Después de sus paisanos y maestros Miłosz y Szymborska,
era más que probable que al poeta polaco (y muy europeo) Adam Zagajewski (Lvov,
1945-Cracovia, 2022) le hubiera correspondido el Nobel si la muerte no se
hubiese cruzado antes de tiempo en su camino; sin embargo, es uno de tantos
Borges que lo merecieron y no lo lograron, como otro de los suyos, en la gran
tradición de la poesía polaca contemporánea: Zbigniew Herbert.
Dudo que él lo buscara. Si la poesía (al menos la verdadera) es el hombre, la
humildad, la compasión y la sencillez, virtudes clásicas, fueron
consustanciales a su forma de ser y, en consecuencia, de decir; cualidades
reñidas con distinciones tan vanas como azarosas.
Tal vez porque en España su escritura irrumpió con un insólito
fervor, le concedieron el Príncipe de Asturias. Hablo de En la belleza
ajena y Poemas
escogidos, que nos descubrió
Pre-Textos; los libros de poesía Tierra del fuego, Deseo, Antenas,
Mano invisible, Asimetría y Aquí; los de ensayo En
defensa del fervor, Dos ciudades, Solidaridad y soledad y Releer a Rilke, además de
su inusitada autobiografía Una leve exageración, publicados por
Acantilado. Al enumerarlos, cómo no mencionar al principal traductor de sus
versos, Xavier Farré.
Si dejamos al margen sus primeras entregas, el resto de su
poesía conforma un único libro creado en torno a varios temas recurrentes (los
viajes y las ciudades, el arte y la música, el amor y la amistad, la lectura y la
poesía, la identidad y la memoria) y, lo más importante, a un mismo tono, que
se distingue, según Farré, por «el carácter epifánico combinado con los
elementos de carácter histórico o de carácter moral en otras ocasiones, la
ironía perfectamente dosificada, el equilibro entre la cotidianeidad y el
estilo elevado, la celebración y también el tono elegiaco que se transforma en
canto, en celebración de nuevo». Su voz, elegante y melancólica (de «alegría disfrazada»),
«nos adentra en el misterio de la realidad» y «destaca por su serenidad, por su
tono conversacional que en cualquier momento puede desembocar en una súbita
iluminación».
Como todo poeta moderno, Zagajewski no sólo reflexionó, ya se
dijo, acerca de la poesía en sus poemas, también lo hizo en prosa y a partir de
la ajena; por ejemplo, en su ensayo Releer a Rilke, a quien admiraba.
Porque, como dejó escrito el mexicano Pacheco «no leemos a otros: nos leemos en
ellos», es fácil aplicar a su obra estas líneas donde establece, con Mallarmé,
«una distinción entre los poetas que describen a personas, objetos y
situaciones y los que [como él] están más interesados en captar, no las
descripciones, sino qu’est-ce que ça veut dire, es decir, “qué significa
esto” […], “qué quieren decir esas personas, objetos y situaciones”». O estas
otras: «Sabemos que el ámbito fundamental de la poesía es la contemplación, a
través de la riqueza del lenguaje, de las realidades humanas y no humanas, en
sus divergencias y en sus numerosas coincidencias, trágicas o felices». O, en
fin: «El don de Rilke […] fue su misteriosa capacidad para abordar el tema de
sus poemas por la vía más directa», un don que también él, amante de la naturalidad,
poseía. Sí, «Hay que hacerse cargo de todo el peso del mundo / y hacerlo
ligero, soportable», escribió en «Improvisación». No por nada abrió su último
libro con esta cita de Lévinas: «La verdadera vida está en otro lugar, pero
nosotros estamos aquí».
“Lo que esperamos de la poesía es la poesía”, sostuvo, y eso
es lo que encontrará el lector al acercarse a los versos intemporales de este
humanista errante que afirmaba: «Hay que vivir como si no hubiera pasado nada.
Dar largos paseos. Contemplar las puestas de sol. Creer en Dios. Leer poesías.
Escribir poesías. Escuchar música. Ayudar al prójimo. Hacer la pascua a los
tiranos. Alegrarse del amor y llorar la muerte. Como si no hubiera pasado
nada».
NOTA: Este artículo se ha publicado en EL CULTURAL, en el número especial con motivo de su 25 aniversario.
La fotografía es de The New York Times. De Alamy.