LOS LUGARES ROZADOS
Libro a libro, nos ha acostumbrado Álvaro Valverde
(Plasencia, 1959) a una cartografía poética singular que no solo acota el
territorio donde dar cuenta de un asentamiento propio, físico y espiritual,
sino que, mediante una discreción verbal que nunca levanta oleaje, transmite
una actitud que alía sabiamente intensidad y evanescencia. Frente a otras
poéticas en las que prima el estallido o la extensión invasiva de las palabras,
el poeta extremeño ha ido deslizando ese discurso de pura levedad dibujado en
la arena, en el que nada rebasa el vapor de lo insinuado como única señal de
una experiencia más presentida que vivida, más difusa que asistida por la
solidez.
Tras
libros anteriores en los que quedaba planteada aún con más decisión la noción
de ‘lugar’ como una realidad indefinible e incierta, emanada del deseo o de la
imaginación (“lo que dudas / es si esta realidad es lo real / o si por el
contrario es la ficción / que fuiste fabricando en el transcurso”, se leía en Más allá, Tánger), llega ahora Sobre el azar del mapa (2023), libro que
se sostiene en el borde de otra experiencia real, un viaje “azaroso y
accidental (…), el último lugar al que uno pensaba llegar”, como expone
abiertamente el propio poeta en una nota final. Y así es. Vuelve Álvaro
Valverde a dejarse mecer por esa dialéctica, tan suya, entre la fidelidad a una
permanencia y la tentativa de hacerse cargo de lugares imprevistos -Sofía,
Grandson, Ginebra-, representados en palabras que proponen una geografía
nebulosa, urdida en la imaginación (“¿cómo saber si aquello que intuimos / es
en la realidad lo que sucede?”) como única sustancia capaz de dar cuenta de lo
real.
Articulado
en dos partes -CUADERNO DE SOFÍA y CUADERNO SUIZO-, Sobre el azar del mapa se resiste a perder esa naturaleza de texto
voladizo, una sucesión de apuntes tomados de las brasas de lo entrevisto. Sigue
a flote la prudencia verbal de lo nada más rozado por el lenguaje, ese estilo
de difumino tan propio de Valverde que apenas rebasa lo meramente constatable,
tal como si el poeta no se apease de un estricto catálogo de consignaciones
para no involucrarse -pero resulta que sí: la ciudad de Sofía “su verdad sólo
dice a quien, paciente, / sabe oír su silencio”- más allá de la mirada, una
mirada que, como pedía Nietzsche, trata solo de dejar que las cosas se acerquen
por sí mismas en el ejercicio de la contemplación serena. Ocurre esto sobre
todo en CUADERNO DE SOFÍA. Allí, en esa ciudad llena de entrecruzamientos (“De
todas las edades / de la Historia, / y aun de antes, / hay vestigios aquí”),
magullada por el vapuleo de la Historia (“No una guerra, las guerras. / No un
pueblo, sino pueblos. / Ni siquiera una cultura: / las culturas”), la realidad
pierde aún más fijeza o nitidez y se ofrece como un caleidoscopio magmático
donde aún vibran por doquier señales suficientes de su inestabilidad; no en
vano, en un poema que podríamos considerar por sí mismo como un símbolo del
sentido total de este libro, se lee: “Caminamos sobre losas precarias / que se
mueven, salpican, están rotas”; y ello no parece aludir nada más a una realidad
puntual sino al alcance de la extrañeza que para Álvaro Valverde comporta todo
viaje, entendido como extracción violenta de un encastillamiento personal
buscado en el origen, conforme a la poética del autor de Lejos de aquí.
Y, sin embargo, el poeta no
desconoce que se ha movido entre fragmentos (“fragmentos de un poema único”)
que conforman “este plano simbólico / que sostiene en sí mismo / una humilde
verdad” y acaban preservando lo que se ve tras un empañamiento melancólico (“es
la melancolía / el verdadero genio del lugar”). Se alinea Sofía con otras
ciudades claudicantes -Nápoles, Trieste, Lisboa- en las que lo decadente presta
lustre y verdad que evita al viajero sentirse transitar “impecable, / por un
parque temático”. Se demora preferentemente el poeta en territorios de
acogimiento espiritual (sinagogas, mezquitas, cementerios) donde parece
resistir el espesor del pasado, la negativa que salva a esos espacios de formar
parte del fragor inasumible de la contemporaneidad. En suma, la visión de la
ciudad se acaba aquí coagulando en una suerte de precipitado donde tiempo y
espacio ya son magnitudes emocionales, imposibles de ponderar: “el tiempo,
detenido / en los toldos echados / de las tiendas (…) La avenida parece interminable.
/ Se pierde, como todo, / en la distancia”, se lee en un poema revelador de
esta tendencia a la desconfiguración.
Por lo que respecta a la
segunda sección -CUADERNO SUIZO, bastante más breve que la anterior-, hay una
modulación que sustituye esa visión de Sofía por otra presidida por la
intimidad, en el caso de Grandson, o por la inercia de lo literario en lo que
toca a Ginebra. Sin dejar de sostener esas intersecciones entre lo real y lo
imaginado (“Añoro ahora el paseo que no di / por la orilla del lago Nêuchatel.
/ Consuela imaginarlo en la distancia”), hay ahora una penetración en lo amable
-ese jardín sentido como paraíso, a la manera de aquellos renacentistas- o en
lo recóndito, en el latido interior de las casas que da lugar a “otro tiempo
perdurable, / oculto en las estancias interiores / donde la intimidad se
refugió”. En otro tono, fronterizo con una especie de homenaje sostenido a
autores afectos (Borges, Ramos Sucre, María Zambrano, Costafreda, Valente,
Gimferrer…), los once poemas ginebrinos constituirían un ciclo personal en el
que Valverde rinde homenaje a esa ciudad que acogió de distintas maneras a quienes
amaron el resplandor de la poesía. Tienta al lector empastar estos últimos
poemas -de nuevo esa vocación de fragmentos, de piezas sueltas pertenecientes a
un todo nebuloso- y considerarlos como propuesta de una sola imagen: la de
quien ahora ha ido a la ciudad de Ginebra a hacerse también “sombra entre esas
sombras”, voz entre voces “quebradizas” que aún se escuchan “frágiles pero
firmes contra el tiempo”. Esa voz es la del poeta placentino, frotada una y
otra vez contra la piel de geografías distantes que le hacen soñar “ser
siquiera unos días / alguien que es otro”.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 148 de TURIA, con el que la revista turolense celebra 40 años de vida. Un honor.