Me entero ahora de que el pasado día 16 se fallaron los Premios de la Crítica Valenciana. En poesía, eran finalistas los libros: El dueño del fracaso, de Ramón Bascuñana; La mar desnuda, de Fernando Delgado; Llegar a casa, de José Iniesta; María Cambrils. El despertar de la conciencia, de Ana Noguera; Todas las batallas perdidas, de Joaquín Juan Penalva; Donde da la vuelta el aire, de Mila Villanueva; y Mis fantasmas, de Juan Pablo Zapater. Al final ganó el libro de Delgado. Porque, entre otras cosas, representa "la madurez de un escritor muy completo y diverso a la vez, y que en este caso nos muestra toda su destreza y maestría a través de unos elaborados y poderosos versos, con un ritmo grandioso y una sonora musicalidad", según el jurado.
Rescato esta reseña, que debió publicarse hace meses, sorprendido aún por la noticia. Los premios, ese misterio.
Fernando Delgado
Pre-Textos, Valencia, 2019. 100 páginas.
“Es norma generalizada que en España el que es poeta no
puede ser otra cosa. O si uno escribe novela ¡ay de él si se le ocurre escribir
poesía!”, comentó en una entrevista Antonio Colinas. Sí, aquí es difícil
compaginar géneros y a cada escritor se le cataloga sin tener en cuenta esa
alternancia. A Delgado (Santa Cruz de Tenerife, 1947) se le ha asignado, junto
a la de periodista (fue director de RNE y premio Ondas), la categoría de
narrador y, con serlo (ha publicado trece novelas y ganó el Planeta), también
es autor de los libros de poesía Urgente
palabra, Mísero templo, Proceso de adivinaciones, Autobiografía del hijo, Presencias de ceniza, El pájaro escondido en un museo y Donde estuve.
La mar desnuda es
un libro singular que reúne una primera parte de ocho poemas (acaso la mejor, donde
aparece el mar –léase “La mirada del mar”, un diálogo con Sorolla– y los ríos; la
carnalidad, el amor y el sexo; la Iglesia de algunos que toman el nombre de
Dios en vano o la obra escultórica de Chirino) a la que sigue un extenso libreto
para una ópera inconclusa que, como se explica, le encargó el compositor Rodolfo
Halfter,” inspirada en la historia de un mencey guanche”, Tanausú, que “optó
por la muerte en el mar a favor de su libertad y la de los suyos”. Conforman su
estructura varias partes: la inaugural (“El agua vuela”) y cinco más, además de
una final (“Epílogo”, esto es, “Paisaje de Millares”, el pintor de las
arpilleras, donde el cuadro adquiere la condición de metáfora del relato).
Lo mítico, épico y telúrico –prima lo esdrújulo– se unen
para cantar las hazañas del héroe. Abundan los nombres propios (de lugares,
personajes o dioses) y las palabras clave: caldera, drago, mar, águila, isla, roque,
volcán… Al lector le faltan acaso referencias, pues la teatral cantata carece
de notas.
Por otro lado, la inspirada historia legendaria de los aborígenes
guanches humillados por el ejército invasor de los Reyes Católicos de España puede
que cause cierta fatiga en ese lector ahíto de imaginarias vindicaciones
patrióticas.
Destacan, en positivo, más allá del indudable esmero del
lenguaje, la fuerza del amor (entre Tanausú y Acerina: “que ya no vivo en mí /
sino contigo”), la virtud del fracaso, la denuncia de la traición, la
resistencia ante el destino y, sobre todo, el valor de la libertad.