
Esto fue lo que dije en la mesa redonda de las primeras Jornada de Estudio Santiago Castelo que tuvo lugar el pasado día 8 de noviembre en la Sala Paraninfo Clara Campoamor de la Diputación de Badajoz.
Lo llevé escrito, una lección aprendida hace mucho de mi maestro Gonzalo Hidalgo Bayal. Por si acaso. Luego vino el debate.
De la crónica del aquella intensa mañana ya se ha ocupado su principal responsable: Carlos García Mera en su muro de Facebook.
Buenos días y gracias por invitarme a participar en este
acto, el primero del que se hace cargo la nueva directiva de la Asociación de
Escritores Extremeños, presidida por la poeta placentina Sandra Benito, justa
heredera de Isabel Pérez, de la saga de los Pérez González, tan cercana a José
Miguel Santiago Castelo.
Fue precisamente aquí, en esta ciudad, donde conocí en
persona a Castelo ―como la mayoría le llamaba y le llama―, en 1982, con motivo
del segundo Congreso de Escritores Extremeños.
El 30 de mayo de 2015, treinta y tres años después, decía en
ABC, al comienzo de mi artículo “Sólo vivir vale la pena”: “Santiago
Castelo (…) fue ante todo poeta. A pesar de su decidida vocación periodística, doy
por supuesto que es lo que él prefería. Por encima de todo. Que era esa
condición la que más le gustaba que le reconocieran sus lectores”. Ahora, diez
años más tarde, me he replanteado esa afirmación, a pesar de que cualquier
escritor que haya publicado libros en distintos géneros, a la hora de elegir cuál
de estos le define mejor, es muy probable que se decante por la poesía si dio a
la imprenta alguno de versos; que, pese a su insignificancia real, si lo
comparamos con la narrativa ―y, ya ahí, con la novela―, no habrá de importarle adornarse
él o que le califiquen otros, como poeta. En el caso de la persona que nos
convoca, dudo ahora qué título se atribuiría a sí mismo por encima de todos los
demás, si el de poeta, como dije hace una década, lo que fue de sobra, o el de
periodista, que también. Me da la impresión, después de tratarlo durante años, que
cuanto menos dudaría. Dijo Julio Bravo: “Su pasión por el periodismo sólo era comparable
a la que sentía por la poesía”. Podríamos dejarlo en tablas. A papá y a mamá.
No me cabe duda, sin embargo, de que su estilo periodístico era
el de un poeta. Eso no puede negarse. Se dice con frecuencia que la mejor prosa
está en manos de quienes escriben poesía. Se aprecia bien en el primer artículo
que publicó en el diario ABC, “Siete espigas bajo el sol”, sobre su
querido pueblo, Granja de Torrehermosa, de 1970, año que entró en esa santa
casa: “en toda la baja Extremadura, sólo tiene derecho a veranear el sol”.
Aunque la impronta de maestros que elogiaron la retórica,
como Pedro de Lorenzo, marcaron su huella, por más que lo lírico en su
vertiente, si se quiere, popular y hasta folclórica aflore por momentos, sobre
todo en su primera época, al final su estilo el propio de quien lee y escribe
poesía, lo que significa que cada palabra cuenta y que, en consecuencia, la que
no suma resta. Y mucho. El don de síntesis, al que se refirió su amigo Pere
Gimferrer en un poema memorable, pesó en él a la hora de fijar un texto y no
sólo por las prescritas limitaciones de espacio, sino por dar a lo escrito la
precisión que la verdadera poesía exige, por poco o nada poético que sea
el asunto que aborde.
Ya que hemos mencionado al ABC, bien está centrar
esta intervención en lo que esa cabecera representó en la vida de Castelo, que
empezó su carrera periodística en Extremadura, su tierra, a la que tanto quiso.
Y lo hago no sin reparo, pues tengo a mi lado a dos personas que conocen esa
faceta del granjeño mejor que yo. Para colmo, uno de ellos es, a la sazón,
director de esa histórica mancheta.
“Porque eras, Niño, el retrato viviente de ABC”,
escribió Antonio Burgos. Y: “Tú eras, Niño, un andante ejemplo […] del estilo
de ABC. Tú, Niño, encarnabas el espíritu liberal y literario de esta
Casa a la que entregaste tu vida y de la que eras símbolo vivo”. Suya es una
anécdota muy graciosa, que pone en boca de El Chupa, viejo telefonista de la
casa: “Señor Castelo, se pasa usted aquí más horas que el retrato de Don
Torcuato”.
[Por cierto, “Niño”
(tal o cual) es como llamaban a los alumnos en prácticas del periódico. Estoy
escuchando todavía su vozarrón inconfundible al otro lado del teléfono. Apenas
descolgabas, oías: “¡Niño!”. A veces le bastaba un “¡Eh!”.]
Juan Manuel de Prada, con el que tuvo una íntima amistad,
afirmó: que “este poetazo descomunal fue también la persona que mejor ha
encarnado el espíritu de ABC”.
De su importancia en ese medio de comunicación dan buena cuenta
estas pocas palabras de Jesús Lillo: “A su manera, fue un pionero de lo que
ahora se conoce como recursos humanos”.
Otro amigo común, Carlos Medrano, alude a su campechanía, “su
cordialidad era irreductible y no se sometía al corsé del estrés periodístico
de las noticias […] ni a la diplomacia de muchas relaciones y gestiones que
Castelo, con su don de gentes, llevó a cabo con enorme elegancia desde sus
cargos de responsabilidad”.
En “Un hombre de lealtades hondas”, su discurso de recepción
del Premio Luca de Tena, declaró: “Mi vida entera se ha desarrollado en esta Casa
de ABC: aquí entré hace treinta y siete años, siendo un muchacho
espigado e inquieto; aquí aprendí todo lo que sé y de aquí no he querido moverme:
ésta es una escuela permanente del mejor periodismo, de la mejor literatura
[conviene resaltar esta condición de periódico literario por lo que dijimos
acerca de su estilo más arriba], donde se aprende a amar la verdad y la
libertad en una perfecta simbiosis de nobleza y liberalidad, de respeto a los demás
y de amor a la obra bien hecha. […] Yo, de niño—como tantos millares de
españoles—, leía ABC en mi casa extremeña con verdadera devoción y
cuando descubrí que quería ser periodista no podía imaginarme en otro sitio
sino en ABC”. “He servido lealmente”, sentencia. Ni siquiera cuando Luis
María Anson dejó la dirección de ABC para fundar La Razón en 1998,
y le propuso que le acompañara. Conviene recalcar el concepto de “fidelidad”; en
su caso, de origen monárquico, como él recordaba. En efecto, uno de los
principios básicos de un defensor de la monarquía (y Castelo, desde joven, se
acercó a Estoril a mostrar su lealtad y rendir su servicio a quien la
representaba, Don Juan, “el Rey padre”, como él lo designaba) es la fidelidad.
Bravo precisa: “Es imposible escribir la historia reciente
de ABC sin darle un lugar destacado a José Miguel Santiago Castelo, ligado
a esta casa desde el año 1970, y donde mantenía su despacho después incluso de
su jubilación; un despacho que fue durante años «lugar de peregrinación» para
decenas de redactores y colaboradores, que encontraban siempre en él refugio,
consejo o, simplemente, un oído atento y comprensivo. Castelo, como se le
conocía en la Redacción de ABC, lo llamaba su «confesionario laico»”. Y sigue:
“Le gustaba decir que, salvo engrasar las linotipias, había hecho de todo en ABC.
[…] Empezó en la sección de Sucesos y pasó por distintas secciones, desde el
desaparecido Huecograbado hasta Opinión y Colaboraciones […]. Entre 1983 y 1988
se desplazó los veranos a Palma de Mallorca para cubrir la información de la
isla, incluida la estancia de la Familia Real, para la sección ‘España en
Vacaciones’ […]. En 1988 fue nombrado subdirector del periódico y en 2010, año
de su jubilación, pasó a presidir el Consejo Asesor Editorial de ABC”.
Como ABC, era, ya se dijo, monárquico. Del
controvertido Juan Carlos I, del ejemplar Felipe VI y, cómo no, de Don Juan. Su
último artículo, de 3 de junio de 2014, se tituló “Una lección de grandeza
histórica” y fue escrito con motivo de la abdicación del rey y en él destaca la
mención a su padre en el discurso. Monárquico, pero, por encima de todo,
liberal. Era su talante.
Mención aparte en su vida periodística merecen, claro está, esos
veranos mallorquines de los ochenta (recaló en el céntrico Hotel Saratoga, en
el Paseo de Mallorca), donde ejerció como reportero y cronista. Y no sólo. Basta
con recordar su libro de poemas Siurell, y, vuelvo a recalcarlo,
artículos como “La Mallorca que verán los príncipes”, donde habla por extenso
de la isla en su característico estilo lírico.
Sí, a la Familia Real dedicó no pocos de esos artículos estivales.
Da cuenta, pongo por caso, de un Consejo de Ministros del Gobierno de Felipe
González en agosto del 83 presidido por Don Juan Carlos: “El Rey animó al
Gobierno a no caer en el desánimo y el pesimismo”.
Resultan muy curiosas, en estas crónicas de sociedad dignas
del Hola, sus apreciaciones sobre la vestimenta de sus protagonistas.
Pero no sólo a los reyes y su familia (la griega incluida) dedicó
Castelo esos reportajes. Por ellos pasaron también numerosos personajes del
deporte, la política, la cultura, la música, la farándula, etc. Así, los
Príncipes de Gales, los duques de Württémberg, Camilo José Cela, María Teresa
de Gelabert, la viuda de Llorenç Villalonga, a la que conoció y trató en esas
estancias mallorquinas, etc. En un artículo da cuenta del mareo del presidente
González por culpa del viaje de dos horas en helicóptero hasta Mallorca. En
otro analizó el fenómeno del top-less:
Porque había mucho de frívolo en esa vida de cronista al
sol, Castelo se permite en no pocas ocasiones echar mano del humor. Y de la
ironía, tal vez porque ambos sentidos son indivisibles. Nada extraño, por otra
parte, en quienes le conocimos. Sentarse a su lado en cualquier mesa estaba
justificado por su entretenida conversación (hilarante a ratos, inteligente
siempre) y, si hacía calor, por aprovechar las frescas, firmes sacudidas de su inseparable
abanico.
El escritor mallorquín José Carlos Llop (que le dedicó el
delicioso “Las terceritas de Castelo”) pensaba que “tenía un punto
valleinclanesco ―monárquico y sentimental― pasado por la escuela de Manuel
Machado y Foxá. Como un personaje de Lhardy, con sentido del humor”.
Es imposible hablar de él sin destacar su vinculación a
Extremadura. Solía decir, “me van a reñir de lo mucho que saco en ABC a mi
tierra”. Cualquier motivo ―la publicación de un libro, la concesión de un
premio, una lectura o una conferencia― era excusa bastante para que un escritor
extremeño apareciera allí. A última hora de la tarde recibías una llamada que
te instaba a que compraras el periódico al día siguiente.
Como recuerda Medrano, a los Congresos de Escritores asistía
acompañado de un joven periodista de la redacción de Cultura, con el encargo de
hacer la crónica diaria de lo ocurrido en esas jornadas. Y añade: “en ese liberalismo
que le caracterizaba, siempre tuvo a bien el elogio a lo que aportaba cada uno
por encima de la afinidades políticas, o de cualquier otro tipo, con el que a
veces se filtran las cosas. Como él decía, somos un periódico de derechas y en
el ABC Rodríguez Ibarra ha salido más veces que en El País”.
Sí, esa generosidad era amplia. En cuanto le enviabas un
nuevo libro, se movilizaba y él mismo se hacía cargo de que en ABC Cultural
apareciera la reseña consiguiente. Sé que no ocurría sólo conmigo, aunque me
atenga a mi propia experiencia.
Si bien uno había publicado su primer artículo en ABC
en 1987 y luego algunos más (casi siempre a petición suya: “¡Niño…!, ¡Eh!),
algunos incluso dictados por teléfono (tan viejo soy), supongo que pasé a hacerlo
con asiduidad cuando se encargó de la sección de Colaboraciones. Algunos de
ellos se reunieron en El lector invisible, libro que vio la luz en 2001
con textos escritos entre 1987 y 2000 para “Tribuna Abierta”, salvo uno. Me
ayudó en la selección Julián Rodríguez y publicó el libro, en la Editora
Regional de Extremadura, Fernando Pérez, amigo de Castelo y director de la
misma. En la preciosa colección Ensayo Literario. Se lo dediqué a él, cómo no.
Ya enfermo, batalló con Fernando Rodríguez Lafuente, coordinador
de ABC Cultural, para que me ocupara de la crítica de poesía. Lo
consiguió, aunque su victoria fue efímera. No aguanté los silencios y las
dilaciones de los responsables y renuncié, para su disgusto, al poco tiempo.
El ejemplo ―esa virtud reivindicada para España por Javier
Gomá, ya se ve que en vano― es lo mejor que he recibido de un ser tan desprendido
como Castelo. Sí, era espléndido, su adjetivo predilecto. En todos los
sentidos. Lo aprecié bien en cuantos jurados literarios compartimos, que no
fueron pocos. Siempre mantengo una de sus enseñanza, algo malévola, pero que
define bien su personalidad: la de que no gane nunca un libro por unanimidad.
Que sea por mayoría. Así, explicaba sonriendo, consigues aclarar al autor, que
puede ser amigo o conocido, que tú defendiste su original hasta el último
momento.
Quizá su lección más honda y humana fue cuando el PP de
Floriano montó el escándalo del fotógrafo Montoya, que tanto daño hizo a la
trayectoria política y a la salud de nuestro común amigo Paco Muñoz, con el que
Castelo viajó a La Habana. Me salpicaba el asunto porque el catálogo llevaba el
sello de la Editora, que por entonces uno dirigía. Fueron varias horas de
conversaciones telefónicas. Me iba informando de los movimientos que se iban sucediendo
en Madrid, pues el ministro Acebes se había implicado en el invento. La
tormenta amainó y no hubo nada, salvo una denuncia de Manos Limpias y la
pérdida de las elecciones al Ayuntamiento de Badajoz, de las que era cabeza de
cartel el mencionado Muñoz, lo que ocasionó, por su previa marcha de la
Consejería, un retroceso notable en materia de política cultural.
Las muertes prematuras de los escritores extremeños son una
constante dolorosa pero evidente: Ángel Campos Pámpano, Julián Rodríguez, Fernando
Pérez, Antonio Franco… Tengo ahora la edad que tenía él cuando murió, y eso me impresiona. Leo en una entrevista de 2011: “Usted, que
escribe su obra, como dice Pureza Canelo, a golpe de corazón, defiende las
causas preteridas. Quedan pocos paladines como Castelo”. Y éste responde: “Porque
pienso que el día de mañana yo también seré un escritor preterido al que nunca
faltará algún escritor que me saque del olvido”.
