24.3.25

La eternidad de lo fugaz

Me sorprendió El campamento de los aqueos, de Javier Velaza (Castejón, Navarra, 1963), premio "Ciudad de Melilla", publicado por Visor hace tres años. La voz que allí sonaba es una de las mejores del panorama. Su dicción culta y clásica tiene concomitancias con la de otro de los mejores: Juan Antonio González Iglesias, que escribía la nota de la contracubierta. Lo calificaba de “firme y cosmopolita”. En el jurado del Loewe que premia éste figuraba el salmantino, profesores universitarios ambos, de Filología Latina, otra feliz coincidencia. Jaime Siles, poeta-profesor también y miembro del mismo jurado, se ocupa de elogiar una obra que “derrama sabiduría clásica y vital”. 
A la perseverancia en el no saber y al “no saber sabiendo” sanjuanista aluden las citas iniciales. Después habla de Gorgias, el que dijo: Nada existe. Si algo / existiera, sería incognoscible. / Y si algo existiera y fuera cognoscible, / sería incomunicable. Sobre estas tres sentencias se construye el libro. 
Desde el principio, la “verdad de lo simple” (Siles dixit) frente a la farsa de lo complicado, matiza uno. Construida a partir de un lenguaje sobrio y depurado que no teme el juego de palabras y las paradojas. Ni las virtudes de la métrica. Porque “Lo trascendente no se exhibe nunca”. 
Pronto también la constatación de su magistral sentido de la composición en la que sobresalen los finales. En poemas tan logrados como “Orilla” (“algo más que no existe y tiene nombre”, un asunto al que dedica el poema “Sin nombre”), “En la piscina”, “Débil” (“Comprendiste que es sobre lo endeble / sobre lo que se apoya el universo”), “Problemas algebraicos” (en otro lado escribe: “Son las matemáticas / la forma más piadosa de poesía”), “Barrio nuevo” (un poema redondo) o “Esto” (sobre Dios: “Solo era esto, y era natural”). La cirugía, un gato o la arquitectura inspiran poemas que aspiran a ser casas firmes y habitables. En casi todos se embosca una poética. O una reflexión sobre el misterio poético, como en “Tara”. 
Al “no saber” dedica la segunda parte. A ese fotón que “desconoce qué es la luz” y “que es la luz”. Pertenecemos a la especie que sabe “tan solo una cosa: / que no sabe, que no sabrá, que no / es posible saber". “La única razón / de que inventase la poesía”. “No saber es el don que hace sublime / cada cosa sencilla que acontece”, leemos. 
“Nuestro único plan es proseguir”, escribe al final de uno de los poemas que dedica al tema del viaje, el que le lleva a Nápoles (y a la Eneida de Virgilio) y a Cumas. El de la vida. 
El amor es para él la forma más digna de ignorar: “Quien sabe amar jamás amó saber”. “No sabemos amar, solo plagiamos”. Recomienda: “desobedece a Ovidio”. Ah, “la luz prodigiosa del amor”. 
En torno al lenguaje gira la última parte. “Te gustan las palabras que no entiendes”. A las lenguas antiguas (le emociona “el modo en que se amaban sus palabras”) y las lenguas extintas, a la universidad (“Aula Magna”) y los maestros, al intersticio (“Detrás de las palabras y delante / de las cosas”) y al idioma (“Siempre hablaste un idioma que no entiendes”). 
“Todo es grandeza, si se sabe ver”. Y todo lo es “Aproximadamente”. 
“Ponerle letra al mundo, / no quería otra cosa”, a pesar de que “el mundo es melodía” y “no tolera letra”. 
Antes de “Corolario”, un cierre perfecto, “Última palabra”: “Solo puede vivirse en las palabras”. “Vivir es ir perdiendo las palabras / donde vivir”. “Dichoso aquel que puede elegir  / la palabra final donde quedarse”. 

Javier Velaza
Visor, Madrid, 2025. 88 páginas. 12 € 

NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.