Por naturaleza, no tiendo al entusiasmo. Quienes me conocen (y eso incluye a quienes me leen) lo saben. Pero lo de ayer... Subí a Salamanca solo, después de la habitual sesión sabatina de cañas (esta vez a base de botellines de cerveza tostada 00), sin prisa, deleitándome con el paisaje agostado (ni un nevero siquiera en la Sierra de Béjar) que atravesaba con el coche. Sin embargo, al llegar, la ciudad rebosaba vida, ajetreo. Fui hasta la Plaza por la concurrida calle Toro (donde saludé a unos vecinos) y observé, al pasar, los puestos de los partidos políticos que han instalado a las puertas del Liceo. Ya en la Plaza, en la que uno entra siempre por primera vez, las terrazas abarrotadas, el hervidero de gente que pululaba entre las casetas de la Feria del Libro, me pusieron nervioso. Allí en medio iba a actuar uno y experiencias pasadas, como la de Cáceres, me hicieron presagiar lo peor. La poesía y el ruido se llevan fatal. A las puertas de la carpa de las presentaciones estaban esperándome Asunción Escribano e Isabel Sánchez, muito obrigado, la anfitriona, quien lleva años consiguiendo organizar una Feria en la que prima la literatura, un bien cada vez más escaso y, por eso, tan preciado para quienes de verdad leen. Libros, quiero decir, no productos.
Nos sentamos los tres dentro y conversamos un rato. Hasta que nos dimos cuenta de que había personas esperando fuera. Félix Corchado aprovechó para hacernos algunas fotografías como las que ilustran esta entrada (salvo la última).
Aunque había dicho a mis contertulias que lo mismo acabábamos presentando el libro los tres, la caseta se fue llenando (o casi). Una sorpresa. Es lo que tiene, supongo, visitar una ciudad culta. Era, además, el último acto de la Feria, en el día dedicado a la poesía.
La solvencia de la profesora y poeta Escribano está fuera de toda duda, aun así le dio otra vuelta de tuerca, digamos, a la poética de uno e hilvanó con sagacidad un discurso tan claro como preciso. Qué lujo haber contado con su introducción. Qué suerte la mía por tener lectores como ella y como todos (y todas, sí) aquellos que han escrito reseñas sobre el libro, me lo han comentado por correo o han dicho palabras en público en las sucesivas presentaciones del mismo. Gracias.
Después de leer el admonitorio artículo de Juan Marqués sobre la intervención de los escritores (y en especial de los poetas) en esto actos, agradecí la invitación (recordé a Salvador Retana, que pone el primer poema en la cubierta, y a mi editor, Juan Cerezo) y me limité a leer algunos versos y, al hilo, aclarar cuatro cosas. No demasiados, que había que ver el Festival de Eurovisión.
Llegaron después las preguntas (que hasta eso hubo). Tomás, del Bierzo, se interesó por cuándo da uno por terminado un poema (cortos y largos) y me preguntó si debía viajar a Sofía, que no estaba en su lista de prioridades turísticas hasta el momento. Ah, subrayó mi apreciación -por el de Rila- de que no hay monasterio mal ubicado. Una mujer quería saber, ante un comentario mío acerca del covid, que ha marcado, según creo, un antes y un después en nuestras vidas, cómo había afectado esa pandemia a mi forma de escribir. Un tercero matizó que estaba extrañado porque uno había "leído" sus poemas y no los había "recitado", como suele ocurrir. Aproveché para agradecerle de corazón el elogio, insistí en que, además de la claridad, busco la naturalidad en mi poesía y que su apreciación vendría a demostrar que lo mismo no he errado en mi propósito. El tono, ya se sabe, lo es todo y el de uno es el de lo dicho en voz baja, confidencialmente, al oído. Añadí que lo que no puedo (ni quiero) evitar es el acento; en mi caso, extremeño del norte. No recuerdo si hubo más preguntas.
En la cola de firmas, más sorpresas. Además de lectoras (sobre todo, no es un tópico), una antigua alumna: Inés. Me alegró mucho verla, ya estudiante universitaria de un grado tecnológico. Estuvo conmigo algunos años. Era de aquel complicado curso que me tocó en suerte al volver a ejercer la docencia en 2008 y del que he hablado más de una vez en los diarios del blog. Seis añitos tenía ella entonces y era, por cierto, una de las buenas. Un encanto de muchachina. Y ahora...
Saludé a Charo Ruano, charlé con Concha (salmantina de Casar de Cáceres, profesora de Clásicas, que me habló de Aníbal Núñez, con el que tradujo a Catulo), recibí un abrazo simbólico de parte de mi amigo Josemari Lama (que me llevó una hermana de Eva Arenales), dediqué libros a Elisa (profesora en un IES de Plasencia), a Mónica, a Elena... Y un ejemplar de Extremamour a un caballero periodista. En las casetas de los libros, me contaron luego, se agotaron las existencia, otra rareza de la noche. Y la mejor: la gente salió con una sonrisa en la boca. No es poco.
Vuelvo al principio: no tiendo al entusiasmo, como buen pesimista, pero el viaje fugaz a Salamanca, tan agradable, le compensa a uno de silencios y sinsabores, desprecios y otras lindezas aparejadas sin remedio a este extraño oficio que se basa, no lo olvido, en el rigor, la soledad y el silencio.
Muchas gracias y, ojalá, hasta pronto.