No es casualidad que se hayan publicado a la vez las poesías
reunidas de Francisco Javier Irazoki y de Fernando Aramburu. Son amigos íntimos,
residen desde hace décadas en el extranjero y ambos empezaron su andadura
literaria en el grupo vanguardista CLOC. El primero ha editado los poemas del
segundo, donde firma el epílogo, y este ha puesto un breve prólogo en los de
aquel. Afirma que el libro “ha sido concebido por su autor como una casa
definitiva” y que, con él, Irazoki “ha dado por concluida su labor creativa”.
Contiene la “obra poética completa” del de Lesaka (1954). En
verso y prosa, si tal distingo resulta pertinente. Precisa Aramburu que la
poesía sobrepasa con mucho el mero hecho de escribir poemas. Ese “concepto
amplio de lo poético” afecta también a otras cosas: un guiso, una conversación,
un paisaje. “La poesía –sostiene Irazoki– no se encuentra encerrada en los
versos”. Define
sus “piezas” como “una especie de soneto en prosa”.
Los descalzos recoge poemas (301 en total) de sus
libros Árgoma, Desiertos para Hades, La miniatura infinita,
Retrato de un hilo, Los hombre intermitentes, La nota rota,
Orquesta de desaparecidos, Ciento noventa espejos y El
contador de gotas. Incluye un espléndido inédito: Música incinerada,
que en parte anticipó en la antología Palabra
de árbol.
Está dedicado a su
mujer, Barbara Loyer, y a sus hijos, un significativo gesto que corrobora su
fervor familiar, extensible a sus padres o a su hermana Nica, muerta
prematuramente, protagonista de “Habitación 306” y “Último verano”. La
presencia de Barbara y su llegada a París en 1993 marcan un punto de inflexión
en su poética. Los tres primeros libros, agrupados en Cielos segados, están
impregnados de una rebeldía expresada a
través de un surrealismo heterodoxo colmado de metáforas y exuberancia verbal
donde se aprecia “esa especial destreza suya para la creación de
imágenes y símbolos”, señalada por Aramburu; una impronta que no le ha abandonado
por completo, asentada en el poder de la
imaginación.
A partir de Retrato de un
hilo el tono cambia. Su poesía se hace más sobria y menos barroca, en busca
de claridad y exactitud, sin renunciar a la minuciosa selección del lenguaje
que la caracteriza. Más apegada a la vida. La suya y la de los otros. Es incomprensible
sin el concepto de compasión (que relaciona con la cordura). Su mundo poético es ante todo moral (léase “Manuel
de rebeliones”). Su escritura, una ética sometida a la belleza. De origen camusiano:
sabe decir “no”. Humanista. Para él, la poesía “no es una delicadeza decorativa,
sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”. Autobiográfica
y memorialista, lo que cuenta (aquí lo narrativo es esencial) incluye a los demás.
Hombres “invisibles”, “transparentes” y “vaciados”. Mujeres, emigrantes, parientes,
proscritos, escritores, artistas…
Su mundo, a pesar de la
muerte (“no es una medicina para nadie”), el dolor (“Rendidos al dolor, somos
invulnerables”) y el miedo (“Éramos personas estropeadas por el miedo”), está a favor de la alegría: “Paseo por los goces de la vida”. De ahí que sus
versos sean hospitalarios y sosegados. De verdad. En ellos no cabe el tedio o
la indolencia. Sí el amor (que “sólo hiere a sus enemigos”), la piedad (“Que el perdón
sea más fuerte que la herida”) y la bondad (“una conquista intelectual”). Como
Dickinson, escribe
“para tamizar su angustia”.
Su poética –de la naturaleza y de la música– integra la
infancia, adolescencia y primera juventud campesina y rural (donde hay que
situar el accidente que le dañó la columna irremediablemente) con el
cosmopolitismo de su madurez en la gran ciudad; poblada, como aquella, de seres
silenciosos y solitarios. Su poesía, “un refugio de resistencia”, es honesta,
coherente y discreta. Está bien hecha.
Francisco Javier Irazoki
Hiperión, Madrid, 2023. 480 páginas. 25 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.