Raro es el libro que aparece en la
colección La gruta de las palabras, del sello Prensas de la
Universidad de Zaragoza, dirigida por el escritor Fernando Sanmartín, que uno
no lee con interés. Vuelve a ocurrir con sus dos últimas entregas: Tragaluz, del poeta asturiano Diego Llorente (que merecería
sin duda una reseña) y Fotosíntesis, de Carlos Alcorta (Torrelavega, Cantabria, 1959),
que es poeta, crítico (literario y de arte), editor y gestor cultural. Autor de
los libros Condiciones de vida, Cuestiones
personales, Compás de espera, Trama, Corriente
subterránea, Sutura, Sol de resurrección, Vistas y panoramas, Ahora es la
noche, Aflicción y
equilibrio, así como de la antología Ejes
cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (Renacimiento).
Tiene premios como el Ángel González o Hermanos Argensola y fue accésit del
Fray Luis de León y del Ciudad de Salamanca.
Ejerce la crítica en Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso
y Vallejo&Co. También aquí. En la actualidad
es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y
de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de
Santander. Publica desde hace años un blog.
Fotosíntesis es un libro breve compuesto por veintitrés poemas numerados y sin título que se reúnen como fragmentos a su imán, que diría Lezama. Partes acaso de un poema largo y único que tiene como tema principal, digámoslo cuanto antes, el desamor. Estamos, sí, ante la historia de una ruptura amorosa que, por cuanto se mencionan palabras como “matrimonio” y “conyugal”, cabría denominar también como separación o divorcio. Se aborda, eso sí, retrospectivamente. No, no es un tema baladí. Sabemos que afecta en lo más hondo a la persona, transformándola. Es algo que conocemos, hayamos pasado o no por el trance. De ahí el título, que enlaza, simbólicamente, con ese proceso metabólico de las plantas verdes, “por el que se sintetizan sustancias orgánicas gracias a la clorofila a partir de dióxido de carbono y agua, utilizando como fuente de energía la luz solar”. Aquí, como indica la nota editorial, ese proceso de cambio no se realiza gracias a la energía solar, “sino a esa fuerza que proporciona la propia escritura”.
Sí, debe ser complicado enfrentarse, en soledad, a “un vacío / espectral parecido a la muerte, / pero sin metafísica”.
De momento recuerda uno libros concebidos ante esa situación. De Carson, Glück y Olds, por citar a tres poetas del momento. Aquí el punto de vista es otro: quien habla es un hombre. Ya se lo recriminará alguien. Al tiempo.
Se abre con dos epígrafes. Del poeta polaco Zbigniew Herbert (de donde tomo el título de esta reseña) y del pensador norteamericano R. W. Emerson, que defiende la contradicción, tan humana y comprensible.
Estamos ante una poesía del yo que, con ser íntima, no debemos calificar despectivamente de confesional, aunque a la confesión se aluda en su primer poema y no falten en el libro ni la emoción ni el sentimiento. Alcorta es un poeta de alcance, que ha leído, con criterio, y de ahí no puede salir un mero desahogo liricoide. Lo meditativo media. Por eso, la reflexión sobre la propia existencia acaba siéndolo sobre la vida de cualquiera. Ni siquiera es pertinente considerar todo lo expresado como materia estrictamente autobiográfica.
El lenguaje empleado es claro y sencillo. Lo natural impera. Se cuelan en los poemas ráfagas descriptivas, objetos cotidianos, situaciones comunes... Muy en línea con la tradición de la poesía contemporánea estadounidense, que Alcorta pondera. En un momento dado cita a Simic, por ejemplo. O a Brodsky, que, como el serbio, tampoco nació en un país que terminó por asimilarlos como poetas patrios.
El primer verso del libro juega con la ironía, esa arma secreta tan necesaria para sobrevivir: “No soy partidario de airear mis equivocaciones / en el confesionario”. Más adelante leemos: “Lo hablaba con mi hermano la otra noche. / Achacábamos a la herencia genética / el origen de nuestra propensión / a desconectar emocionalmente / y a amurallarnos dentro de nuestro castillo interior / cuando no comprendemos lo que ocurre / a nuestro alrededor”. Y: “Al parecer, procedo / como alguien sin conciencia / que no presta atención a los detalles”.
En los primeros poemas del libro (que van encadenándose, como anticipé) abundan las referencias religiosas pertenecientes a la moralidad católica (aunque no sólo) en la que casi todos hemos sido educados; así, el sentimiento de culpa, la mala conciencia, el remordimiento, la hipocresía, el arrepentimiento... “A veces rezo para que una fuerza invisible / me obligue a hacer cosas que no soy capaz de hacer / por mí mismo por falta de confianza, / a pesar de mi edad, ya avanzada”.
El mundo externo no te importa, dicen quienes le conocen bien, “sólo las corrientes que fluyen hacia / el yo son capaces de desestabilizarte”. En momentos así se acentúa el “egocentrismo”, “un ingrediente imprescindible”.
Hay miedo y desconcierto. “La porción de verdad / con la que alimentas los sentidos / se corrompe, igual que un pez / o un tiempo muerto, / al contacto con la realidad”. “Buscas afuera lo que tienes dentro / de ti. La travesía no está exenta / de peligro, pero estamos de paso”. “¿Qué tú es el verdadero?”, se pregunta. Constata que “el lastre de la memoria te impide avanzar”. “Parecen tus ojos inmovilizar / ese espacio vacío que queda entre una historia / del pasado y un lugar / indefinido del futuro, / entre una casa abandonada / y el hogar que ahora te acoge”. Porque “hay lugares para vivir que son vida / solo a medias”, “formas de vivir sin presente”, dice en el poema 11, uno de los esenciales del conjunto. Termina: “La realidad, a veces, crea en la mente / tal vacío que revienta los oídos”.
Entre otras metáforas marinas (propias de quien vive a orillas del mar), encontramos en el poema siguiente la del escualo, ignorante de la ferocidad y el peligro que “la publicidad y la naturaleza” proyectan de él. “De igual manera esa mujer / que tienes en frente, a solo unos pasos, / ignora que sus gestos son un cebo / envenenado que mordisqueas / al compás de sus movimientos / aun sabiendo que será tu perdición”. Concluye: “no te das cuenta de que no eres / el depredador, sino la víctima”.
Menciona Alcorta el “resentimiento conyugal” y en esa relación sentimental tóxica, digamos, el mal, ella, aparece metamorfoseado en serpiente que inflige dolor.
Pero al cabo se reconoce el triunfo del amor, termine bien o mal, “Un pez resbaladizo”. Luego añade: “La inspiración para escribir sobre esto / no surge de las palabras, sino de los actos, / aunque ambos se concilien en la página”. Reconoce que “la vida en común crea / ficciones, rectas paralelas / que levantan fronteras infinitas, / un diálogo interior entre sordos”. Sabe de lo que habla. “No le des más vueltas. Guarda silencio”. Va hacia el “nuevo mundo”. “Palabras cada vez más distanciadas. / No había ya manera de entenderse”, leemos en el poema 15, otro de los fundamentales. “Tentativas, esfuerzos malogrados”.
Es obvio que el poeta cada vez concreta más y, a pesar de que el tono reflexivo permanezca, lo circunstancial y anecdótico, trascendido, cobra un especial valor.
Ella, “se olvida así de ti. Por propia voluntad”. Entre los “escombros del deseo”. Un deseo (léase el poema 17) que aún dura. En el siguiente, en pleno descenso a los infiernos, escribe: “Eres un hombre entre alimañas / y un monigote entre hombres”. Con todo, se acerca un renacimiento. Vuelve la luz, la belleza: “Por lo que sé, en momentos como este, / tiene el amor parte en el milagro”. El problema y, paradójicamente, la solución.
Como en el verso de Gabriel Ferrater, mientras el mudo gira, ella duerme. Él se resigna “a pasar la noche solo”. “Conservas restos de lujuria”. “Hasta que comprobaste que resultaba / imposible reanimar un cuerpo /inanimado”.
El buitre [otra metáfora animal] “Contempla la agonía del guerrero / yacente, vencido, a punto de morir”. “El destino define / su condición”.
Y llega el final, con cita de uno de los grandes poetas del amor, Pedro Salinas. Se constata que “Pudo haber sido / y no fue. // Como un papel en blanco”.
Por suerte, el lector encuentra todo lo contrario, en sentido real, en este libro doloroso y dolorido. Tanto del que padece dolor como de quien lo causa. Un libro humano por demás. Y verdadero.
Fotosíntesis
Carlos Alcorta
Prensas de la Universidad de Zaragoza. Colección La gruta de las palabras, Zaragoza, 2020
Fotosíntesis es un libro breve compuesto por veintitrés poemas numerados y sin título que se reúnen como fragmentos a su imán, que diría Lezama. Partes acaso de un poema largo y único que tiene como tema principal, digámoslo cuanto antes, el desamor. Estamos, sí, ante la historia de una ruptura amorosa que, por cuanto se mencionan palabras como “matrimonio” y “conyugal”, cabría denominar también como separación o divorcio. Se aborda, eso sí, retrospectivamente. No, no es un tema baladí. Sabemos que afecta en lo más hondo a la persona, transformándola. Es algo que conocemos, hayamos pasado o no por el trance. De ahí el título, que enlaza, simbólicamente, con ese proceso metabólico de las plantas verdes, “por el que se sintetizan sustancias orgánicas gracias a la clorofila a partir de dióxido de carbono y agua, utilizando como fuente de energía la luz solar”. Aquí, como indica la nota editorial, ese proceso de cambio no se realiza gracias a la energía solar, “sino a esa fuerza que proporciona la propia escritura”.
Sí, debe ser complicado enfrentarse, en soledad, a “un vacío / espectral parecido a la muerte, / pero sin metafísica”.
De momento recuerda uno libros concebidos ante esa situación. De Carson, Glück y Olds, por citar a tres poetas del momento. Aquí el punto de vista es otro: quien habla es un hombre. Ya se lo recriminará alguien. Al tiempo.
Se abre con dos epígrafes. Del poeta polaco Zbigniew Herbert (de donde tomo el título de esta reseña) y del pensador norteamericano R. W. Emerson, que defiende la contradicción, tan humana y comprensible.
Estamos ante una poesía del yo que, con ser íntima, no debemos calificar despectivamente de confesional, aunque a la confesión se aluda en su primer poema y no falten en el libro ni la emoción ni el sentimiento. Alcorta es un poeta de alcance, que ha leído, con criterio, y de ahí no puede salir un mero desahogo liricoide. Lo meditativo media. Por eso, la reflexión sobre la propia existencia acaba siéndolo sobre la vida de cualquiera. Ni siquiera es pertinente considerar todo lo expresado como materia estrictamente autobiográfica.
El lenguaje empleado es claro y sencillo. Lo natural impera. Se cuelan en los poemas ráfagas descriptivas, objetos cotidianos, situaciones comunes... Muy en línea con la tradición de la poesía contemporánea estadounidense, que Alcorta pondera. En un momento dado cita a Simic, por ejemplo. O a Brodsky, que, como el serbio, tampoco nació en un país que terminó por asimilarlos como poetas patrios.
El primer verso del libro juega con la ironía, esa arma secreta tan necesaria para sobrevivir: “No soy partidario de airear mis equivocaciones / en el confesionario”. Más adelante leemos: “Lo hablaba con mi hermano la otra noche. / Achacábamos a la herencia genética / el origen de nuestra propensión / a desconectar emocionalmente / y a amurallarnos dentro de nuestro castillo interior / cuando no comprendemos lo que ocurre / a nuestro alrededor”. Y: “Al parecer, procedo / como alguien sin conciencia / que no presta atención a los detalles”.
En los primeros poemas del libro (que van encadenándose, como anticipé) abundan las referencias religiosas pertenecientes a la moralidad católica (aunque no sólo) en la que casi todos hemos sido educados; así, el sentimiento de culpa, la mala conciencia, el remordimiento, la hipocresía, el arrepentimiento... “A veces rezo para que una fuerza invisible / me obligue a hacer cosas que no soy capaz de hacer / por mí mismo por falta de confianza, / a pesar de mi edad, ya avanzada”.
El mundo externo no te importa, dicen quienes le conocen bien, “sólo las corrientes que fluyen hacia / el yo son capaces de desestabilizarte”. En momentos así se acentúa el “egocentrismo”, “un ingrediente imprescindible”.
Hay miedo y desconcierto. “La porción de verdad / con la que alimentas los sentidos / se corrompe, igual que un pez / o un tiempo muerto, / al contacto con la realidad”. “Buscas afuera lo que tienes dentro / de ti. La travesía no está exenta / de peligro, pero estamos de paso”. “¿Qué tú es el verdadero?”, se pregunta. Constata que “el lastre de la memoria te impide avanzar”. “Parecen tus ojos inmovilizar / ese espacio vacío que queda entre una historia / del pasado y un lugar / indefinido del futuro, / entre una casa abandonada / y el hogar que ahora te acoge”. Porque “hay lugares para vivir que son vida / solo a medias”, “formas de vivir sin presente”, dice en el poema 11, uno de los esenciales del conjunto. Termina: “La realidad, a veces, crea en la mente / tal vacío que revienta los oídos”.
Entre otras metáforas marinas (propias de quien vive a orillas del mar), encontramos en el poema siguiente la del escualo, ignorante de la ferocidad y el peligro que “la publicidad y la naturaleza” proyectan de él. “De igual manera esa mujer / que tienes en frente, a solo unos pasos, / ignora que sus gestos son un cebo / envenenado que mordisqueas / al compás de sus movimientos / aun sabiendo que será tu perdición”. Concluye: “no te das cuenta de que no eres / el depredador, sino la víctima”.
Menciona Alcorta el “resentimiento conyugal” y en esa relación sentimental tóxica, digamos, el mal, ella, aparece metamorfoseado en serpiente que inflige dolor.
Pero al cabo se reconoce el triunfo del amor, termine bien o mal, “Un pez resbaladizo”. Luego añade: “La inspiración para escribir sobre esto / no surge de las palabras, sino de los actos, / aunque ambos se concilien en la página”. Reconoce que “la vida en común crea / ficciones, rectas paralelas / que levantan fronteras infinitas, / un diálogo interior entre sordos”. Sabe de lo que habla. “No le des más vueltas. Guarda silencio”. Va hacia el “nuevo mundo”. “Palabras cada vez más distanciadas. / No había ya manera de entenderse”, leemos en el poema 15, otro de los fundamentales. “Tentativas, esfuerzos malogrados”.
Es obvio que el poeta cada vez concreta más y, a pesar de que el tono reflexivo permanezca, lo circunstancial y anecdótico, trascendido, cobra un especial valor.
Ella, “se olvida así de ti. Por propia voluntad”. Entre los “escombros del deseo”. Un deseo (léase el poema 17) que aún dura. En el siguiente, en pleno descenso a los infiernos, escribe: “Eres un hombre entre alimañas / y un monigote entre hombres”. Con todo, se acerca un renacimiento. Vuelve la luz, la belleza: “Por lo que sé, en momentos como este, / tiene el amor parte en el milagro”. El problema y, paradójicamente, la solución.
Como en el verso de Gabriel Ferrater, mientras el mudo gira, ella duerme. Él se resigna “a pasar la noche solo”. “Conservas restos de lujuria”. “Hasta que comprobaste que resultaba / imposible reanimar un cuerpo /inanimado”.
El buitre [otra metáfora animal] “Contempla la agonía del guerrero / yacente, vencido, a punto de morir”. “El destino define / su condición”.
Y llega el final, con cita de uno de los grandes poetas del amor, Pedro Salinas. Se constata que “Pudo haber sido / y no fue. // Como un papel en blanco”.
Por suerte, el lector encuentra todo lo contrario, en sentido real, en este libro doloroso y dolorido. Tanto del que padece dolor como de quien lo causa. Un libro humano por demás. Y verdadero.
Carlos Alcorta
Prensas de la Universidad de Zaragoza. Colección La gruta de las palabras, Zaragoza, 2020