La idea de viaje está, pues, muy
presente en la obra de Álvaro Valverde, tanto en su poesía como en su prosa, y
es curioso, porque, de entrada, yo diría que Álvaro no es un gran viajero si
como tal entendemos lo que en principio todos tendríamos en mente, la del tipo
que está todo el día de la ceca a la Meca arrastrando su equipaje, cargado con
la mochila. A este respecto, confirmando lo dicho, en la contraportada de Lejos
de aquí, una recopilación de reflexiones sobre el viaje publicado por de la
luna libros, el autor decía “pocos viajes al extranjero (Flandes, Suiza) y, la
mayor parte, itinerarios por España y, más en concreto por nuestra tierra
extremeña”, y en uno de los poemas de Sobre el azar del mapa afirma,
“tanto que ver, te dices, / pero qué poco has visto”. Y, sin embargo, en modo
alguno le negaría yo por ello a Álvaro la condición de viajero, pues lo
importante, a este respecto, no es tanto la cantidad de los viajes como la calidad
de la experiencia, la forma de enfrentarse a lo extraño, una actitud que
describe bien en uno de los poemas de este nuevo libro, el número 23 de su
“Cuaderno de Sofía”, cuando dice que “el viajero, / que rehúye a conciencia /
el papel de turista, / evita otra intención / que no sea / la que mueve al
disfrute / del paseo”, señalando más adelante, en el mismo poema, que “no
atiende a otra cosa / que no sea mirar / con la calma debida / lo que tiene
ante sí”, una actitud cuyo resultado es que “cuanto contempla, entonces, / se
convierte en recuerdo, / tal vez en la vivencia / de un momento capaz / de
resistir indemne / en el fondo sin fin / de la huidiza memoria” y que le aparta
de la condición de mero turista, del que concibe el viaje como bien fungible y
recorre las ciudades (como dice en otro de sus poemas) como quien “transita,
impecable, / por un parque temático”, convirtiéndolo, por el contrario, en una
suerte de flâneur, de individuo que contempla paseando, guiado a menudo
por el azar y siempre por el asombro, cerca o lejos, el mundo que le rodea.
Un flâneur, por cierto,
que lleva siempre su propia ciudad a cuestas, como nos revela otro de los
poemas del libro, el 43 de la primera parte, cuando dice que “lleva uno a otra
ciudad / su ciudad dentro. / Con ella la compara. / En ella sueña / ser
siquiera unos días / alguien que es otro”, tal vez porque, como señala en un
poema anterior, le obsesiona el poema “Cuestiones de viaje” de la escritora
estadounidense Elizabeth Bishop, que gira en torno al dilema entre quedarse o
partir, entre si merece la pena salir a ver el mundo o si es mejor, como opinaba
Pascal, no abandonar el propio cuarto, un dilema que, en el caso de la poesía
de Álvaro, no se queda en un simple y fugaz viajar o no viajar, sino que gira
en torno a una decisión más grave y permanente, la de quedarse o marcharse para
siempre, en torno a qué hubiera sido mejor, permanecer en el propio territorio
o hacer su vida lejos, fuera, a debida distancia, duda que vertebra una
parte importante de su obra y que está íntimamente relacionada con otro de sus
temas principales, el de ser otro, que también encuentra, por cierto, su eco en
el “Cuaderno de Sofía”, cuando en el poema 42 se pregunta “¿cómo ponerse en el
lugar del otro?, / ¿cómo saber que aquello que intuimos / es en la realidad lo
que sucede?”, y que sin duda responde a otra forma de huida, la de imaginarse
otras vidas reales o hipotéticas, desplazamiento que ha dado pie a muchos de
sus poemas y que en esta última entrega está en el origen de versos en los que
parece ponerse en la piel de los sofiotas, o en los que evoca figuras como la
de sir Patrick Leigh Fermor o la de la propia Elizabeth Bishop o, ya en la
segunda parte del libro, en los poemas dedicados a Ginebra, donde, convertido
en una suerte de perseguidor, rastrea las vidas de escritores como el
venezolano José Antonio Ramos Sucre, el argentino Jorge Luis Borges y los
españoles María Zambrano, José Ángel Valente, Alfonso Costafreda, Pere Gimferrer
y Aquilino Duque, que vivieron y en más de un caso murieron en la capital suiza.
Después de este largo merodeo,
creo que ya va siendo hora de entrar de lleno (si es que no lo hemos hecho aún)
en Sobre el azar el mapa, un libro cuyo origen, como ya sucedió en Más
allá, Tánger, está en el viaje, concretamente en dos, los dos, como ya anuncia
el título, frutos del azar, el primero a Sofía, la capital de Bulgaria, en
2018, y el segundo a Suiza, concretamente su capital, Ginebra, y a una aldea
medieval llamada Grandson en 2022, viajes que, por distintos motivos, provocan
en el autor una honda impresión que acaba dando pie a distintas colecciones de poemas.
En el caso de Sofía, la ciudad que protagoniza la primera parte del libro, lo
que más le impresiona, sin duda, es la belleza de una ciudad desconocida, que
conoció tiempos mejores, cuyos habitantes rehúyen la mirada y parecen albergar,
en el fondo, la esperanza de que vuelvan, algún día, los tiempos de esplendor,
una decadencia que la acerca a otras ciudades, como Cádiz, Palermo, Nápoles,
Tánger, Trieste o Lisboa, preferidas por el autor, y que sin duda siente
próxima a la visión melancólica de la existencia que tiñe buena parte de su
obra. Ya en la segunda parte, en Grandson lo que prima es el asombro ante lo
inesperado, la belleza recogida del lugar, el íntimo calor de una amistad
repentina, que contrastan ‒pese a haber sido los dos viajes
de invierno‒ con el frío esquivo de la
capital búlgara, y, llegados por último a Ginebra, el elemento que predomina,
en este caso más literario, es cierta fascinación por un lugar que, más de una vez
de manera fatal, ha ejercido una atracción casi magnética sobre muchos
escritores, destacando entre otras experiencias, diría yo, la peregrinación a
la tumba de Borges, uno de los referentes más tempranos de Álvaro, como nos
revela en la quinta pieza de esa parte, cuyo protagonista es un ejemplar
firmado por su autor del libro de poemas El oro de los tigres.
Y si saco a relucir a Borges en esta presentación que debería ir ya acabando es porque leyendo Sobre el azar del mapa se me vino a la memoria algo que dijo el genial escritor argentino y que nos recordó, en su reciente visita a Plasencia, la poeta portuguesa Filipa Leal, aquello de que los poetas jóvenes son barrocos porque no han tenido tiempo de darse cuenta de que uno debe escribir con palabras comunes, con el idioma de la conversación, con la lengua de la intimidad. Pues bien, si Álvaro Valverde, en libros tempranos como Territorio, Las aguas detenidas o Una oculta razón, pudo ser barroco, hace tiempo que descubrió la claridad, y que su poesía tenía que ser como las límpidas aguas de las gargantas de la Vera, nítida, cristalina y, a la vez, profunda, capaz de hacerte creer, cómo él tantas veces ha explicado, que el guijarro del fondo está al alcance de la mano cuando lo cierto es que ni sumergiendo el brazo hasta el hombro logras rozarlo con los dedos. Pues bien, los poemas de este, su último libro, son de nuevo claros, profundos, cristalinos, desnudos y certeros como un haiku (“el frío es la expresión / de la pureza. / Lo que es limpio / trasluce por el hielo”, dice uno de sus primeros poemas), y consiguen, con contención y aparente sencillez, emocionar, que sintamos con toda intensidad la tristeza nevada de Sofía, el frío acogedor de Grandson o el laberinto existencial de Ginebra, convirtiéndonos en usuarios maravillados de su poesía, en usufructuarios de su visión del mundo, dicho lo cual, no me queda más que invitarles a que se sumerjan sin dudarlo en Sobre el azar del mapa, a que se arrojen de cabeza a sus poemas sin miedo a golpearse con el fondo, pues del otro lado les espera Bulgaria, les espera Suiza, les esperan, claras, transparentes, profundas, la belleza y la vida a fin de cuentas.