22.2.22

Tomás Sánchez Santiago, articulista

Hace unos meses quedé en el bar Español de la Plaza Mayor de Plasencia con Héctor Escobar, entre otras cosas (aquí vino como músico), editor de Eolas y director de la colección “narraciones de un náufrago”. Traía bajo el brazo un precioso tesoro en forma de libro; este,  Cerezas en el escondite. Textos periodísticos 2011–2020, del que es autor el zamorano residente en León Tomás Sánchez Santiago. 
Lo primero que llamó mi atención, como es lógico, fue su cubierta: la fotografía “Girasoles para Sonia”, de Encarna Mozas, a quien dedica, por cierto, uno de los textos que componen la obra. 
El subtítulo puede dar lugar a equívocos. Para el lector desavisado, lo de “periodísticos” acaso mengue la categoría de estos textos que superan con creces los estándares de lo que se publica en los periódicos, más en estos ruidosos y apresurados tiempos. Estamos, sí, ante artefactos literarios y, en consecuencia, ante artículos serenos y reflexivos escritos con voluntad de estilo. Se suele repetir, y con razón, que a un poeta de fuste se le reconoce por su prosa. La de TSS, novelista y autor de libros de diarios y otras heterodoxias narrativas (en estas mismas páginas publica sus “Cuadernos pálidos”), es poderosa e inconfundible, propia de alguien que sabe que el lenguaje es la clave. Poco importa si lo que tiene delante es un poema o unas páginas para un periódico. 
En el “Aviso inicial” nos recuerda que desde febrero de 2011 hasta mayo de 2020 colaboró en «La sombra del ciprés», el suplemento cultural del diario El Norte de Castilla, por expreso deseo de Angélica Tanarro, la jefa de sección de cultura de esa prestigiosa cabecera.
Esos “nueve años algo largos” dieron para mucho. Con “libertad total”, remarca, fue sacando adelante estos artículos que ahora reúne en forma de libro, “prueba irrebatible de que al final todas las palabras salen al aire”, dice él. 
Relaciona su título (muy hermoso, por cierto) con la alegría, “único pariente de la felicidad que me es creíble”. Y con la metáfora del “escondite”, una suerte de refugio donde resistir los embates de la intemperie. “Buscaba yo cobijarme —y cobijar esta escritura— bajo una imagen que evocase algo parecido a la alegría, único pariente de la felicidad que me es creíble. Imaginaba eso: ir guardando cerezas sigilosamente en un escondrijo como quien preserva de las inclemencias del mundo un pequeño botín, infantil y secreto. En realidad, la propia aventura que me supuso escribir cada uno de estos textos fue eso para mí: llevar a un escondite el lujo rojo y frutal de unas cerezas brillantes. ¿Qué otra cosa es querer compartir en voz baja ocurrencias y propuestas con esa tribu invisible de lectores que se atreven a entrar, entre crujidos de ramas apartadas, en el bosque disimulado de un suplemento cultural? O sea, en un escondite”.
Lo aclara en la primera entrega: “el gran escondite es el lenguaje”. Y matiza: “ciertas maneras de tratar con el lenguaje”. Y sigue: “El poeta pide tan solo que le dejan ese escondite para enterrar y desenterrar de cuando en cuando unas cuantas palabras (...) Es una conducta solitaria y clandestina. Y sin certeza ninguna”. 
No sólo de la poesía, esencial en su vida y en su obra, habla TSS. También de otro asunto íntimamente relacionado con ella: la lectura, de la que es inseparable. Y ahí, su club de lectura, ese microcosmos formado por seres misteriosos que cada martes conversan sobre un libro. En “La hora del lector” concreta más y allí alude a “la concentración, la reflexión sostenida, la paciencia, el silencio o el lenguaje interior del pensamiento”, elementos propios de esa “actividad extravagante, casi una religión” y tan lejanos de lo que es norma en nuestra sociedad tecnológica y sus “estímulos electrónicos” (aunque sea en forma de libro). Evoca, en fin, la apasionante lectura de la adolescencia y los veranos, en el corral de casa. 
Habla también de los escritores, ya que los mencionamos, como el triste Sábato, los delicados José Antonio Abella (editor de Isla del Náufrago) y Gaspar Moisés Gómez (apenas una sombra), su amigo del alma Ángel Campos Pámpano (qué precioso y emocionante análisis de su poesía hace en “Cercano a lo que importa”), el feroz Luis Cernuda, el esquinado Cristóbal Serra, el añorado Luis Javier Moreno, el deambulante Aníbal Núñez, el sombrío Verne, el rescatado Aldecoa o el músico-poeta Leonard Cohen y su “voz de brea”. 
Y de los graffitis; de las “ciudades interiores”: su natal Zamora, la de la calle Feria (la suya, la de Joaquín Lorenzo) y sus pequeñas tiendas de barrio, o León; de la fotografía y el “mucho mirar”; del lenguaje “estreñido” de los emoticonos, que uno se ha esforzado en no usar; de la pintura de Antonio López, Zacarías González o José María Mezquita; de la voz, que define nuestra personalidad como pocos atributos; del enfoque moral de estirpe camusiana (así, en “La vida pública”), el de “Para ser, es preciso hacer”; de la madre temerosa perdida entre las nieblas de la ancianidad; del robo de libros, un divertido relato cuyo protagonista es “Doce Dedos”;  de la mesa de trabajo y el estilo (páginas 141 y 142); de las antologías, que aparecen en “Perdulario” y son retratadas con ironía en “Necesidad de subir al origen”; de la teoría del bostezo, donde el humor, tan presente en la prosa de TSS, brilla con candor, como en el hilarante “Los cierto y lo posible”; del “yo fermentado” y el abuso de los retratos; de las solapas y sus patéticos engaños, “porque el territorio de cualquier libro es la intemperie”; de la sequía; de los oficios, como el de jardinero (“El jardinero de los hombres es el escritor”); del mercado de abastos; de Cosme, el de las afueras; de la “palabra del año” y el peso del pensamiento; de las cosas (“Las cosas, las cosas...”), esa obsesión que analiza en “Objetos al acecho”; etc.
Y todo queda dicho, y bien dicho, desde “el claro nombrar”. Deja “a los nombres cerca de las cosas”, sin miedo, porque “el poeta verdadero trata de dar un significado a la experiencia”. Porque “la poesía busca el verdadero estar del hombre en la tierra –escribió Sophia de Mello– y por eso «donde la poesía no esté nada real puede ser fundado»”.
En una entrada reciente del diario antes citado leemos: “Cuidado con la arrogancia de los adjetivos. A veces, su estatura tapa todo lo que viene detrás, como cuando en el cine te tocaba justo delante un hombre demasiado alto o una mujer de peinado estrepitoso de chimenea y te impedían ver en toda su amplitud la película. También hay que procurar la discreción en las palabras. Recuerdo haber leído al gran Antonio Pereira (ese autor que cultivaba en sus relatos «un erotismo diocesano», al decir de Gamoneda) que entre dos palabras había que elegir siempre la más clara; y en caso de duda u ofuscación, la menos prestigiosa. Debería aplicármelo”. Creo que ya lo hace. Informa del tono de su escritura.
El suyo es, sin duda, un “oficio de paciencia”, como dijo Eugénio de Andrade, al que cita en varias ocasiones, como a Juan Ramón, otro de sus referentes. Seres que parecen tener las palabras adecuadas para cada situación. Léase “Batido de voces”. 
Cierra el volumen un artículo que lo abrocha perfectamente. “Lo que habrían dicho ellos” se titula. Se pregunta TSS lo que algunos amigos muy queridos  habrían decidido ante tal o cual situación sobrevenida. Me refiero a Rafael Chirbes, Aníbal Núñez, Ángel Campos Pámpano, José Manuel Diego, Luis Javier Moreno y Tomás Salvador González. Arden las pérdidas, como diría otro de sus maestros. 
Ha sido una estupenda idea la de agrupar estos textos periodísticos en un libro. Se ve a las claras que cuanto escribe Tomás Sánchez Santiago, poco importa el formato, está dotado de la gracia de la literatura. Por eso ha de salir de su escondite.

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO

18.2.22

M. A. Pérez López en el Aula

La semana que viene visita el Aula de Literatura "José Antonio Gabriel y Galán" de Plasencia la poeta salmantina María Ángeles Pérez López. 
La lectura-conferencia abierta al público en general tendrá lugar el martes 22 de febrero a las 20:00 horas en la Sala Verdugo y al día siguiente, miércoles 23 de febrero, alrededor de las 12:30 horas, la autora visitará el IES Virgen del Puerto, donde llevará a cabo un encuentro con alumnos que será retransmitido por videoconferencia al resto de institutos de la ciudad.

María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) es poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca. Ha obtenido varios premios literarios. En 2005 Alcancía editó en Plasencia una de sus primeras antologías, Libro del arrebato. Otras antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey, Bogotá y Lima. También ha sido publicada de modo bilingüe en Italia y Portugal. Acaba de ser editado en Brasil de modo bilingüe su libro Carnalidad del frío /Carnalidade do Frio (2021). Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, hija adoptiva de Fontiveros y miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros, el pueblo natal de San Juan de la Cruz. Ha sido jurado de numerosos premios literarios, siendo el más destacado el Premio Cervantes.

17.2.22

De Guerrero Tenorio

Toda la violencia
Abraham Guerrero Tenorio
Rialp, Madrid, 2021. 70 páginas. 10 €
 
Hasta conseguir el veterano premio Adonais, Guerrero Tenorio (Arcos de la Frontera, 1987) era autor de un solo libro: Los días perros.
Este se abre con una cita de Johan Galtung y las violencias “invisibles”. Cada una de sus partes agrupa poemas relacionados con un mismo asunto: la familia, el amor, la muerte, la escritura y el capitalismo.
Realista por naturaleza, hijo de una generación en crisis permanente, para contar lo que le sucede adopta un lenguaje conversacional y prosaico que no por eso deja de ser poesía ni le impide, al pensar en la violencia, compararla con un cuadro de Caravaggio.
El padre y el barro, la abuela y “su respingo desconfiado”, el abuelo y el oxígeno, la madre “refugiada en casa” con su “reguero de angustias” delimitan la atmósfera, algo sórdida, de este libro emotivo. Allí, mujeres cansadas, zapatillas solitarias y sucias, suicidas, chicos de plaza de barrio que cecean, aprenden idiomas, viajan y quieren ser funcionarios.
Escribir “es esperar / la quimera de un premio”. La poesía, como meter la mano en la boca de un tigre. “Algo que me proteja” del miedo, la noche y la muerte. Y “si he de morir que ocurra en Treme”. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

15.2.22

'Briggflatts', de Basil Bunting

 La vida del poeta Basil Bunting (Scotswood, 1900-Hexham, 1985) daría para una novela (o para una película, tanto da). Nacido en una familia acomodada de Northumbria, fue, como cuáquero, objetor de conciencia en la Gran Guerra y acabó en la cárcel. Cosas del destino, algunos viajes vanguardistas después por los cafés de media Europa y por los bares de Norteamérica, donde conoció a la flor y nata de la poesía del momento, acabó alistándose en la RAF y, luego, en el servicio secreto británico, lo que le llevó a Persia y Egipto. El objetor dio en héroe de guerra. Después, ejerció el espionaje (hasta que le pillaron) y el periodismo, que fue su precario oficio hasta el final. Antes, se casó dos veces: con una norteamericana de familia adinerada a la que había conocido en Venecia, y con la que tuvo tres hijos, y la segunda con una adolescente de 14 años de origen kurdo-armenio de la que se divorció años más tarde.
Para completar los datos de su apasionante existencia, donde prima la errancia y la desdicha, podemos consultar la “Cronología biográfica” que incluye el libro que vamos a comentar.
Por lo demás, uno también sabía de la amistad de Bunting con Ezra Pound y que había vivido en Canarias (Andrés Sánchez Robayna publicó en 1980 Ruta, Textura: lectura de 'La ruta de Orotava' de Basil Bunting). 
En 2004, apareció en Lumen Briggflatts y otros poemas, en traducción del mexicano Aurelio Major. Para el crítico Cyril Connolly estamos ante el poema largo más importante publicado en Gran Bretaña desde los Cuatro cuartetos de Eliot. Christopher Spaider cree, por su parte, que es otra “piedra secular” de la cultura británica de los años 60, como los Beatles o La naranja mecánica de Burgess.
No conozco la de mi admirado Major, pero les aseguro que la versión de Briggflatts, traducida y anotada por los profesores asturianos Emiliano Fernández Prado y Faustino Álvarez Álvarez, que ha publicado la gijonesa Impronta, merece todas las alabanzas.
Llego a ella, por cierto, gracias al poeta César Iglesias, un cómplice lector con criterio, que supo anticipar mi entusiasmo por semejante hallazgo y que en una recensión publicada en La Nueva España recordaba esto: “Para un lector español, especialmente del norte peninsular, la obra de Bunting cobra una particular proximidad emocional. A cierto sentir de las tierras atlánticas europeas donde pervive un sustrato mítico e histórico compartido y a un parejo devenir social e industrial se suma el vínculo personal que el autor británico mantuvo con Basilio Fernández (1909-1987), gijonés nacido en la aldea leonesa de Valverdín y que fue el primer poeta fallecido galardonado con el nacional de poesía. Ambos se conocieron en Italia durante el periodo de entreguerras y el británico animó al asturleonés a continuar con su obra, mientras le remitía cartas y poemas”.
En la estirpe de los Cantos poundianos o de La tierra baldía eliotiana (aunque más «humano», según August Kleinzahler), el poema está fechado (al final) el 15 de mayo de 1965 y al parecer es el resultado de una visita a Bunting del joven poeta Tom Pickard que le anima a volver a escribir tras años de silencio. Por suerte, le hizo caso.
La edición (bilingüe), ya se dijo, es digna de elogio porque a la traducción del poema en sí, lo fundamental sin duda, se añaden otros componentes que a la postre también resultan esenciales para calibrar como es debido el alcance de esta portentosa empresa. Eso la hace única. Me refiero al prólogo de los traductores (“Antes de leer Briggflatts...”), las dos anotaciones del autor (“Aclaraciones finales”, que acompañaban a la primera edición de 1965, y “Una nota sobre Briggflatts”, que vio la luz póstumamente, en 1989), las “Notas a esta edición” (sin las cuales la lectura sería otra, mucho más desnortada y pobre), una “Bibliografía citada” y, por fin, un capítulo de  “Ediciones. Obras de consulta. Agradecimientos”. 
La obra poética de Bunting es breve: sus poemas reunidos (en una edición realizada por él en 1968) abarcan apenas 170 páginas y la poesía completa (editada por Richard Caddel en 1994), 239. 
El éxito de su último libro (publicado, con un mes de diferencia, en la revista de Chicago Poetry y en Fulcrum Press) fue tan inesperado, imaginamos, como su propia existencia, impropia de un poeta ya anciano. Hay fundadas razones para que lo fuera. Eso sí, aunque Bunting escribió que “es un poema: no necesita ninguna explicación. El sonido de las palabras pronunciadas en voz alta es, en sí mismo, el significado, como el sonido de las notas tocadas con los instrumentos adecuados es el significado de cualquier pieza musical”, de no ser por las notas (y al cabo por sus parcas explicaciones) no todos daríamos con su significado, suponiendo que la poesía lo tenga o que sólo sea uno. 
En la primera edición, “tras el título venía resaltado el lema «una autobiografía»”, comentan en su introducción Fernández y Álvarez. Pero “no un registro de hechos”, puntualizó  Bunting. Ya que lo mencionamos, el título proviene de “una aldea de Cumbria, en el noroeste de Inglaterra”. Una de sus pocas casas era un “austero centro religioso cuáquero”, de ahí que a la alusión geográfica concreta se añada una indirecta a la espiritualidad de “los amigos” en cuyas reuniones prima el silencio. 
Se nos cuenta que Bunting escribió este poema en cinco partes o cantos (y una “Coda”) durante sus viajes en tren al trabajo.
Precisan los editores que “los lectores nativos no consideran Briggflatts un poema «fácil». Como venimos anticipando, no lo es. Su complejidad (que no complicación) exige una primera lectura atenta y, por supuesto, sucesivas relecturas. En esto coinciden los traductores y los críticos.
Para su autor es una «sonata» y el dibujo que figura en la cubierta del libro representa, de forma esquemática, esa presunta estructura musical.
No voy a entrar en detalles, pero Fernández y Álvarez desentrañan con solvencia algunas claves imprescindibles para alcanzar la lectura más exacta posible. Irónico nos parece que el poeta sostuviera que “Ningún poema es profundo”. En este, sin ir más lejos, Bunting reconoce la influencia de Lucrecio, Spinoza y Hume. Sin olvidar la importancia del silencio (con el que “podemos detectar el pulso de Dios en nuestras venas, más persuasivo que las palabras”), “dejemos que sucesos e imágenes se ocupen de sí mismos”, concluye.
Matizan los traductores que en su versión han apostado por “la prioridad del sonido”.
Si toda traslación de una lengua a otra es difícil, sobre todo si de poesía se trata, aquí hay que añadir otro problema: el uso de un inglés del norte, digamos, con sus particularidades, algo que ponen de manifiesto las numerosas notas aclaratorias. Si a eso unimos las abundantes referencias literarias, antropológicas, artísticas, culturales…
Insisten, por fin, que “el texto de la traducción, como el propio texto poético original, debe decir solo lo que dice por sí mismo, tal como su autor manifestó con insistencia”. Recomiendan, para terminar, que se escuche alguna de las lecturas del poema que Bunting grabó. Esta, por ejemplo. ¿Lee, canta?
Dedicado a Peggy (Edwards), Briggflatts se abre con una cita del Libro de Alexandre. Lo que viene después es lo que el lector más atrevido debe descubrir. Y no a la primera, insistimos. Estamos, sí, como ya apuntamos antes, ante uno de esos poemas largos que definen por excelencia la poesía del siglo XX, tan hermética y polisémica por momentos. Esta ejemplar edición viene a demostrarlo. Justo ahora, cuando se cumple el primer centenario de The waste land.
 
Briggflatts
Basil Bunting
Traducción y notas de Emiliano Fernández Prado y Faustino Álvarez Álvarez
Impronta, Gijón, 2021. 136 páginas, 12 €

NOTA: Esta reseña ha aparecido en la revista digital EL CUADERNO.

14.2.22

Esto se acaba

En la tierra desolada 
Fermín Herrero
Hiperión, Madrid, 2021. 88 páginas. 13 €
 
Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) es Premio de las Letras de Castilla y León y de la Crítica por su libro Sin ir más lejos. Si a eso sumamos que ha conseguido galardones tan prestigiosos como el Hiperión, Gil de Biedma, Fray Luis de León y Jaén, no es fácil explicar que siga siendo ese poeta secreto que no suele salir en la foto de su generación. Tal vez porque no atiende a otra cosa que no sea su silenciosa, solitaria tarea. Fruto de esa concienzuda labor poética, sus libros fundamentales: además del citado, Echarse al monte, Un lugar habitable, El tiempo de los usureros, Tierras altas, Tempero (publicados por Hiperión) y La gratitud.  
En la tierra desolada está dividido en cuatro partes de quince poemas cada una y, salvo un par de excepciones, todos tienen diez versos y carecen de título.
Abre el libro uno situado el páramo de sus altas tierras sorianas, en la Castilla vacía, presente en su obra mucho antes de que la inventara Sergio del Molino. Léase “Por los oscuros pueblos…”. “Por aquí / no queda nadie, esto se acaba”. Naturaleza, campo. Desolación, despoblamiento. Y una tristeza no vencida que se refleja en los pecios del naufragio que es cualquier vida.
Como el paisaje natal al que se refiere, el lenguaje es parco, sobrio, austero. De regusto antiguo: arguilla, escernida, socarra, bajerada, caloracha, cehomo…Encabalgado, de peculiar sintaxis. Alegórico y elíptico. Se ve a las claras que al que escribe le cuesta gastar palabras en vano; no como a otros, palabreros profesionales. “Por respeto al misterio”. “Lo decible es tan poco”. Palabras, por cierto, que brotan de la mirada de un ser contemplativo: “Al fondo / ha de haber siempre algo, escondido, mirándonos”. “Levantar los ojos, sólo eso”. “Mirar, para seguir mirando, en desamparo”.
El tono de Herrero es melancólico. El de alguien que se pregunta dónde hallará refugio. El que escribe: “que sea lo que sea / nadie soy, esto, un hombre en un sendero, qué más”.
Alguien que se mueve entre la compasión, el consuelo y la culpa. Humilde: “Qué ingenuo, creías estar / nombrando el mundo”. Que siempre vuelve porque no debió marcharse. De la luz, el agua, la nieve, el frío (“qué negras las pasamos”). De la sierra, los árboles y los pájaros, que permanecen en la infancia. “Al sereno”. Que intenta entender al mar.
Se suceden las tardes y los meses en un libro con aires de dietario. “Sólo en lo indecible, hurgo, habito”. Que se conforma con “la paz del que no sufre”, consciente de que “un tiempo peor ha de venir, estoy seguro” (el mismo que “finiquita a su antojo”) y de sus límites. Que transita entre la liviandad de lo frágil y la permanencia de lo efímero. Que está “a gusto con lo mínimo” y cree “que habría que erguirse a cada instante, siempre. Por los demás”. “Si digo simplemente lo que hay / es porque no doy más de sí, me temo”. Con eso basta.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

11.2.22

Tomás

Esta no pretende ser una nota necrológica. La muerte de mi viejo amigo Tomás Daza no merece el tono fúnebre de las despedidas. Era un hombre alegre. Hasta que llegó la pandemia y él enfermó y yo dejé de trabajar como maestro, coincidíamos casi a diario en las traseras de Santa Ana. A eso de las dos y pico. Tomás regresaba de su despacho de abogado, cuesta arriba, a paso lento, cansado. Yo aparecía con las prisas de siempre por la puertina de la muralla, camino también de casa. Recorríamos un tramo juntos y aprovechábamos para charlar de cualquier cosa. Comprábamos el pan en Marina y nos despedíamos hasta el día siguiente. Me iba contento. Porque Tomás te levantaba el ánimo, ya se dijo. Con su peculiar manera de hablar, tan nerviosa, de la que él mismo hacía bromas. 
Dejamos de vernos, sí, pero nuestra relación de amistad siempre fue así: intermitente y guadianesca. Nuestros mundos eran distintos. Eso no impedía que, desde el primer momento nos sintiéramos amigos. Poco importaba con qué frecuencia nos viéramos. Echo la vista atrás y lo veo, adolescentes aún los dos, compartiendo guateques los domingos en una cochera familiar que estaba debajo de su casa, en la bajada al barrio de San Juan. O en las marchas (con su hermano Manolo y su primo Susi, entre otros) hasta Plasencia La Vieja (o Villavieja, la de la imagen). O en las interminables sesiones en La Rana (o Cruz de los Caídos) donde pasamos tantos ratos al fresco y en pandilla. Cómo olvidar la mañana del 20 de noviembre de 1975, cuando llegó al parque cantando a voz en grito porque Franco había muerto. Quedábamos allí cada mañana para subir juntos hasta el instituto Gabriel y Galán, donde ambos estudiábamos COU. En Cáceres, donde hizo Derecho (que ejerció después con solvencia, desempeñando cargos de responsabilidad en el Colegio de Abogados), coincidimos ya menos. No fue mi mejor época. Compartía piso con amigos comunes (Antolín, Titi, Juanmi...) y de las fiestas que organizaban sabe más Yolanda que yo. Fue cuando conoció a Cati y de la capital se vino con un título universitario y, lo que es mejor, con una novia que acabó siendo la mujer de su vida y la madre de sus hijos. 
Este último año preguntaba cada poco por él a otro amigo, Paco Antón. O a Manolo, con el que coincidía en las vacunaciones de la covid. No volvimos a hablar. Uno se maneja mal en estas situaciones y no sabe cómo acertar. Me consta que luchó hasta el final. No quería irse. Era un tipo vital. 
Lo hablaba con otro de sus hermanos, Eduardo, el pequeño, que eligió la Filología, profesor en el IES antes citado. Resaltábamos su bondad. (Sonriente, y por aquello de conversar de otro tema, me dijo que algunos alumnos suyos, que antes lo habían sido míos, nos comparaban. Un honor, sin duda.)
No va ser fácil olvidar a Tomás. Ni uno ni nadie que tuviera la suerte de cruzarse con él. Por eso, a la pena de su pérdida se sobrepone esa sensación de alegría que contagiaba, aunque por desgracia ya no esté. 

6.2.22

500 epigramas griegos

No va uno a descubrir a estas alturas la excelencia de la colección Letras Universales de la benemérita editorial Cátedra (que diría Luis Alberto de Cuenca); comparable, en otro ámbito, a la acreditada Letras Hispánicas, de la misma casa. Es verdad que no todas las traducciones, con ser rigurosas y fiables, tienen el mismo regusto literario. Las hay, sí, demasiado planas, académicas y literales, al menos para mi gusto. Como no soy versado en lenguas, ni antiguas ni modernas y tampoco en la materna (el español o castellano, subrayo con orgullo), siempre he defendido la ejemplar labor de los traductores (excepciones mediante) y, en consecuencia, la traducción como género independiente. 
A esa segunda categoría, la de la traducción con gracia literaria (sin por ello perder, lo doy por hecho, el aludido rigor filológico) pertenece el libro Quinientos epigramas griegos, en edición bilingüe y traducción de Luis Arturo Guichard, poeta mexicano (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1973, residente en España desde 1997) y profesor titular de Filología Griega de la Universidad de Salamanca y codirector del Máster Título Propio en Creación Literaria de la misma institución educativa.
Confieso que para uno tal vez no haya un género literario (porque eso ha terminado siendo) más adecuado para expresarse en verso. Sería, me atrevo a decir, su quintaesencia. Si la poesía es, según entiendo y ante todo, concisión, exactitud y claridad, ¿dónde vamos a encontrar un modelo poético en el que se condensen mejor esas características que en el epigrama? Si hay un libro que me ha acompañado desde que empecé a leer poesía y a concebir, más tarde, la extraña aspiración de ser poeta, ese ha sido la Antología Palatina, un feliz descubrimiento gracias a otra colección memorable: la Biblioteca Clásica Gredos. 
“Cada epigrama es un pequeño universo que cuenta una historia completa en un puñado de versos, a veces en apenas dos, y que lleva al límite las capacidades expresivas de la poesía”, leo en la nota editorial, que muy bien podría haber redactado el propio Guichard, quien en la página 64 afirma que “cada epigrama es un pequeño universo que empieza y termina en sí mismo”.  
Por lo demás, que el epigrama comenzara siendo “una inscripción en verso para conmemorar una muerte o una ofrenda” no significa que haya quedado, ya decía, en eso. Los hay funerarios, votivos, eróticos, escópticos (satíricos), de adivinanza, de crítica literaria, descriptivos, narrativos, simposiacos (en torno a los banquetes), aritméticos, cristianos... Sí, “la variedad de temas y motivos de los epigramas griegos es casi infinita”. 
Como es norma en Letras Universales, el prólogo es extenso, informado y minucioso. Suelen pecar de excesivamente rígidos y académicos, pero este no es el caso. Debido a la manera de escribir del editor y a su inconfundible sentido del humor, se lee con placer y resulta muy ameno, sobre todo porque sabe muy bien de lo que habla. 
“Esta antología del epigrama griego –se nos indica en la mencionada nota– presenta un panorama completo del género, desde el siglo III a.C. hasta el siglo VI d.C., y muestra por qué el epigrama es una de las formas poéticas con mayor presencia en toda la literatura griega”. Estamos, pues, ante “la historia del epigrama literario antiguo en sentido estricto”.  Al género, su definición y características, dedica Guichard el primer capítulo de su pormenorizada introducción. Allí se nos habla de Marcial, al que Plinio dedica, con motivo de su muerte, una palabras sobre cómo era y escribía, que servirían para definirlo por primera vez. 
La brevedad, precisa Guichard, “parece haber formado parte de la magra teoría del género desde sus inicios”. Y cita a Platón: recomendaba que los epitafios no excedieran de las cuatro líneas. De ahí que se vea “obligado a la concentración expresiva, a la concisión y a la densidad, a un lenguaje pregnante y alusivo”. Luego matiza: “La repetición de las mismas formas con temas y contenidos diferentes es una de las claves del género epigramático: lo mismo pero siempre diferente”. Por eso otra de sus características es “el arte de la variación”, que produce “una consciencia de género”. 
En el segundo capítulo, “Epigrama inscripcional y epigrama literario”, empieza por aclarar que todos los especialistas están de acuerdo es en “el origen del epigrama literario como inscripción en monumentos de carácter votivo o funerario” y en que “desde sus inicios es escrito”. También que el funerario “estuvo siempre más desarrollado artísticamente que el votivo” y que “hay un momento en el que el epigrama se independiza del soporte y se va convirtiendo en un género poético autónomo”. A este tipo es al que suele llamarse “epigrama literario”, aunque más exacto sería denominarlo “epigrama ficcional”. El cambio se produjo “a comienzos del helenismo”. Su primer autor, Filitas de Cos, fundador de la poesía helenística y primer bibliotecario de Alejandría.
Nos explica Guichard, en lo que respecta a su transmisión, que nos han llegado a través de dos libros bizantinos: la Antología Palatina (catorce libros, unos 3.800 epigramas y alrededor de 23.000 versos)  y la Antología Planudea (2.400 epigramas y unos 15.000 versos), en la época moderna se ha denominado a la suma de ambas Antología Griega.
Al epigrama helenístico y a la “Corona” de Meleagro (otra antología) se dedica otro capítulo. En el centro, los epigramas eróticos y simposiacos. En ellos, el sujeto poético es un “yo”. Asclepíades (“el primer autor importante de epigramas”) y Calímaco (bien conocido por los lectores españoles gracias, entre otros, a las traducciones del mencionado poeta novísimo Luis Alberto de Cuenca), “los dos primeros maestros del nuevo subgénero”. Desde entonces el epigramático es “un género abierto”.
Va repasando después los nombres de todos y cada uno de los autores (28) que incluye en la antología. Datos biográficos y estilísticos que ayudan a lector a situarse. Hablo de Leónidas, Dioscórides, Meleagro, Argentario (“de origen hispano”), Filipo, Lucilio, Estratón, Páladas, Paulo Silenciario o Juliano de Egipto.
Mención aparte merece la inclusión de mujeres poetas o poetisas como Mero, Erina, Ánite y Nóside, para desarmar tópicos interesados. Sus poemas no son ni mejores ni peores que los de los poetas hombres. Normal. Cada cual decide.
A los poemas isopséficos (como los de Leónides, “en los que la suma de los valores numéricos de las letras griegas –que son numerales ellas mismas–  es el mismo en cada dístico, o el mismo en cada verso  si tienen dos”) y escópticos (como los de Lucilio, un poema que “ataca defectos corporales o de comportamiento”) de la Época Imperial se dedica otro capítulo. Y uno más a los epigramas eróticos y cristianos de la Antigüedad Tardía. Y ahí, Estratón y sus epigramas homoeróticos (que tradujo en su día otro poeta de los 70, Luis Antonio de Villena), Rufino y Páladas.
El siguiente apartado se ocupa de Constantinopla y del “Ciclo” de Agatías.
A los “otros mil quinientos años de epigramas griegos” se aplica el que le sigue. “En Occidente, claro está, el epigrama desaparece totalmente después del siglo V” y en el Renacimiento, con el humanismo, aparecen de nuevo.
Al ocuparse de “Esta edición”, Guichard recuerda el consejo de Andrew F. Gow, “uno de los mejores especialistas en epigramas del siglo XX”: “que nadie debería escribir sobre ese «libro desconcertante» que es la Antología sin haber pasado al menos la mitad de su vida estudiándolo”. «Veinte años trabajando en esto y obtengo un libro de cuatrocientas páginas», ha dicho por su parte el traductor.
Podemos añadir que es la primera vez que, en español, están representadas en un mismo libro todas las etapas del género. Además, en este se reúnen textos de todos los autores importantes y, a pesar de que el florilegio es manejable, hay “al menos un 10 por 100 del total de epigramas y de autores”.
En la selección, Guichard ha tenido en cuenta lo “establecido por la tradición y mi gusto personal” y ha aprovechado (esto no lo hemos comentado hasta ahora pero está aclarado en el prólogo), “lo mejor posible”, “los descubrimientos papiráceos del último siglo”. Hay epigramas de Posidipo, por ejemplo, que se traducen por primera vez al castellano.
Tras analizar el “texto griego”, esto es, la magna Antología Griega, aterriza en su traducción. Cree que ha abusado del uso de los dos puntos (por aquello de la “economía sintáctica) y confiesa que “no he intentado una fórmula métrica ni rítmica” y ha preferido “verter verso por línea”. “Al final –sostiene– la traducción de epigramas es una combinación de estructuras fijadas  por la tradición y simple y llana astucia, como la escritura misma de los epigramas según Marcial”.
Una amplia bibliografía y quinientas pertinentes notas (una por poema, colocadas al final del libro para facilitar la lectura de los epigramas) completan esta ejemplar edición. Eso y, por supuesto, los versos, lo más importante, que por su variedad de asuntos y de técnicas, nunca cansan.
Mucho ha subrayado uno al ir leyendo y muchos los epigramas que podría destacar. Lo mejor, sin duda, es que cada cual emprenda su particular lectura y que disfrute a su modo con esta maravilla poética a la que el tiempo no ha hecho más que engrandecer. Lo mantendré, desde ahora, a mano. Decía el poeta australiano Clive James que “Los versos ganan más de lo que pierden / si se traducen bien”, algo que se puede aplicar a la tarea lograda de Luis Arturo Guichard.
 
Quinientos epigramas griegos
Edición y traducción de Luis Arturo Guichard
Cátedra. Letras Universales. Madrid, 2021. 408 páginas. 17 €        

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.                        


2.2.22

Poesía canaria del paisaje


La Fundación Ortega Muñoz (con nuevo director, Javier González de Duranapublica un nueva entrega de su colección Voces sin tiempoHonda meditación de toda cosa. Poesía canaria del paisaje 1990-2020.

Sobre el libro

Se reúne en este volumen una selección de la obra de quince poetas canarios contemporáneos nacidos entre 1965 y 1980
(Melchor López, Juan Fuentes, Oswaldo Guerra Sánchez, Ricardo Hernández Bravo, María José Alemán Bastarrica, Alejandro Krawietz, Francisco León, Luis Lenz, Antonio Martín Sosa, Isidro Hernández, Bruno Mesa, Miguel Pérez Alvarado, Iván Cabrera Cartaya, Daniela Martín Hidalgo y Sergio Barreto) que han hecho de la vuelta al paisaje, esto es, de la reflexión del paisaje por medio de la palabra poética, uno de los ejes de su trabajo creativo.
En ellos se plasma no solo una visión poderosa y distintiva del espacio insular, sino la voluntad de recuperar una existencia verdaderamente humana, es decir, religada a las vibraciones esenciales y simples de nuestra vida. Y es que la presencia del paisaje en la poesía canaria —en la poesía hecha en Canarias— constituye algo más que un tema recurrente. Se trata más bien de una obsesión continuada y determinada por una profunda búsqueda trascendental.

Sobre los editores

Francisco León (Islas Canarias, 1970) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de la Laguna y fue lector de español en la Universidad de la Bretaña Occidental (Brest, Francia). 
Ha publicado los libros de poemas Cartografía, Tiempo entero, Terraria, Dos mundos, Aspectos de una revelación, Heracles loco y otros poemas, que han sido compilados recientemente en Tiempo entero. Poesía reunida 1999-2016. Una muestra de su escritura diarística se recoge en el volumen Ábaco (Artemisa, 2005).
Ha editado la antología La otra joven poesía española (Igitur, 2003) y la compilación de textos poéticos sobre Canarias El sueño de las Islas (Ediciones Idea, 2003). Ha sido incluido en antologías como Campo abierto. Antología 1990-2005 (DVD Ediciones, 2005) o Poesía canaria actual (Ediciones Idea, 2010).

Jordi Doce (Gijón, 1967) Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Oviedo y doctor en literatura comparada por la Universidad de Sheffield, ha publicado siete poemarios, el último de los cuales es No estábamos allí (Pre-Textos, 2016; mejor libro de poesía del año según El Cultural). Recientemente ha visto la luz la antología En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019.
Fue lector de español en las universidades de Sheffield (1993-1995) y Oxford (1997-2000), así como editor en la revista Letras Libres (2001-2004). Actualmente reside y trabaja en Madrid como traductor y coordinador de la colección de poesía de la editorial Galaxia Gutenberg.
Codirige con el poeta Álvaro Valverde la colección Voces sin tiempo de la Fundación Ortega Muñoz.

Esta es la tarjeta que informa del acto de presentación del libro que tendrá lugar próximamente en La Laguna, Tenerife.