Luis Bagué Quílez publica en el espléndido número 153-154 de la revista Turia una reseña de Meditaciones del lugar. Muy agradecido.
En el prólogo que antecede a esta selección particular, José Muñoz Millanes ofrece una apretada radiografía de la escritura de Álvaro Valverde y de las claves que articulan su universo lírico. La percepción espacial, la evocación fragmentaria y la meditación laberíntica se erigen, en efecto, en los tres vértices sobre los que se edifica una poesía que difumina las fronteras entre la imagen y la imaginación, el sentido constructivo y la sensibilidad estética.
Aunque no estamos ante una antología temática, puesto que el autor no renuncia a la ordenación cronológica de sus libros, en casi todas las composiciones puede apreciarse la importancia medular del paisaje como decorado de la experiencia y correlato emotivo de un discurso extremadamente pudoroso en su trasfondo autobiográfico y poco proclive al anecdotario narrativo. Si bien el paisaje es el testigo ocular que muestra en un presente degradado los vestigios de un antiguo esplendor, la nostalgia no empaña la contemplación de lo inmediato. Así, pese a su entraña elegiaca, la actitud de Álvaro Valverde resulta más cercana a un resignado escepticismo que a un abatido pesimismo. En este itinerario abarcador, del que solo han quedado excluidos el primer y el último libro del escritor —Territorio y Sobre el azar del mapa, respectivamente—, se advierten con claridad tanto la creciente depuración expresiva del autor como su progresiva apertura hacia el paisanaje.
El primer alto en el camino, Las aguas detenidas (1988), retoma la metáfora manriqueña del río de la vida para abismarse en una atmósfera simbolista en la que no faltan jardines mortecinos, nieblas espesas, misteriosos umbrales y la sombra de ciudades remotas. Frente a los poemas numerados y a los lugares abstractos de esta primera entrega, los textos de Una oculta razón (1991) van poblándose de rastros vitales y señas de identidad. De hecho, la “película gris de los recuerdos” nos deja fotogramas de permanencia y reproduce en su peculiar moviola la imagen de un eterno retorno en el que se superponen quien ahora mira la realidad y quien la miró en un tiempo pretérito que se actualiza constantemente. Las habitaciones de la infancia, las postales viajeras o el retiro en la biblioteca se contemplan como paraísos perdidos a los que el autor regresa en momentos de desasosiego. El silencio y la aceptación serena de la mortalidad — no muy lejos del Juan Ramón Jiménez de “El viaje definitivo”— están en la base de A debida distancia (1993). En estas páginas comparecen el andamiaje alegórico del jardín, a veces simulacro del locus amoenus y otras veces de la expulsión edénica (“Habité un día un jardín”), junto con ciertas piezas que aportan mayor densidad referencial: es el caso de “Poema de amor”, en el que confluyen la amada presente y su prospección futura, o “Memoria de Plasencia”, un paseo por los espejos deformantes de la infancia. El inventario de motivos circulares que atraviesan esta primera etapa de la producción del autor encuentra un acertado resumen en el título Ensayando círculos (1995), que conjuga el recuento vital con el regreso al circuito cerrado de la memoria. Este nuevo flâneur, “que recorre solo / una ajada ciudad / del fin de Europa”, se concibe como un sujeto nómada que encuentra a su paso estelas funerarias y casas derruidas.
Ya en el siglo XXI, Mecánica terrestre (2002) exhibe un tono más sentencioso y convoca los elementos telúricos para reconstruir los escenarios “de la edad tardía”. Seis años después, Desde fuera (2008) agita en sus estrofas ingredientes dispares. La meditación invernal en los jardines de Aranjuez, el olor del jazmín como sinestesia del verano o el descubrimiento de “La ciudad secreta” que resiste las acometidas del bullicio turístico perfilan una cartografía plural. Otros ejemplos son “Conversación en Zuheros”, homenaje a la localidad cordobesa y a Ricardo Molina; y “Lugares del otoño”, un caleidoscopio que nos transporta a enclaves de Toledo o Yuste en busca de refugios “retirados, serenos, silenciosos”. La ciudad vivida protagoniza Plasencias (2013), que puede leerse como un callejero sentimental habitado por sombras familiares. Otra travesía presenta Más allá, Tánger (2014), donde la visita a la ciudad de Marruecos, ligada a la memoria de la madre, actúa como el detonante de un viaje a la semilla por un universo salobre en el que combaten la realidad y el mito. El último libro recogido en esta recopilación, El cuarto del siroco (2018), tiene algo de summa estética: la lectura otoñal de Leopardi, la estampa juanramoniana o el placer de la fabulación frente a los imperativos cotidianos parecen afirmar la superioridad del arte sobre la existencia. No obstante, la atención a los pequeños detalles —la curvatura de un viejo cerezo, la humildad del rosal, la luz cambiante en distintos espacios o las canciones populares capaces de suturar lo festivo y lo triste— conlleva también una celebración del instante y de las siluetas humanas que han impartido consejos o compartido juegos con el yo lírico.
En definitiva, estas Meditaciones del lugar no solo nos permiten rastrear la evolución de una voz personal que ha ido modulando sus registros a lo largo de más de tres décadas, sino que nos autorizan a revisar algunas de las divisiones maniqueas que polarizaron la escena literaria de la generación a la que pertenece el autor. Basta con hojear estas páginas para corroborar que en Álvaro Valverde la precisión del trazo figurativo no está reñida con la abstracta reflexión metafísica, que la sugerencia paisajística es compatible con la vibración humana, y que el rescoldo elegiaco proviene de la combustión vital. Al fin y al cabo, la auténtica poesía “es una y múltiple”, como las geografías especulares que, en este volumen, nos invitan a hacernos nuestra propia composición de lugar.
Meditaciones del lugar. Antología poética (1989-2018)
Álvaro Valverde
Prólogo de José Muñoz Millanes.
Valencia, Pre-Textos, 2024.