilke al final de su vida. Y a este libar «desesperadamente la miel de lo visible» para alimentar la gran colmena de la imaginación se dedica el poeta en cuerpo y espíritu, en un ejercicio de diálogo con el mundo que va revelando sus formas, colores y relieves, abriendo con los sentidos un espacio para la conciencia”.
Termino. A pesar de que “Nunca seremos un libro abierto para nadie, y menos para nosotros mismos”, después de leer Todo esto será tuyo está uno cerca de pensar lo contrario. Por lo que tiene, visto desde fuera, de benéfica labor introspectiva para su autor y por lo mucho que aporta al lector que se interna con el debido fervor entre sus enjundiosas páginas.
 
 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.