19.1.23

Sin término medio

Al sostener en las manos el segundo libro de poemas de Fernando P. Fernández (Término medio, en RIL Editores) me pueden las emociones, lo reconozco. Y no creo que sea a causa de la edad. En primer lugar, porque es suyo y bien sabe cuánto le estimo. Después, porque lo leí cuando era sólo un proyecto y ahora... Pero, sobre todo, porque no puedo evitar acordarme ni de los ausentes ni de los presentes. El primer grupo, el de las dolorosas pérdidas, lo encabeza su padre, mi siempre añorado amigo Fernando Tomás Pérez González, que tan orgulloso (no hay otra palabra) se sentiría en este momento, y, a poca distancia -no en vano compartieron muchas cosas-, Julián Rodríguez, un maestro para Fernando. No muy lejos, sí, veo a Antonio Franco sonriendo. A una distancia mayor, está su abuelo Fernando Pérez Marqués. Porque también lo traté, puedo afirmar que sería hoy otra persona feliz. 
En el segundo grupo, por suerte más numeroso, está Susi, su madre, y Celes, Isabel y todas sus tías y tíos. Ah, y su hermano Isidro, claro. Y muchos poetas extremeños de distintas generaciones que aprecian al cacereño residente en el Sur por lo que vale. 
Cómo olvidar, ya que he mencionado a la familia, el día que pasamos (ellos cuatro y nosotros cuatro) en su casa de La Barrosa, una escena que he evocado alguna vez, en torno a la conversación, el baño y una paella. Fernandito (con perdón), un crío (o casi). 
Habrá tiempo, si procede, de hablar del libro, pero anticipo que tiene fuste. Poesía, quiero decir. Eso basta. 
Concluí la necrológica de su padre (que publicó el diario HOY el día siguiente de su muerte) con estas palabras: «La esperanza, a pesar de los pesares, está de nuestra parte. Por lo que ha realizado, que no es poco, y porque tengo el convencimiento de que la saga continúa. Hay otro Fernando Pérez, su hijo mayor, dispuesto a seguir dando la batalla por la cultura y la libertad de esta tierra. Seguro». 
Aunque firme sus libros -todo un detalle- como Fernando P. Fernández, me alegro de no haberme equivocado, y eso que uno es un perfecto inútil para los augurios.