Andrés Neuman
La Bella Varsovia, Barcelona, 2023. 64 páginas. 12 €
Nacido en Buenos Aires (1977), la carrera literaria de Neuman
se ha desarrollado en España, lo que no obsta para resaltar su proyección
internacional. Llegó a Granada con catorce años junto a sus padres, músicos
exiliados, y sus inicios están ligados a la poesía, por más que sea un consumado
novelista y un cuentista prestigioso, además de aforista, traductor y
articulista.
En 2008, Acantilado editó, bajo el título Década, su
poesía publicada desde 1997 (nueve libros revisados, como El jugador de billar,
El tobogán o Mística abajo, y dos inéditos) a los que han seguido
No sé
por qué y Patio de locos (2013), Vivir de oído (2028)
y la antología Casa fugaz (poesía 1998-2018), de 2020.
Isla con madre está dedicado a la suya, Delia Blanca Galán
Casaretto, violinista, “que ya es toda mar”. En una nota final se nos aclara
que la obra fue escrita entre 2006 y 2007 y, tras ser revisada en 2022, se rescata
“en el XV aniversario de su muerte”. En ese año de escritura ella ya estaba muy
enferma. A modo de diario (con su inevitable parte de terapia), su hijo va
dando forma, mediante cuarenta y cinco poemas breves y sin título, a un extensa
elegía fragmentaria donde emociones y sentimientos quedan fijados con
naturalidad y sin patetismo. “Mamá”, le dice en un momento dado.
Está escrita mediante un lenguaje bello y preciso que no
desdeña los argentinismos: “vos”, “sufrís”, “mirás”… Ya que lo menciono,
estamos, sí, ante una conversación: la que mantienen madre e hijo en
circunstancias tan dolorosas como trascendentes. Tanto que él, al verla tan
débil, querría convertirse en la madre de ella.
Hay desconcierto, claro: “¿y cómo acompañarte / sabiendo a
dónde vas?”. Y confesiones: “Te amo: hay que decirlo”, “Cuántos regresos,
madre, quedarán”. Y la esperanza de que, al irse, “sabrás volverte vos”.
Porque la muerte de alguien muy cercano nos pone ante la propia,
escribe: “¿Morir joven? No: / me haré viejo / velozmente”. Se siente
“envejecido de antemano” (tiene 30 años) al escuchar las risas de los niños. Neuman
nos sitúa delante de un inesquivable autorretrato.
Distingue entre “paz” y “serenidad”. La primera es fruto de
la suerte; la segunda, “se gana / con el pan del dolor”. Sabe que vive en ese
“límite / entre lo que es aún, / lo que está apenas / y lo que ya no es más”.
También que “Este resplandor cansa / porque ya no ilumina un porvenir”. “Vamos
perdiendo el trato con las cosas”, declara, y: “Cuántos tesoros, madre,
nuestras pérdidas”. Luego se pregunta: “¿Qué son estas palabras / dictándome
las cosas / que no he dicho?”. De ahí que afirme: “Las cartas verdaderas [y
estas lo son] / se escriben para quienes / no podrán recibirlas”.
Quién pudiera “hacer dulces tus males”, le dice, y “ya no
encuentro mar en nuestra isla”.
“Últimamente viajo para vos”. A la nieve, que, de niña,
siempre anheló en su Buenos Aires natal. Con todo, “Es como un tren nocturno
este hospital: / en la estación espera más invierno”.
Mientras alisaba las sábanas, reanimaba el almohadón,
cepillaba sus dientes o le ayudaba a orinar en una cuña, “te ofrecí con cuchara
mi temor”. Después, “te hiciste pequeñita // y desaparecí”. Al final, “Así
morías, madre, vos, tan viva”. Quedaba ya mirar “tus fotos que me miran”. Y esa
“luz encendida de vos”: un “amor de guardia”. Al cabo, “perder quiere decir /
haber tenido”. Para entonces, “esta lengua materna balbucea”: “No sé cómo
decirte, por eso te retengo”. Y da las gracias, a sabiendas de que “voy a
hablarte siempre”.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.