Hace unos meses se puso en contacto conmigo Jacinta Negueruela, profesora jubilada del instituto Violant de Casalduch de Benicasim (en valenciano, Benicàssim) para anunciarme que me escribiría otra profesora del centro, Irene Costa, quien coordina los encuentros literarios "Vivir la palabra", que aquélla fundó en 1988. Querían invitarme a participar en el correspondiente al año en curso. Acepté, por más que uno se prodigue poco por esas lecturas didácticas que, en verdad, sólo me han dado alegrías. Por el trato dispensado por sus entusiastas organizadores y por el interés del público que acude: los adolescentes alumnos de secundaria y bachillerato, tan denostado sin razón. Esa es al menos mi experiencia.
Era además un honor sumarse a una larga lista de poetas, sobre todo, admirados los más, que me antecedieron. Aquí puede consultarse esa nómina a falta de la anterior participante: Ana Merino, en 2021. Y con más detalles en el blog Litterae. El año pasado falló a última hora Jenaro Talens. Y eso estuvo a punto de suceder conmigo. Por la misma causa que me impidió asistir a la presentación madrileña de la antología de Pre-Textos. El afán de la profesora Costa y del equipo directivo del IES lograron que pudiéramos fijar una nueva fecha. En ese intermedio, la Subdirección General de Promoción del Libro, la Lectura y las Letras Españolas del Ministerio de Cultura de España tuvo a bien aprobar la ayuda correspondiente, denegada en principio porque consideraban que ya habían recibido bastantes escritores a lo largo de los años. Se castigaba, así, la esforzada labor de décadas (con la engorrosa burocracia que conlleva), una tarea que la mayor parte de los centros educativos eluden.
No cabe duda de que el viaje desde Plasencia, a poniente, hasta Benicasim, a levante, es largo. Como esto es Extremadura, lo del tren se descartó pronto. Es cierto que las nuevas autovías castellano-manchegas acortan algo el trayecto. Lo peor: el intenso tráfico. Desde Requena y hasta nuestro destino, insoportable. Y peligroso. Los camiones... Casi tanto como las comidas en los locales de carretera. Uno rara vez acierta. En una escapada reciente a Gijón, con parada a la vuelta en nuestra querida y familiar Taramundi, a la altura de Ponferrada, tuvimos ocasión de presenciar una escena televisiva propia de un programa de Chicote: un camarero y un cocinero acabaron a tortas en la cocina. La bronca fue monumental. Esta vez, cerca de Utiel, era más probable meterse en la boca una mosca que un trozo de pechuga de pollo. Agobiante. Y asqueroso, sí. Por suerte, todo cambió radicalmente al llegar a Benicasim. Nos alojábamos en el famoso hotel Voramar. Una auténtica preciosidad. Un lugar con historia situado en un enclave idílico, a pie de playa (el mar rozó durante años sus muros). A los de interior esto... Bueno, con un matiz: mi mujer nació al borde del mar. Peor aún.
El Voramar ha sido, primero, casa de baños; luego, restaurante; y después, hotel. Y durante la Guerra Civil, hospital militar (de ambos bandos, por allí pasó Miguel Hernández). Al final, hotel, además de escenario de novelas y películas. Normal. Basta con ver fotografías antiguas para enamorarse de él. Me contaba el editor Manuel Borrás que de pequeño veraneó en ese alojamiento con sus padres. Si a todo eso le unes el trato discreto y cordial y una confortable habitación con vistas...
Pudimos pasear la tarde de nuestra llegada, con tiempo desapacible (era mucho pedir que la nítida luz mediterránea nos acompañara), por delante de las numerosas villas del siglo pasado que aún se conservan. Entre ellas, la Biblioteca del Mar: Villa Ana. Imposible no sentir nostalgia de algo que nunca conocimos.
Como daba uno por hecho, Irene Costa (que fue a buscarnos al hotel y presentó con solvencia el acto) es un encanto de persona. Sus compañeras (abundan ellas), otro tanto (en administración resolvieron el papeleo en un pis pas). El alumnado (seré políticamente correcto) se portó de maravilla. Lo mejor: sus preguntas. Algunos se acercaron al final para que les firmara el libro y eso dio ocasión a breves charlas, alguna graciosa.
Volvimos al hotel para comer. Seis mujeres y dos hombres nos sentamos alrededor de una mesa redonda y bien puesta con vistas al mar para degustar, qué si no, un arroz. Un arroz auténtico, puntualizo. Con sepia y rape. Excelente. La conversación fue amena y se habló de literatura lo justo. Perfecto. No se censuró a nadie, cosa rara, y eso que alguna mención bien pudo propiciarlo. Se optó por la sensatez.
Apenas hora y media después ya estaba en el hall la librera. Nos iba a llevar en su coche a Noviembre, la librería donde estaba prevista la lectura de poemas. Sus dueñas son Mònica Bernat Socarrades y Celia Puchol Saura. El local está recién reformado y respira hospitalidad y calma. Se ve a las claras que saben de libros (porque leen, lo que no hacen todos los que los venden). Las estanterías hablaban por sí mismas: en ellas había libros seleccionados, no mecánicamente recibidos. Veinte años son muchos como para no saber de qué va ese ilustrado negocio.
De la presentación se ocupó la mencionada Jacinta Negueruela. Por fin pude conocerla en persona. Pura sensibilidad. Además de promotora del ciclo señalado, es autora del libro de poemas Palabras bajo la piedra (Devenir) y, en la misma editorial, del ensayo Un arte presencial. De Yves Bonnefoy a Miquel Barceló y de la traducción de La poesía en voz alta. Tres ensayos y una entrevista, del poeta francés, con prólogo del desaparecido Andrés Sánchez Robayna y epílogo de ella.
Se centró, con qué tino, en El cuarto del siroco, que es el libro que creímos más apropiado para los alumnos del instituto. Éramos pocos. Otra vez dos hombres entre un grupo de mujeres. Eso facilitó esa "conversación en la penumbra", hermosa definición del poema (de la poesía, diría uno) según Eliseo Diego, que allí mantuvimos. Habló, ya digo, Negueruela, leí algunos poemas y di algunas claves particulares del libro, respondí a algunas preguntas... Salimos contentos por el rato disfrutado, con unos cuentos para las nietinas y un libro sobre Tánger, para no perder la costumbre.
El viaje de vuelta fue más llevadero en lo que al tráfico se refiere. Paramos en Tarancón a comer y un muchacho nos indicó en una rotonda del polígono cómo llegar a un restaurante "al que van los trabajadores" (no queríamos más sustos) y donde uno dio buena cuenta de un sustancioso cocido. Después, el diluvio, a la salida de aquel poblachón manchego; el sol, a la altura de Toledo, una vista que siempre impresiona; una tremenda granizada, por Talavera de la Reina, que obligó parar los vehículos en la calzada, y, para terminar, una tormenta con sus rayos y truenos por Malpartida de Plasencia, ya cerca de casa.