5.3.24

Fin del expurgo

Un mes después, así está el trastero que alquilé. Casi lleno. Su capacidad: 3,5 metros cuadrados. Se puede decir que he terminado con el expurgo de la biblioteca. Ha sido duro, y no sólo por lo que cuesta desprenderse de libros y revistas. He acarreado muchas cajas. Y cómo pesa el papel impreso. Por eso suele ser lo peor de las mudanzas, bien lo sé, algo que se evita la mayoría de los españoles a tenor de los resultados de los índices de lectura. 
Muchos viajes, sí, hasta el polígono, en un coche transformado en ocasional furgoneta. Otra cosa no, pero al menos maletero...
Ya sólo queda ordenar algunas baldas, reunir las obras de determinados autores que admiro especialmente y, me temo, meter en cajas (gracias, Álvaro; gracias, Paco) algunas cosas más. Revistas, por ejemplo. Y más papeles. El dilema es qué mantener; decisiones que a quien lea le parecerán inanes pero que a uno le han desvelado algunas noches. 
Ah, las novelas expurgadas no han ido a parar al trastero. Van a ser donadas. Tendrán nuevos lectores, y eso me alegra. Me he quedado con muy pocas. Nunca fui un lector habitual de narrativa, a qué negarlo. Y si la biblioteca, como dijo Manguel, es una suerte de autobiografía, quiero que la de uno se parezca, sin trampas, a quien la formó. A estas alturas de la vida...
Algo ha ido a parar a la basura. Al contenedor azul. Poco. Libros, ninguno. Y no ha sido por falta de ganas, que conste. Me alivia saber que ya no están aquí. Es bastante. 
En los últimos años, por aquello de la crítica, ya no decidía uno qué entraba en casa. O no siempre. Por eso, y por tantos años de lectura, esta era ya una biblioteca ingobernable. 
Sigo dándole vueltas a qué hacer con esas cajas y con lo que permanece aquí. Eso que, pomposamente, compone el legado de uno. Además de libros y revistas, fotografías, correspondencia y demás documentos del desordenado archivo. Los lectores de Trapiello tememos ese final que tantas veces ha descrito en las páginas de sus diarios: la liquidación total. En el Rastro o en cualquier otro baratillo. O ni eso. Tampoco me gustaría dejar ese engorro a los míos.
Gonzalo Hidalgo Bayal se ha referido más de una vez a que quienes no nacimos a biblioteca puesta -la inmensa mayoría de los españoles que llegamos al mundo antes de los setenta del siglo pasado- hemos ido acumulado al cabo de los años, apasionadamente, demasiados volúmenes. Aquellas carencias propiciaron, seguramente, estos excesos. No me arrepiento. Nunca me consideré un coleccionista. Ni un bibliófilo. Han sido libros buscados y leídos, salvo las referidas excepciones. Ahora me rodean los que más quiero y hasta es posible que localicé tal o cual, lo que no resultaba nada fácil hasta hace treinta días. Un alivio. La satisfacción supera con creces a la pena. Laus Deo.