Ayer noche se fallaron en Almendralejo los premios de novela y poesía que concede su Ayuntamiento. Uno forma parte del jurado desde hace algunos años. Del mismo modo que la entrega de los premios Extremadura a la Creación abre el curso literario extremeño, éste se cierra, salvando las distancias, con la adjudicación del Carolina Coronado y del José de Espronceda.
Cuando escribo esto, no sé quién habrá conseguido llevarse el gato al agua. Esperemos que, al menos, no acarree las tristes consecuencias que hace dos años, al concedérselo a un libro que meses más tarde se alzó, aunque parezca increíble, con el premio Fundación Loewe. Del lío que formó su irresponsable autor ya se dio debida cuenta en los medios de comunicación regionales y nacionales por lo que no es necesario volver sobre ello.
Una reciente experiencia como miembro de otro jurado me ha hecho darle nuevas vueltas al eterno asunto de los premios literarios.
Para empezar, aunque haya inflación, uno los defiende. Sin ir más lejos, mi primer libro publicado fue una feliz consecuencia, para mí, de la participación en un concurso. Jugué más veces y, en ocasiones, gané. Por suerte, me pude retirar a tiempo.
Si no los defendiera, claro está, no aceptaría ser miembro de jurados y menos después de sufrir las desagradables consecuencias que ese ejercicio, a veces, acarrea.
Mi defensa de los premios se basa, antes que nada, en las posibilidades que proporciona a los autores que empiezan, a los jóvenes. Nuestro paisano, el otrora temible crítico José Luis García Martín, escribía hace un par de semanas en ABC de las artes y las letras: "Los premios de poesía suelen estar gafados: quien después de los cuarenta sigue concursando ya no juega en la misma división que Valente o Brines, sino en la de los muy respetables Ángel García López o Carlos Murciano".
Esta tajante afirmación admite matices, por supuesto. Así, no es lo mismo quien después de esa edad aspira a seguir publicando los libros que escribe y lo hace a través de un premio porque, pongo por caso, no encuentra editor, que quien, por afición, vicio o enfermedad (que uno ya no sabe) se sigue presentado a todo galardón que se convoca con un afán bien distinto. El objetivo no es tanto publicar una nueva obra (en rigor no la hay: a determinado ritmo, la reiteración es inevitable), cuanto seguir ganando dinero a costa de esta curiosa lotería.
De este modo, además de perjudicarse a sí mismo como escritor (hay quien ha tirado por la borda su prestigio literario a este bajo precio), daña a los que buscan abrirse camino en la literatura, que es, sin duda, un motivo más noble.
Hay premios sucios y premios limpios. Los primeros están dados de antemano y los segundos, no. Visto lo visto, para desesperación de los miembros de los jurados, al menos para éste que escribe, los limpios, que son los que conozco, suelen ganarlos casi siempre ventajistas, auténticos cazapremios profesionales. Podría citar nombres.
Lo que cabría hacer es lo que se cuenta apócrifamente de un viejo concurso: que rece en las bases aquello de que podrán concurrir todos los autores que quieran con obras originales e inéditas salvo menganito, zutanito, etc. O participar a cara descubierta, con nombres y apellidos, para que luego el jurado soberano obre en consecuencia.
El poeta Enrique Baltanás ha escrito en su blog: “Los premios literarios pueden clasificarse en tres grandes grupos o reinos: los premios políticos, los sociales y los económicos”. En el primer grupo, sitúa “galardones como el Cervantes, el Reina Sofía, el Menéndez Pelayo, los Premios Nacionales del Ministerio de Cultura… generalidades, juntas…”. En el segundo “aquellos que suelen otorgar cajas de ahorro, ayuntamientos y diputaciones, mayormente” y en el tercero “los premios que atiende sólo, o principalmente, a razones de mercado libre: el paradigma sería el Premio Planeta, pero hay otros muchos”. El profesor sevillano concluye: “premios literarios, lo que se dice literarios, no los hay en España. Porque, después de todo, ¿qué es un premio literario? Quizá sólo un oxímoron”. Para él, se da una inevitable conjunción de opuestos o de ideas contrapuestas en la unión de las palabras “premio” y “literario”.
No creo que las cosas sean exactamente así. De lo que doy fe es de la inmensa alegría que supone premiar un buen libro de un autor desconocido (o casi) y la tremenda pena que da leer en voz alta en una plica recién abierta el nombre de uno de estos concursantes profesionales, con aires de ludópata, que tanto abundan. En este caso, lo más seguro es que estemos ante un libro correcto, sí, pero poco más. Tendremos en las manos un común centón de versos que lo único que quita es la confianza en los poetas y, lo que es peor, en la poesía. Justo lo contrario de lo que pasa con aquél.
NOTA: Lo que uno no se podía imaginar cuando escribió este artículo es que la realidad iba a mostrarse tan crudamente. Sí, anoche, por segunda vez en quince días, un jurado del cual era miembro (además, para colmo, de portavoz) premiaba al mismo autor. En el primer caso por un libro de cuentos; ayer, por otro de poesía. ¿Alguien duda de que mi preocupación estaba justificada? Yo no.