Jiménez Lozano (Langa, 1930-Alcazarén, 2020) cultivó todos los géneros, salvo el dramático, y ejerció el periodismo. Su obra fue premiada, aunque pocos lo recuerden, con el Cervantes y el Nacional de las Letras.
Como
poeta, debutó muy tarde: a los 62 años. Nunca terminó de creerse merecedor de
tal título, del que renegaba, aunque sus poemas ocupen un volumen que sobrepasa
las mil páginas. Consideró la poesía como un don. Una forma de gratitud y un
cumplimiento del deber de la alegría y la dicha de vivir.
Su
intempestiva salida a escena evitó su adscripción generacional a la del 50 y en
esto, como en todo, siempre vagó por libre. Más desde que se retiró al pueblo
castellano donde murió, ni “aislado” ni “rendido”, sino “acantonado como un flemático
y resabiado tory anarquista”, sostiene Fermín Herrero, quien califica su
lírica de “por completo original”, lo que ratificaría esa irreductible condición.
El poeta soriano ha puesto delante de su poesía reunida la certera introducción
–un ensayo en toda regla– que necesitaba. Allí, por resumir, destaca su
“poética férrea”, desprovista de “toda afectación o efusividad inspirada” y de
artificio, austera y transparente en busca del desasimiento, pobre en tanto que
frágil, de “honda levedad” oriental, sobria y de la naturalidad (“repudia la
metáfora” y evita la métrica estricta). Inclinada al “misterio raigal del
hombre”, su mirada es piadosa y compasiva, clemente y tierna (el uso de los
diminutivos es sintomático). Poesía de “los adentros”. Provista de un “humus
religioso”, tan místico como jansenista. Conformada a partir de la lectura de
numerosos escritores de la literatura universal: Safo, Dante, Dickinson... Y filósofos,
como Spinoza, Kierkegaard o Lévinas. Y artistas, ya sean pintores (como
Brueghel) o directores de cine.
Cada
poema, una “especie de apuntes del natural” –por eso menudean en sus diarios–.
Del “relámpago”, no del “trueno”. “Un fulgor”.
Porque
sólo “una lengua simple puede en realidad nombrar”, reduce el lenguaje a lo
esencial: un puñado de palabras verdaderas capaces de designar lo real con
verdad y belleza (para él, “una celebración de lo sagrado”), al modo clásico.
Herrero
respeta, sin compartirla del todo (desde el tácito convencimiento de que JJL
escribió un libro de poesía único, lo que suscribo), la división en dos etapas de
su obra poética, establecida por Raúl E. Asencio. La primera agruparía sus tres
primeras entregas, del siglo pasado: Tantas devastaciones, Un fulgor tan breve y El tiempo de Eurídice. La segunda, las que aparecieron
en este: Pájaros, Elegías menores, Elogios y celebraciones, Anunciaciones, La estación que gusta al
cuco, Los retales del tiempo y Esperas y esperanzas, que su autor no llegó a
ver impreso. Cada uno, para él, “una antología”, pues derivaban de la selección
de poemas escritos en un determinado periodo.
Con
la señalada sencillez, caracterizada por la iluminación del impromptu, JJL,
valiéndose de la ironía, el humor o el escepticismo, desde su posición de
observador contemplativo, bajo el lema “sé modesto y realista; / eres un
hombre, sólo esto”, despliega su arsenal de lector impenitente y escribe sus
poemas en su “mechinal”, ante el jardín. No dice “palabras / que no sean de
celebración y gloria”, ni pretende alargarse él más con ellas que con su canto
el gallo y el cuco. Variaciones o series (se repiten los títulos) en torno a la
Biblia y lo religioso; la mitología y los clásicos; los animales (concibe
fábulas) y las plantas; el paso de los días y las estaciones como suma de
instantes; los libros y sus lecciones y sus personajes; la memoria, la historia
y su infancia; la muerte y el amor. Una literatura.
José Jiménez Lozano
Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2023. 1.277 páginas.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.