13.11.25

Castelo, periodista

Esto fue lo que dije en la mesa redonda de las primeras Jornada de Estudio Santiago Castelo que tuvo lugar el pasado día 8 de noviembre en la Sala Paraninfo Clara Campoamor de la Diputación de Badajoz. 
Lo llevé escrito, una lección aprendida hace mucho de mi maestro Gonzalo Hidalgo Bayal. Por si acaso. Luego vino el debate. 
De la crónica del aquella intensa mañana ya se ha ocupado su principal responsable: Carlos García Mera en su muro de Facebook. 

Buenos días y gracias por invitarme a participar en este acto, el primero del que se hace cargo la nueva directiva de la Asociación de Escritores Extremeños, presidida por la poeta placentina Sandra Benito, justa heredera de Isabel Pérez, de la saga de los Pérez González, tan cercana a José Miguel Santiago Castelo.
 
Fue precisamente aquí, en esta ciudad, donde conocí en persona a Castelo ―como la mayoría le llamaba y le llama―, en 1982, con motivo del segundo Congreso de Escritores Extremeños.
El 30 de mayo de 2015, treinta y tres años después, decía en ABC, al comienzo de mi artículo “Sólo vivir vale la pena”: “Santiago Castelo (…) fue ante todo poeta. A pesar de su decidida vocación periodística, doy por supuesto que es lo que él prefería. Por encima de todo. Que era esa condición la que más le gustaba que le reconocieran sus lectores”. Ahora, diez años más tarde, me he replanteado esa afirmación, a pesar de que cualquier escritor que haya publicado libros en distintos géneros, a la hora de elegir cuál de estos le define mejor, es muy probable que se decante por la poesía si dio a la imprenta alguno de versos; que, pese a su insignificancia real, si lo comparamos con la narrativa ―y, ya ahí, con la novela―, no habrá de importarle adornarse él o que le califiquen otros, como poeta. En el caso de la persona que nos convoca, dudo ahora qué título se atribuiría a sí mismo por encima de todos los demás, si el de poeta, como dije hace una década, lo que fue de sobra, o el de periodista, que también. Me da la impresión, después de tratarlo durante años, que cuanto menos dudaría. Dijo Julio Bravo: “Su pasión por el periodismo sólo era comparable a la que sentía por la poesía”. Podríamos dejarlo en tablas. A papá y a mamá.
No me cabe duda, sin embargo, de que su estilo periodístico era el de un poeta. Eso no puede negarse. Se dice con frecuencia que la mejor prosa está en manos de quienes escriben poesía. Se aprecia bien en el primer artículo que publicó en el diario ABC, “Siete espigas bajo el sol”, sobre su querido pueblo, Granja de Torrehermosa, de 1970, año que entró en esa santa casa: “en toda la baja Extremadura, sólo tiene derecho a veranear el sol”.
Aunque la impronta de maestros que elogiaron la retórica, como Pedro de Lorenzo, marcaron su huella, por más que lo lírico en su vertiente, si se quiere, popular y hasta folclórica aflore por momentos, sobre todo en su primera época, al final su estilo el propio de quien lee y escribe poesía, lo que significa que cada palabra cuenta y que, en consecuencia, la que no suma resta. Y mucho. El don de síntesis, al que se refirió su amigo Pere Gimferrer en un poema memorable, pesó en él a la hora de fijar un texto y no sólo por las prescritas limitaciones de espacio, sino por dar a lo escrito la precisión que la verdadera poesía exige, por poco o nada poético que sea el asunto que aborde.
Ya que hemos mencionado al ABC, bien está centrar esta intervención en lo que esa cabecera representó en la vida de Castelo, que empezó su carrera periodística en Extremadura, su tierra, a la que tanto quiso. Y lo hago no sin reparo, pues tengo a mi lado a dos personas que conocen esa faceta del granjeño mejor que yo. Para colmo, uno de ellos es, a la sazón, director de esa histórica mancheta.
“Porque eras, Niño, el retrato viviente de ABC”, escribió Antonio Burgos. Y: “Tú eras, Niño, un andante ejemplo […] del estilo de ABC. Tú, Niño, encarnabas el espíritu liberal y literario de esta Casa a la que entregaste tu vida y de la que eras símbolo vivo”. Suya es una anécdota muy graciosa, que pone en boca de El Chupa, viejo telefonista de la casa: “Señor Castelo, se pasa usted aquí más horas que el retrato de Don Torcuato”.
[Por cierto,  “Niño” (tal o cual) es como llamaban a los alumnos en prácticas del periódico. Estoy escuchando todavía su vozarrón inconfundible al otro lado del teléfono. Apenas descolgabas, oías: “¡Niño!”. A veces le bastaba un “¡Eh!”.]
Juan Manuel de Prada, con el que tuvo una íntima amistad, afirmó: que “este poetazo descomunal fue también la persona que mejor ha encarnado el espíritu de ABC”.
De su importancia en ese medio de comunicación dan buena cuenta estas pocas palabras de Jesús Lillo: “A su manera, fue un pionero de lo que ahora se conoce como recursos humanos”.
Otro amigo común, Carlos Medrano, alude a su campechanía, “su cordialidad era irreductible y no se sometía al corsé del estrés periodístico de las noticias […] ni a la diplomacia de muchas relaciones y gestiones que Castelo, con su don de gentes, llevó a cabo con enorme elegancia desde sus cargos de responsabilidad”.
En “Un hombre de lealtades hondas”, su discurso de recepción del Premio Luca de Tena, declaró: “Mi vida entera se ha desarrollado en esta Casa de ABC: aquí entré hace treinta y siete años, siendo un muchacho espigado e inquieto; aquí aprendí todo lo que sé y de aquí no he querido moverme: ésta es una escuela permanente del mejor periodismo, de la mejor literatura [conviene resaltar esta condición de periódico literario por lo que dijimos acerca de su estilo más arriba], donde se aprende a amar la verdad y la libertad en una perfecta simbiosis de nobleza y liberalidad, de respeto a los demás y de amor a la obra bien hecha. […] Yo, de niño—como tantos millares de españoles—, leía ABC en mi casa extremeña con verdadera devoción y cuando descubrí que quería ser periodista no podía imaginarme en otro sitio sino en ABC”. “He servido lealmente”, sentencia. Ni siquiera cuando Luis María Anson dejó la dirección de ABC para fundar La Razón en 1998, y le propuso que le acompañara. Conviene recalcar el concepto de “fidelidad”; en su caso, de origen monárquico, como él recordaba. En efecto, uno de los principios básicos de un defensor de la monarquía (y Castelo, desde joven, se acercó a Estoril a mostrar su lealtad y rendir su servicio a quien la representaba, Don Juan, “el Rey padre”, como él lo designaba) es la fidelidad.
Bravo precisa: “Es imposible escribir la historia reciente de ABC sin darle un lugar destacado a José Miguel Santiago Castelo, ligado a esta casa desde el año 1970, y donde mantenía su despacho después incluso de su jubilación; un despacho que fue durante años «lugar de peregrinación» para decenas de redactores y colaboradores, que encontraban siempre en él refugio, consejo o, simplemente, un oído atento y comprensivo. Castelo, como se le conocía en la Redacción de ABC, lo llamaba su «confesionario laico»”. Y sigue: “Le gustaba decir que, salvo engrasar las linotipias, había hecho de todo en ABC. […] Empezó en la sección de Sucesos y pasó por distintas secciones, desde el desaparecido Huecograbado hasta Opinión y Colaboraciones […]. Entre 1983 y 1988 se desplazó los veranos a Palma de Mallorca para cubrir la información de la isla, incluida la estancia de la Familia Real, para la sección ‘España en Vacaciones’ […]. En 1988 fue nombrado subdirector del periódico y en 2010, año de su jubilación, pasó a presidir el Consejo Asesor Editorial de ABC”.
Como ABC, era, ya se dijo, monárquico. Del controvertido Juan Carlos I, del ejemplar Felipe VI y, cómo no, de Don Juan. Su último artículo, de 3 de junio de 2014, se tituló “Una lección de grandeza histórica” y fue escrito con motivo de la abdicación del rey y en él destaca la mención a su padre en el discurso. Monárquico, pero, por encima de todo, liberal. Era su talante.
Mención aparte en su vida periodística merecen, claro está, esos veranos mallorquines de los ochenta (recaló en el céntrico Hotel Saratoga, en el Paseo de Mallorca), donde ejerció como reportero y cronista. Y no sólo. Basta con recordar su libro de poemas Siurell, y, vuelvo a recalcarlo, artículos como “La Mallorca que verán los príncipes”, donde habla por extenso de la isla en su característico estilo lírico.
Sí, a la Familia Real dedicó no pocos de esos artículos estivales. Da cuenta, pongo por caso, de un Consejo de Ministros del Gobierno de Felipe González en agosto del 83 presidido por Don Juan Carlos: “El Rey animó al Gobierno a no caer en el desánimo y el pesimismo”.
Resultan muy curiosas, en estas crónicas de sociedad dignas del Hola, sus apreciaciones sobre la vestimenta de sus protagonistas.
Pero no sólo a los reyes y su familia (la griega incluida) dedicó Castelo esos reportajes. Por ellos pasaron también numerosos personajes del deporte, la política, la cultura, la música, la farándula, etc. Así, los Príncipes de Gales, los duques de Württémberg, Camilo José Cela, María Teresa de Gelabert, la viuda de Llorenç Villalonga, a la que conoció y trató en esas estancias mallorquinas, etc. En un artículo da cuenta del mareo del presidente González por culpa del viaje de dos horas en helicóptero hasta Mallorca. En otro analizó el fenómeno del top-less:
Porque había mucho de frívolo en esa vida de cronista al sol, Castelo se permite en no pocas ocasiones echar mano del humor. Y de la ironía, tal vez porque ambos sentidos son indivisibles. Nada extraño, por otra parte, en quienes le conocimos. Sentarse a su lado en cualquier mesa estaba justificado por su entretenida conversación (hilarante a ratos, inteligente siempre) y, si hacía calor, por aprovechar las frescas, firmes sacudidas de su inseparable abanico.
El escritor mallorquín José Carlos Llop (que le dedicó el delicioso “Las terceritas de Castelo”) pensaba que “tenía un punto valleinclanesco ―monárquico y sentimental― pasado por la escuela de Manuel Machado y Foxá. Como un personaje de Lhardy, con sentido del humor”.
Es imposible hablar de él sin destacar su vinculación a Extremadura. Solía decir, “me van a reñir de lo mucho que saco en ABC a mi tierra”. Cualquier motivo ―la publicación de un libro, la concesión de un premio, una lectura o una conferencia― era excusa bastante para que un escritor extremeño apareciera allí. A última hora de la tarde recibías una llamada que te instaba a que compraras el periódico al día siguiente.  
Como recuerda Medrano, a los Congresos de Escritores asistía acompañado de un joven periodista de la redacción de Cultura, con el encargo de hacer la crónica diaria de lo ocurrido en esas jornadas. Y añade: “en ese liberalismo que le caracterizaba, siempre tuvo a bien el elogio a lo que aportaba cada uno por encima de la afinidades políticas, o de cualquier otro tipo, con el que a veces se filtran las cosas. Como él decía, somos un periódico de derechas y en el ABC Rodríguez Ibarra ha salido más veces que en El País”.
Sí, esa generosidad era amplia. En cuanto le enviabas un nuevo libro, se movilizaba y él mismo se hacía cargo de que en ABC Cultural apareciera la reseña consiguiente. Sé que no ocurría sólo conmigo, aunque me atenga a mi propia experiencia.
Si bien uno había publicado su primer artículo en ABC en 1987 y luego algunos más (casi siempre a petición suya: “¡Niño…!, ¡Eh!), algunos incluso dictados por teléfono (tan viejo soy), supongo que pasé a hacerlo con asiduidad cuando se encargó de la sección de Colaboraciones. Algunos de ellos se reunieron en El lector invisible, libro que vio la luz en 2001 con textos escritos entre 1987 y 2000 para “Tribuna Abierta”, salvo uno. Me ayudó en la selección Julián Rodríguez y publicó el libro, en la Editora Regional de Extremadura, Fernando Pérez, amigo de Castelo y director de la misma. En la preciosa colección Ensayo Literario. Se lo dediqué a él, cómo no.
Ya enfermo, batalló con Fernando Rodríguez Lafuente, coordinador de ABC Cultural, para que me ocupara de la crítica de poesía. Lo consiguió, aunque su victoria fue efímera. No aguanté los silencios y las dilaciones de los responsables y renuncié, para su disgusto, al poco tiempo.
El ejemplo ―esa virtud reivindicada para España por Javier Gomá, ya se ve que en vano― es lo mejor que he recibido de un ser tan desprendido como Castelo. Sí, era espléndido, su adjetivo predilecto. En todos los sentidos. Lo aprecié bien en cuantos jurados literarios compartimos, que no fueron pocos. Siempre mantengo una de sus enseñanza, algo malévola, pero que define bien su personalidad: la de que no gane nunca un libro por unanimidad. Que sea por mayoría. Así, explicaba sonriendo, consigues aclarar al autor, que puede ser amigo o conocido, que tú defendiste su original hasta el último momento.
Quizá su lección más honda y humana fue cuando el PP de Floriano montó el escándalo del fotógrafo Montoya, que tanto daño hizo a la trayectoria política y a la salud de nuestro común amigo Paco Muñoz, con el que Castelo viajó a La Habana. Me salpicaba el asunto porque el catálogo llevaba el sello de la Editora, que por entonces uno dirigía. Fueron varias horas de conversaciones telefónicas. Me iba informando de los movimientos que se iban sucediendo en Madrid, pues el ministro Acebes se había implicado en el invento. La tormenta amainó y no hubo nada, salvo una denuncia de Manos Limpias y la pérdida de las elecciones al Ayuntamiento de Badajoz, de las que era cabeza de cartel el mencionado Muñoz, lo que ocasionó, por su previa marcha de la Consejería, un retroceso notable en materia de política cultural.
Las muertes prematuras de los escritores extremeños son una constante dolorosa pero evidente: Ángel Campos Pámpano, Julián Rodríguez, Fernando Pérez, Antonio Franco… Tengo ahora la edad que tenía él cuando murió, y eso me impresiona.  Leo en una entrevista de 2011: “Usted, que escribe su obra, como dice Pureza Canelo, a golpe de corazón, defiende las causas preteridas. Quedan pocos paladines como Castelo”. Y éste responde: “Porque pienso que el día de mañana yo también seré un escritor preterido al que nunca faltará algún escritor que me saque del olvido”.