Fundó las revistas Sub
Rosa y La ronda de noche y
dirigió la galería de arte Casa sin Fin y la editorial Periférica (junto a Paca
Flores), Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural y al Fomento de la
Lectura en Extremadura. Tanto la galería (antes hubo otras) como la editorial
tuvieron desde el principio su sede en Cáceres.
Fue autor del libro de poemas Nevada; de los de relatos Mujeres,
manzanas, Santos que yo te pinte y Tríptico; así como de las novelas Tiempo de invierno, Lo improbable, La sombra y la
penumbra y Ninguna necesidad, las
tres últimas reunidas en el volumen Novelas
(2001-2015). También de un ciclo autobiográfico compuesto por Unas vacaciones baratas en la miseria de los
demás y Cultivos.
Además de los mencionados, a título particular, obtuvo los
premios Cáceres de Novela Corta, Nuevo Talento Fnac y el Ojo Crítico de
Narrativa (RNE).
Antes de su prematura muerte, los lectores de Rodríguez
llevábamos años esperando un nuevo libro. Sus tareas como editor, profesor invitado
en el Máster de Edición de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y galerista
(también las relacionadas con la tipografía, como la monumental carta
de vinos de Atrio, restaurante cacereño al que dedicó también un libro)
acapararon su atención hasta el punto de impedir que ese deseo se hiciera
realidad. Por eso sorprendió tanto, y para bien, que en su muro del mundanal
Facebook (otra rareza) publicara a lo largo de 2018 y 2019 un diario que
todavía se puede visitar. Esas anotaciones (no todas, hay otro diario, digamos,
extremeño), que como bien dice su editor, Martín López-Vega, tienen “evidente
vocación literaria”, se publican ahora en forma de libro –el que,
hipotéticamente, JR concibió– dentro de la colección La Gaveta, diseñada por él
para la Editora Regional de Extremadura cuando la dirigía su amigo y mentor
Fernando T. Pérez González.
Diario de un editor con perro, como
objeto, es precioso y doy por hecho que detrás de su humilde y elegante belleza
formal está la mano de otro amigo, su socio Juan Luis López Espada, digno
heredero de su savoir faire. En la
cubierta, sobre un vistoso fondo rojo, un retrato de Zama, su perra, que “de
espaldas, espera su comida”, como se indica debajo con la inconfundible letra
de su autor, JR.
Zama y él son los protagonistas de este diario que llegó a
nombrar en vida y lleva como subtítulo “La casa de las montañas”. En efecto,
ese era el lugar donde se escribió, una cabaña con regusto literario (nórdico o
centroeuropeo, norteamericano incluso) situada “en uno de los lados segovianos (alto y pobre) de la Sierra de
Guadarrama, a sólo una hora y media de coche de Madrid por la carretera de
Burgos… pero en realidad ya en otro mundo. De viernes (a las doce de la mañana)
a lunes (a las nueve de la mañana) ahí se refugia uno”, como le contó a Enrique
Bueres en FB.
Cerca de la Casa de los Mastines, los Prados Altos y el
Valle Oculto.
La primera entrada es del 4 de enero de 2018 y la última del
27 de junio de 2019, dos días antes de morir de pronto precisamente allí.
Su estancia serrana es posterior a los serios problemas de
salud que se le presentaron unos años antes; sin embargo, la enfermedad no
aparece en las páginas de este cuaderno donde sólo una vez se menciona la
palabra hospital (en plural, para ser exactos: pág. 139). Nada (o casi) hace
sospechar al lector esa íntima circunstancia. Acaso esa manta de coche con la
que se cubre las piernas, dentro o fuera, que da al personaje un aire convaleciente.
“Hemos vuelto, aquí estamos. Una propina, como dice el verso”.
¿De qué se habla en Diario de un editor con
perro? En lo sustancial, de lo que a JR le interesaba. Si algo queda
claro al leerlo es que, como en ningún otro libro suyo, estas palabras nos
permite acercarnos con llaneza al hombre que fue, con independencia de que lo
conociéramos en persona o no.
Habla de la casa, ante todo. Y del jardín, con su pozo y su
banco, el arriate, el balconcillo, la leñera… Una casa donde “no hay
televisión, no hay wifi; sólo piedra, mucha piedra, y madera, mucha madera. De
sabina (con su olor tan especial), de roble. Libros y libros ocupan estanterías
y rincones”.
Una casa solitaria (no menciona en ella a nadie que no sea
Zama o él, salvo el equipo de
Periférica u operarios de paso, y apenas da cuenta de algunos vecinos o de su
paso por la tienda o la carnicería del pueblo) y silenciosa (delante pasa una
calleja poco frecuentada) donde casi siempre suena, no obstante, la música.
Clásica principalmente. Los lieder de
Mahler y Schuber, pongo por caso, o Bach, sin que por ello falten canciones de
Dominique A.
Una casa con chimenea y con fuego a la que va para vivir “el
silencio y los minutos largos”.”El tiempo –escribe– era de otra época, no había
urgencia alguna”.
Allí, las tareas domésticas. Como la cocina. A veces deja
caer alguna receta (no en vano tuvo un restaurante). Sencillas, de platos
tradicionales (lo mismo te prepara un arroz, una sopa, unas migas o una
menestra que te fríe unos churros) y de aprovechamiento, aprendidos de sus
abuelas y de su madre, la que le cose los manteles. (Por cierto, qué alegría
habrá sentido al tener este libro de su querido hijo ante los ojos, entre las
manos.) “En el calor y la intimidad de la casa –leemos– el tiempo no es de este
tiempo, sino de aquel otro en el que me enseñaron a cocinar las mujeres”.
Nunca falta en su dieta el té blanco ni la mantequilla de
Soria (dulce o salada) ni una hogaza de pan asentado.
Lo último a lo que alude en su postrera anotación es a un pisto.
Para alguien que pasó su infancia en Las Hurdes (su hermano
Javier nació dos años después que él en Nuñomoral), el campo y sus labores no
tiene misterios. Por eso sus descripciones son tan precisas. Conoce el nombre
de las plantas, los árboles, los pájaros, los utensilios…
Cuando pasea con Zama (lo que hace con asiduidad), encuentra
zorros, cuervos, lobos, corzos, buitres… Paseos por caminos que tienen algo de
“túnel del tiempo”. Como ese que “me lleva siempre hasta otros caminos verdes
(de la infancia y de Las Hurdes)”.
Otra presencia casi constante es la de la nieve, que tanto
le gusta a Zama. Y a él, feliz niño grande.
En esta edición se han perdido, claro está, las fotografías
que acompañaban en Facebook a los textos y donde se podía apreciar esa pasión
de la perra por esa agua helada. “Huele a Norte”, dice en una ocasión. Y: “Los
aromas de invierno son para mí, disculpad, como un viaje en el tiempo”. La
meteorología, en fin, es una variable reiterada.
Quienes conocen la vida y la obra de JR saben que era un
gran lector. Se constata en estas líneas. Era una pasión inocultable. Distingue
entre leer y estudiar. A ambos quehaceres dedica, como es lógico, no pocas
horas en ese “refugio” (pág. 121). En el segundo caso, analiza las obras de
pintores y dibujantes, que, como en el caso de los escritores, nos descubre con
un tino que refuerza su faceta crítica, poco explotada por él, aunque en sus
entradas de Facebook abunden esas lúcidas observaciones.
Otras veces lee y corrige galeradas de los libros que edita.
Aunque sólo publicó un libro de poemas (su ópera prima: Nevada), la poesía no le abandonó nunca.
Ni en su escritura ni en sus lecturas. Por eso cita con frecuencia versos y
poetas: Bonnefoy, Auden, Borges, Dickinson, Berger, Brönte, Yeats, Rich,
Pacheco, William Carlos Williams…
Porque hablamos de un libro y de literatura, no podemos
olvidar que si por algo se caracterizan estos diarios en las secretas
postrimerías es por su estilo. Su tono es, comparado con el resto de su obra,
el más sencillo y claro. No, no era JR un escritor al uso. Sus libros eran
complejos y exigían complicidad por parte del lector, lo que suele pasar con
todos los autores que merecen la pena. Aquí, con todo, su escritura es luminosa,
antirretórica, cercana, evocadora y, en consecuencia, la lectura torna
transparente. Verdad y belleza que seducen por su genuina naturalidad.
Diario de un editor con
perro
Julián Rodríguez
Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2021. 176 páginas. 11 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.