26.3.25

Composición de lugar

Luis Bagué Quílez publica en el espléndido número 153-154 de la revista Turia una reseña de Meditaciones del lugar. Muy agradecido. 



En el prólogo que antecede a esta selección particular, José Muñoz Millanes ofrece una apretada radiografía de la escritura de Álvaro Valverde y de las claves que articulan su universo lírico. La percepción espacial, la evocación fragmentaria y la meditación laberíntica se erigen, en efecto, en los tres vértices sobre los que se edifica una poesía que difumina las fronteras entre la imagen y la imaginación, el sentido constructivo y la sensibilidad estética. 
    Aunque no estamos ante una antología temática, puesto que el autor no renuncia a la ordenación cronológica de sus libros, en casi todas las composiciones puede apreciarse la importancia medular del paisaje como decorado de la experiencia y correlato emotivo de un discurso extremadamente pudoroso en su trasfondo autobiográfico y poco proclive al anecdotario narrativo. Si bien el paisaje es el testigo ocular que muestra en un presente degradado los vestigios de un antiguo esplendor, la nostalgia no empaña la contemplación de lo inmediato. Así, pese a su entraña elegiaca, la actitud de Álvaro Valverde resulta más cercana a un resignado escepticismo que a un abatido pesimismo. En este itinerario abarcador, del que solo han quedado excluidos el primer y el último libro del escritor —Territorio y Sobre el azar del mapa, respectivamente—, se advierten con claridad tanto la creciente depuración expresiva del autor como su progresiva apertura hacia el paisanaje.
    El primer alto en el camino, Las aguas detenidas (1988), retoma la metáfora manriqueña del río de la vida para abismarse en una atmósfera simbolista en la que no faltan jardines mortecinos, nieblas espesas, misteriosos umbrales y la sombra de ciudades remotas. Frente a los poemas numerados y a los lugares abstractos de esta primera entrega, los textos de Una oculta razón (1991) van poblándose de rastros vitales y señas de identidad. De hecho, la “película gris de los recuerdos” nos deja fotogramas de permanencia y reproduce en su peculiar moviola la imagen de un eterno retorno en el que se superponen quien ahora mira la realidad y quien la miró en un tiempo pretérito que se actualiza constantemente. Las habitaciones de la infancia, las postales viajeras o el retiro en la biblioteca se contemplan como paraísos perdidos a los que el autor regresa en momentos de desasosiego. El silencio y la aceptación serena de la mortalidad — no muy lejos del Juan Ramón Jiménez de “El viaje definitivo”— están en la base de A debida distancia (1993). En estas páginas comparecen el andamiaje alegórico del jardín, a veces simulacro del locus amoenus y otras veces de la expulsión edénica (“Habité un día un jardín”), junto con ciertas piezas que aportan mayor densidad referencial: es el caso de “Poema de amor”, en el que confluyen la amada presente y su prospección futura, o “Memoria de Plasencia”, un paseo por los espejos deformantes de la infancia. El inventario de motivos circulares que atraviesan esta primera etapa de la producción del autor encuentra un acertado resumen en el título Ensayando círculos (1995), que conjuga el recuento vital con el regreso al circuito cerrado de la memoria. Este nuevo flâneur, “que recorre solo / una ajada ciudad / del fin de Europa”, se concibe como un sujeto nómada que encuentra a su paso estelas funerarias y casas derruidas.
    Ya en el siglo XXI, Mecánica terrestre (2002) exhibe un tono más sentencioso y convoca los elementos telúricos para reconstruir los escenarios “de la edad tardía”. Seis años después, Desde fuera (2008) agita en sus estrofas ingredientes dispares. La meditación invernal en los jardines de Aranjuez, el olor del jazmín como sinestesia del verano o el descubrimiento de “La ciudad secreta” que resiste las acometidas del bullicio turístico perfilan una cartografía plural. Otros ejemplos son “Conversación en Zuheros”, homenaje a la localidad cordobesa y a Ricardo Molina; y “Lugares del otoño”, un caleidoscopio que nos transporta a enclaves de Toledo o Yuste en busca de refugios “retirados, serenos, silenciosos”. La ciudad vivida protagoniza Plasencias (2013), que puede leerse como un callejero sentimental habitado por sombras familiares. Otra travesía presenta Más allá, Tánger (2014), donde la visita a la ciudad de Marruecos, ligada a la memoria de la madre, actúa como el detonante de un viaje a la semilla por un universo salobre en el que combaten la realidad y el mito. El último libro recogido en esta recopilación, El cuarto del siroco (2018), tiene algo de summa estética: la lectura otoñal de Leopardi, la estampa juanramoniana o el placer de la fabulación frente a los imperativos cotidianos parecen afirmar la superioridad del arte sobre la existencia. No obstante, la atención a los pequeños detalles —la curvatura de un viejo cerezo, la humildad del rosal, la luz cambiante en distintos espacios o las canciones populares capaces de suturar lo festivo y lo triste— conlleva también una celebración del instante y de las siluetas humanas que han impartido consejos o compartido juegos con el yo lírico.
En definitiva, estas Meditaciones del lugar no solo nos permiten rastrear la evolución de una voz personal que ha ido modulando sus registros a lo largo de más de tres décadas, sino que nos autorizan a revisar algunas de las divisiones maniqueas que polarizaron la escena literaria de la generación a la que pertenece el autor. Basta con hojear estas páginas para corroborar que en Álvaro Valverde la precisión del trazo figurativo no está reñida con la abstracta reflexión metafísica, que la sugerencia paisajística es compatible con la vibración humana, y que el rescoldo elegiaco proviene de la combustión vital. Al fin y al cabo, la auténtica poesía “es una y múltiple”, como las geografías especulares que, en este volumen, nos invitan a hacernos nuestra propia composición de lugar.

Meditaciones del lugar. Antología poética (1989-2018)
Álvaro Valverde
Prólogo de José Muñoz Millanes.
Valencia, Pre-Textos, 2024. 

24.3.25

La eternidad de lo fugaz

Me sorprendió El campamento de los aqueos, de Javier Velaza (Castejón, Navarra, 1963), premio "Ciudad de Melilla", publicado por Visor hace tres años. La voz que allí sonaba es una de las mejores del panorama. Su dicción culta y clásica tiene concomitancias con la de otro de los mejores: Juan Antonio González Iglesias, que escribía la nota de la contracubierta. Lo calificaba de “firme y cosmopolita”. En el jurado del Loewe que premia éste figuraba el salmantino, profesores universitarios ambos, de Filología Latina, otra feliz coincidencia. Jaime Siles, poeta-profesor también y miembro del mismo jurado, se ocupa de elogiar una obra que “derrama sabiduría clásica y vital”. 
A la perseverancia en el no saber y al “no saber sabiendo” sanjuanista aluden las citas iniciales. Después habla de Gorgias, el que dijo: Nada existe. Si algo / existiera, sería incognoscible. / Y si algo existiera y fuera cognoscible, / sería incomunicable. Sobre estas tres sentencias se construye el libro. 
Desde el principio, la “verdad de lo simple” (Siles dixit) frente a la farsa de lo complicado, matiza uno. Construida a partir de un lenguaje sobrio y depurado que no teme el juego de palabras y las paradojas. Ni las virtudes de la métrica. Porque “Lo trascendente no se exhibe nunca”. 
Pronto también la constatación de su magistral sentido de la composición en la que sobresalen los finales. En poemas tan logrados como “Orilla” (“algo más que no existe y tiene nombre”, un asunto al que dedica el poema “Sin nombre”), “En la piscina”, “Débil” (“Comprendiste que es sobre lo endeble / sobre lo que se apoya el universo”), “Problemas algebraicos” (en otro lado escribe: “Son las matemáticas / la forma más piadosa de poesía”), “Barrio nuevo” (un poema redondo) o “Esto” (sobre Dios: “Solo era esto, y era natural”). La cirugía, un gato o la arquitectura inspiran poemas que aspiran a ser casas firmes y habitables. En casi todos se embosca una poética. O una reflexión sobre el misterio poético, como en “Tara”. 
Al “no saber” dedica la segunda parte. A ese fotón que “desconoce qué es la luz” y “que es la luz”. Pertenecemos a la especie que sabe “tan solo una cosa: / que no sabe, que no sabrá, que no / es posible saber". “La única razón / de que inventase la poesía”. “No saber es el don que hace sublime / cada cosa sencilla que acontece”, leemos. 
“Nuestro único plan es proseguir”, escribe al final de uno de los poemas que dedica al tema del viaje, el que le lleva a Nápoles (y a la Eneida de Virgilio) y a Cumas. El de la vida. 
El amor es para él la forma más digna de ignorar: “Quien sabe amar jamás amó saber”. “No sabemos amar, solo plagiamos”. Recomienda: “desobedece a Ovidio”. Ah, “la luz prodigiosa del amor”. 
En torno al lenguaje gira la última parte. “Te gustan las palabras que no entiendes”. A las lenguas antiguas (le emociona “el modo en que se amaban sus palabras”) y las lenguas extintas, a la universidad (“Aula Magna”) y los maestros, al intersticio (“Detrás de las palabras y delante / de las cosas”) y al idioma (“Siempre hablaste un idioma que no entiendes”). 
“Todo es grandeza, si se sabe ver”. Y todo lo es “Aproximadamente”. 
“Ponerle letra al mundo, / no quería otra cosa”, a pesar de que “el mundo es melodía” y “no tolera letra”. 
Antes de “Corolario”, un cierre perfecto, “Última palabra”: “Solo puede vivirse en las palabras”. “Vivir es ir perdiendo las palabras / donde vivir”. “Dichoso aquel que puede elegir  / la palabra final donde quedarse”. 

Javier Velaza
Visor, Madrid, 2025. 88 páginas. 12 € 

NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

Otro Carvajal

En Extravagante jerarquía reunió Carvajal (Albolote, 1943) su poesía entre 1968 y 2017. No poesías completas, sino recopiladas, matizó el editor, López Bretones. A esos dos tomos le siguió otro reseñado aquí: Nos diferencia el cuerpo, una amplia antología editada por Silvera, que recogía poemas publicados hasta 2022, así como algunos inéditos. Da ahora a la imprenta En la frente del agua y, a pesar de que abunden los poemas de circunstancia con sus correspondientes dedicatorias (poemas dialogados, diría), el nivel de exigencia del poeta granadino no podía consentir que el rigor decreciese. Pronto se encuentra el lector con el virtuosismo habitual en este poeta que bien podría pasar por uno del Siglo de Oro. El despliegue de recursos sintácticos y métricos, el uso de las distintas figuras literarias, lo tradicional y lo inventado por él, nos vuelve a demostrar su capacidad para sorprender a quien lee. Lo mismo da que sea un soneto que una endecha, una cantiga que unas glosas. Y siempre, a lo Verlaine, de la musique avant toute chose. “Sólo hay calma en la música del verso”, escribe. 
Más allá de los poemas donde lo barroco irrumpe con fuerza y lo gongorino aflora con soltura, su faceta acaso más propia (pura delicadeza), de aquellos que derivan de lecturas concretas de clásicos y contemporáneos (Garcilaso, Machado, Hernández, Atencia…), se cuelan en este libro otros donde el lenguaje parece amansarse, entre elegíaco y contemplativo, donde la naturalidad, digamos, se impone. Al hablar de lugares. Del Cabo Sacratif, la Peña de Arias Montano, Belchite (con el odio y la Guerra civil al fondo), La Alhambra, Baeza…O de personas: “Hazañas cotidianas” y “Las edades del hombre”, donde lo civil sobresale. “Oda casi horaciana” y “Silencio en via dei Gladioli 6” podrían ser ejemplos de que otro Carvajal existe. El mismo. 

Antonio Carvajal
Alhulia, Granada, 2024. 120 páginas. 12 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL



Yo soy la mujer que escribe

Leoz (Pamplona, 1980) es autora de un libro de poemas (El telar de Penélope), dos de relatos (Segunda residencia y Flores fuera de estación)y de la novela Punta Albatros.
Dieciséis años después vuelve a la poesía con una historia de amor. Imposible, cabe precisar.
Narrada al tiempo que cantada.
En “Yo los leo” confiesa que los versos “me salen la paso”, “me buscan hasta dar conmigo”, “no los escribo yo”. Los dejó (él) “escritos en mi cuerpo”. “Para regresarte / para regresarme / para matarte / para matarme”… “escribo”. “La única solución es escribirla”. La realidad, digo.
El lenguaje es directo, sencillo. La ausencia de signos ortográficos (salvo el punto y final) subraya la oralidad de unos versos que parecen escritos para ser dichos en voz alta.
Las enumeraciones son constantes y utiliza con solvencia un rítmico juego de repeticiones.
El escepticismo ante el hecho de amar se une a la constatación de su dificultad. Las paradojas y las contradicciones son ineludibles.
“Este amor es una pérdida una falta / es un desgarro es una pena”. “Una mancha con la que hay que vivir”. “Una cicatriz interior”. “Una herida”. “Un extravío”. “Una cuenta atrás”. “Lo que no nos decimos”. Al final, “qué falso qué falso / qué falso todo”.
Declara que sólo posee “la certeza / de esta maldición / la avidez de sentirme querida /esta maldita necesidad de mujer / esta condena”.
En ”No soy yo no” concluye: “yo soy la mujer que escribe”.
No hay arrepentimiento. Lo espantoso y lo bello de ese amor “está aquí”.
“Quizás te inventé”, aventura. Y que “una mañana todo aquello / ese amor esa locura esa coartada/ habrán sido el pasado / habrán sido la vida”.
En “Epílogo”, por fin, escribe: “Yo fui / yo lo tuve / yo no renuncié”. 
  
Margarita Leoz
Ediciones de La Isla de Siltolá, Sevilla, 2024. 64 páginas. 13 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.




21.3.25

La vida poética de Elizabeth Bishop

La editorial Vaso Roto ha demostrado sobradamente su interés por la obra de la poeta norteamericana Elizabeth Bishop (Massachusetts, 1911–Boston, 1979). Junto a Robert Lowell, por simplificar, impulsora de la denominada "poesía confesional", que tantos imitadores ha tenido en todo el mundo desde mediados del siglo pasado. Para él, un "poema confesional" sería el que "uno normalmente dudaría en leer ante el público". "Para ella, la poesía es "una forma de pensar con los sentimientos". O dicho de otro modo, "la tarea del poeta" sería la de "pensar con los sentimientos". Adapta ese modelo a su propia poética. Como dijo en una entrevista publicada en la revista Time, "la idea es que vivimos en un mundo horrible y aterrador, y los peores momentos de vidas horribles y aterradoras son una alegoría del mundo".
Fue (es) una de las grandes, sin duda. Admirable. 
Para empezar, ya que los mencionamos, el sello hispanomexicano incluye en su catálogo Palabras en el aire, la correspondencia entre ambos, que ocupa en la edición española 1.276 páginas. Para seguir, lo más importante: su poesía completa, esto es, apenas un centenar de poemas (101 para ser exactos), y sin embargo... De su traducción se ocupó Jeannette L. Clariond, fundadora de la editorial. En Vaso Roto está también su prosa (reseñada aquí), vertida por Mariano Peyrou. 
A sus relaciones con la brasileña Lota de Macedo Soares, el gran amor de su vida, se dedican los títulos Flores raras y banalísimas. La historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, un ensayo, y Cuanto más te debo. El viaje interior de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, una novela de Michael Sledge. A eso se suma Una antología de poesía brasileña, con poemas, entre otros, de Oswald y Mário de Andrade, Cecília Meireles, Carlos Drummond de Andrade, Vinícius de Moraes y João Cabral de Melo Neto. 

Con Lota de Macedo
Es, con todo, en Elizabeth Bishop. Un milagro para el desayuno (traducido por la profesora Laura de la Parra Fernández) donde me gustaría centrarme. Se trata de una magna biografía (medio millar de páginas) de la poeta bostoniana escrita por Megan Marshall, Premio Pulitzer y fugaz alumna suya, que vio la luz el año pasado (la primera edición, de Mariner Books, es de 2017) y que se lee como una novela. Hasta ahora no había podido disfrutarla y cuánto me alegro de haberlo hecho por fin. No es cuestión de entrar en detalles, pero buena parte de su vida se resume en una infancia complicada e infeliz: "muerte prematura de su padre, la locura de su madre, la orfandad de su niñez que pasó entre hogares, internados y campamentos de verano sin un tutor concreto", explica Marshall; una madre, ya decimos, enferma que desaparece demasiado pronto, de ahí su miedo a la locura; una familia (abuelos, tíos) muy particular y dispersa; serios problemas con la timidez, la soledad, el asma, la depresión, el insomnio, el arrepentimiento, la culpa, el suicidio y, sobre todo, la bebida; amores episódicos (enamoramientos de mujeres de "físico americano", jóvenes y rubias, casi siempre) y uno "apasionado y duradero" con la citada Lota, aunque su relación con Alice Methfessel también fue importante; su condición de mujer, por supuesto, pionera en muchas cosas (fue la primera "en impartir una clase de escritura avanzada en Harvard"), una feminista sin pancarta (a la que le incomodaban los términos "gay" y "lesbiana") convencida de que los hombres y las mujeres "no escriben de forma diferente" —"no quería que la clasificaran como «mujer poeta»" y hasta renunció a formar parte de una antología de Mujeres poetas en lengua inglesa— porque "la literatura es literatura, la produzca quien la produzca"; su larga estancia en Brasil (desde 1951 a 1967), donde tuvo su propio hogar: Casa Mariana, "la casa de mis sueños", en Ouro Prêto; su profunda amistad con su médico Anny Baumann y con Cal Lowell o menos intensa con Marianne Moore (su primera mentora y otra de las grandes), Adrienne Rich o Frank Bidart (uno de sus albaceas literarios junto a Alice Methfessel); algunos viajes a Europa (era alguien con "curiosidad geográfica") y, cómo no, su permanente lucha por sacar adelante, a pesar de todos los pesares, una obra digna de trascender al tiempo, algo que, según creo, logró con creces. Si no voluminosa, sí conseguida y exigente. Mundo y voz propios. 
Me ha interesado más lo que tiene que ver con la lenta composición de sus poemas y otros intríngulis de su poética (la biógrafa, que intercala al final de cada capítulo —seis y una contera— notas de su propia biografía, sabe bien de qué habla: ella misma aspiró a ser poeta) que los vericuetos sentimentales, digamos, de la Bishop (que han dado lugar incluso a una película: Luna en Brasil). Un caso digno de mención es el análisis del poema "En la sala de espera", donde Bishop explica la "precoz conciencia de sí misma", la temprana consecución de su don poético, o el que hace de "Un arte", una villanela, "la elegía que siempre quiso escribir", un poema "inmortal" del que existen diecisiete borradores. 
En una ocasión confesó: "Realmente no sé cómo se escribe la poesía". Y en otra: "Hay misterio y sorpresa, y después mucho trabajo duro". No deja de ser una "huida". "Mente en acción". Su materia: "lo omitido". Fue su refugio, y la salvó.
Da gusto comprobar lo documentada que está la obra, cuyo apartado de "Notas" (380) ocupa 66 páginas. No falta un práctico "Índice onomástico" y otro de ilustraciones (que amenizan la lectura). La lista de nombres que ocupan los "Agradecimientos" da fe de la cantidad de consultas realizadas por la autora. 
Me he divertido mucho con la anécdota que cuenta Marshall a propósito de su labor como profesora de "escritura creativa" ("otra frase que despreciaba"): "Se negó a enseñar la poesía de John Ashbery, cuyo Autorretrato en espejo convexo [lo tradujo al español Javier Marías años más tarde] ganó el Premio Pulitzer en 1976, diciendo que no lo entendía". Cuarenta años después, en su funeral, el propio Ashbery, nos recuerda Marshall, leyó el poema que da título a este libro: la sextina "Un milagro para el desayuno".
Fue una crítica libre e incisiva. A Octavio Paz, que la tradujo (donde tal vez uno la leyó por vez primera), le reprochaba que era "demasiado impreciso". 

Con Cal Lowell
Dejo para el final una reflexión o, mejor, una pregunta: ¿por qué los editores españoles rehúyen la publicación de biografías de poetas? Extranjeros, quiero decir, y no es que abunden las de vates patrios, Antonio Rivero Taravillo (Cirlot, Cernuda) o Antonio Colinas (Leopardi, Alberti) mediante. Recuerdo ahora la de Szymborska que sacó Pre-Textos o la de Ajmatova en Circe, que tiene una colección dedicada a este género, tan ajeno a nosotros, por desgracia. Cabe reconocer, como dijo el citado Paz, que la verdadera biografía de un poeta no está en los sucesos de su vida sino en sus poemas, y puede que tuviera razón.

18.3.25

Antonio Daganzo lee "Meditaciones..."

Antonio Daganzo, periodista, crítico y poeta, publica en ENTRELETRAS una reseña de Meditaciones del lugar. Muchas gracias. 

La importante trayectoria de Álvaro Valverde (Plasencia, Cáceres, 1959) se ha cimentado en la autenticidad sencilla y nítida que queda bien reflejada en Meditaciones del lugar, quinta de las antologías de su quehacer lírico, tras Álvaro Valverde. Poética y poesía (Fundación Juan March, 2004), Un centro fugitivo (La Isla de Siltolá, 2012, con selección y prólogo de Jordi Doce), Álvaro Valverde. Antología poética (Editora Regional de Extremadura, 2017) y Enclave (Poemas del molino) (El Orden del Mundo, 2022). Óptima y muy oportunamente, José Muñoz Millanes compendia ahora, bajo el imprescindible sello de Pre-Textos, nueve obras del autor placentino: Las aguas detenidas (1989), Una oculta razón (1991, Premio Loewe), A debida distancia (1993, Premio “Ciudad de Córdoba”), Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002), Desde fuera (2008), Plasencias (2013), Más allá, Tánger (2014) y El cuarto del siroco (2018, II Premio Nacional de Poesía “Meléndez Valdés”). Además, el trabajo de Muñoz Millanes presenta la particularidad de mostrarnos “cómo funciona la poesía de la meditación”, linaje expresivo al que pertenecen sin duda las letras de Álvaro Valverde.
En dicha “poesía de la meditación”, prosigue Muñoz Millanes en su prólogo, “hay dos registros. Primero la composición del lugar: una situación, una escena (…) Después (…) se trata (…) de meditar o reflexionar. De indagar el sentido latente de lo inmediatamente visible, de interpretar lo que desde atrás mueve los hilos de este mundo”. Porque la meditación “arranca del presentimiento de algo intangible, de algo que está más allá del reducido espacio, del lugar que, con su especial configuración, lo inspira”. Donde leemos la palabra “intangible” bien podríamos poner la palabra “inefable”, para así recordar cómo la excelencia poética se afana en arrancarle al misterio del mundo todo aquello que no puede ser expresado a través del lenguaje corriente, de los mimbres idiomáticos del día a día. Al respecto, el caso de Álvaro Valverde resulta digno de elogio: la sobriedad en la expresión se antoja sumamente certera, al tiempo que la cordialidad léxica, la diafanidad retórica, las intuiciones constructivas de sostenido rumbo y la armonía formal conjuran cualquier peligro de aspereza o escasez. Estudiado todo ello como fenómeno diacrónico, ni que decir tiene que semejantes virtudes se perciben de una manera todavía más notoria a lo largo de un recorrido antológico como el que proponen los setenta y cinco poemas incluidos en Meditaciones del lugar.
“Estoy a la espera, escucho. / Y me siento feliz.”, escribe Álvaro Valverde, quien, no obstante, en la composición titulada “Jardín cautivo”, nos muestra el otro rostro necesario de sus meditaciones: “Me observáis abstraído, tan lejano que, a veces, / hasta dudáis que esté, justo aquí, con vosotros. / (…) No preguntéis qué pienso, el porqué de mi ausencia, / la razón que en la calma, sí, me desasosiega. / Esa causa secreta que tan fiel me acompaña / y es al fin otro nombre de la melancolía”. Melancolía y felicidad: la vida misma, pues, cabe de punta a punta, o de flanco a flanco, en esta auténtica, acendrada actitud contemplativa que anuda espacio y tiempo, y que aboca a una serena preocupación por cuanto queda y cuanto permanece (“la dulce obstinación de registrar las ruinas”). Por el olvido e incluso más por la memoria; por una memoria que trasciende la mera existencia individual (“Viajero que ahora pasas, / ten presente / que estas ruinas fueron / andamios una vez, / hombres silbando”), de manera que “alguien, quedamente en la sombra, / concibe el esplendor contra la muerte / ceñido a la arboleda, semioculto, / por entre ramas verdes y vacío”. Y como “no se extingue la llama / que en la calma conserva / el ardor del recuerdo”, al poeta y custodio le basta “la sombra fugitiva, / el instante, esa efímera razón de permanencia”.
Singularmente conmovedoras son las páginas dedicadas por el autor a su lugar en el mundo: “No me anima un anhelo / proclive a la nostalgia. / Se reduce mi afán a contemplarla / en la rara deriva de los sueños”. Con toda lógica, en Meditaciones del lugar, en tan hermoso compendio de las consecuciones líricas de Álvaro Valverde, Plasencia ha de alzarse también como “su mundo frente al mundo”. “Un lugar donde, a solas, / ser, simplemente, hombre”. Porque, al fin y al cabo, y recordando lo dicho por José Muñoz Millanes a propósito de lo intangible oculto en el concreto espacio, “es esta la ciudad / que tú prefieres: / la que a lo más / se intuye o se imagina: / la que se alza / en el centro secreto / de la otra”.

En ENTRELETRAS, revista digital de cultura y algo más. 17 de marzo de 2025.

17.3.25

Quedan los árboles


Según el tópico, todo termina. También la colección Voces sin tiempo, de la Fundación Ortega Muñoz, que se fundó, por decisión de Antonio Franco (el que fuera director del MEIAC de Badajoz) en 2010 y que uno ha tenido el honor de codirigir junto a Jordi Doce. Una aventura, tan extremeña como cosmopolita, que nos ha permitido publicar doce libros, bien acogidos por los lectores y la crítica, muito obrigado, y que se cierra con esta antología dedicada a los árboles en la que colaboran sesenta poetas españoles contemporáneos. Quisimos invitar sólo a autores vivos, pero el destino ha impedido que uno de ellos, por desgracia, pueda ver el libro: Andrés Sánchez Robayna. 
Creemos que el contenido sorprenderá. La poesía verdadera nos asombra siempre. 
Agradecemos, en fin, a la Fundación (a Clemente Lapuerta, su alma, a Granada Plaza, tan profesional y eficiente, y a su actual director artístico, Javier González de Durana) el patrocinio y la colaboración. 
La bonita cubierta de esta muestra (que toma el título de un verso del poeta malagueño Álvaro García) no desentona con las del resto. Con la ayuda del detalle de un cuadro del pintor de San Vicente de Alcántara, es obra de Juan Luis López Espada, quien sustituyó a Julián Rodríguez en esas labores tipográficas cuando aquél murió. 


14.3.25

Envoltorios

Resulta admirable cómo llegan algunos libros a casa. Pura artesanía. Labor de chinos (con perdón). Me refiero a su concienzudo envoltorio. Como si no fuera bastante castigo el dichoso retractilado. Aunque se fabrican prácticas cajas y sencillos sobres que se abren con facilidad, algunos editores y particulares se empeñan en blindarlos a base de papel de estraza y celo a mansalva por lo que uno se ve obligado a echar mano de abrecartas metálicos, tijeras y mucha, mucha paciencia para sacar a los pobres ejemplares de su camisa de fuerza. Lo peor es que en la delicada operación excarcelatoria algunos se dañan, cuando no eres tú el que se corta o se lastima. Miedo me da ver algunos paquetes al salir del buzón. Y qué alegría, sí, descubrir lo que tan celosamente encierran cuando por fin los liberas.

12.3.25

Andrés Sánchez Robayna, poeta

Sí, porque si bien el cosmopolita, incansable quehacer intelectual y creativo de Sánchez Robayna abarcó numerosas disciplinas, su punto de vista fue siempre el de un poeta. Lo nuclear: la poesía. Desde ahí observó el mundo. El físico, centrado, con alma de isleño, en sus amadas Canarias (nació en Santa Brígida, Las Palmas, y vivió en Tegueste, Tenerife), y el, pongamos, espiritual, que, como digo, integraba materias tan diversas como la citada poesía, la pintura, la traducción, la crítica, la enseñanza, la edición, etc. Fue, por eso, un autor capaz de escribir poemas, estudios, reseñas, prosas de diarios y ensayos. Nunca, que uno sepa, narraciones, en sentido estricto, u obras de teatro. 
Ahora que se ha ido, de forma tan intempestiva, a la sorpresa inicial y al desconcierto por una muerte no anunciada, a la edad de setenta y dos años, se impone la magnitud de su figura. Por el trabajo realizado, matizo. Es, al fin y al cabo, lo que importa cuando de escritores hablamos. Lo que a él le importaba, sin duda. 
Su poesía está agrupada en En el cuerpo del mundo: obra poética (1970-2022). Allí, libros como Clima (el primero, de 1978), La roca (Premio de la Crítica), Palmas sobre la losa fría, El libro, tras la duna y Por el gran mar. A partir del penúltimo de los nombrados, su poética cambia: gira de lo estrictamente silencioso y valentiano (que en él nunca llegó a hermético por la importancia que tuvo la luminosa realidad natural del paisaje en sus versos) a lo más personal y cercano; más vital que especulativo. Compleja siempre fue, y es normal que así sea, como la vida. Sus maestros: los místicos, Góngora, JRJ, Paz, Valente, Bonnefoy... De su condición de lector concienzudo dan buena cuenta sus ensayos, entre los que destacan Variaciones sobre el vaso de agua, Borrador de la vela y de la llama y el reciente Las ruinas y la rosaTambién, en otro tono y con distinto alcance, los que dedicó a sus paisanos canarios: Morales, Quesada, Marrero, González Sosa... Y pues que de isleños hablamos, cómo olvidar su Museo atlántico, "florilegio de la poesía de su tierra", en palabras de Juan Manuel Bonet. Y ya ahí, su magisterio en lo que a la poesía joven se refiere. En las aulas, como catedrático de la Universidad de La Laguna, y a través de las revistas que fundó (como la impar Syntaxis, que está al completo en Péndola) o alentó (como Paradiso, la de sus discípulos Francisco León, Alejandro Krawietz y Melchor López, entre otros). 
Muy ligada a su docencia está la traducción. Tradujo a título personal (a Espriu, Stevens, Haroldo de Campos, Brossa, Wordsworth, Novak, etc.) y en antologías colectivas, con sus alumnos del Taller de Traducción Literaria (TTL). 
A uno le han interesado mucho sus diarios: La inminencia. Diarios 1980-1995Días y mitos. Diarios, 1996-2000 y Mundo, año, hombre. Diarios, 2001-2007, todos publicados por Fondo de Cultura Económica. El mencionado libro de ensayo Las ruinas y la rosa (en galaxia Gutenberg, su sello desde hace años, junto a Pre-Textos) también podría sumarse al recuento por lo que de autobiográfico contiene.
Mantengo mis reticencias, por sesgada (algo legítimo), con respecto a la antología Las ínsulas extrañas, editada junto a Valente, Valera y Milán. Ninguna para con Poesía hispánica contemporánea: ensayos y poemas, editado en colaboración con Jordi Doce.
En lo personal, nuestro trato fue, en la distancia, muy cordial. Nos conocimos en el hall del hotel Mencey de Tenerife, en la primavera de 1995, cuando me invitó a participar en un congreso que organizó como director de la sede tinerfeña de la Menéndez Pelayo. En una mesa compartida con el pintor Luis Gordillo, hablé, cómo no, de la noción de lugar. Dentro del curso "Arte y lugar", dirigido por Aurora García. 
Me enviaba con regularidad sus publicaciones, que siempre he leído con admiración. Muchas las he comentado en este blog. 
Fue un honor, en fin. colaborar en el número 25 de Syntaxis, invierno del 91, que dedicó a la "Poesía en los años 90". Mis "Cuatro poemas" era una brevísima selección de lo que iba a ser Una oculta razón. Dudo si Octavio Paz, colaborador cercano de la revista, llegó a leerlos antes o durante la lectura del original de ese libro, seleccionado para el premio Loewe, del que era presidente del jurado, y que se falló apenas unas semanas después de que esos versos se publicaran. Una anécdota. 
Ha sido, es, "uno de nuestros poetas contemporáneos más exigentes y sólidos", como ha dicho Tono Masoliver Ródenas. Seguiremos leyendo. 

11.3.25

Relatos de un editor

Hace unos meses, con motivo del Congreso de Escritores Extremeños celebrado en Alcántara, en una mesa redonda dedicada a conmemorar los 40 años de la Editora Regional, donde evoqué la figura de Fernando Tomás Pérez González, un "intelectual silencioso" que fue su ejemplar director durante una década dorada, dije: "Siempre sospeché que la escritura creativa también había quedado aparcada. Su capacidad lectora, y desde temprano, alimentó siempre esa conjetura de la que no tengo más pruebas que la mera intuición. Sus artículos acaso le delaten, como aquel «Académicos de Argamasilla», que publicó en el HOY tres meses antes de su fallecimiento y que, como afirmé en su momento, «tiene algo de testamento literario y moral»". (Artículos, cabe precisar, que se recogieron en otro libro póstumo de Pérez González: Artículos y ensayos, del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, y los editores fueron Asunción Fernández Blasco y Fernando Pérez Fernández, mujer e hijo mayor del autor, que dividieron el libro en dos partes: "Contribuciones a la historia del pensamiento español" y "Edición y crítica".) Detalles aparte, aquí está la prueba de que aquellas intuiciones tenían sentido: El cuaderno de hule negro (Relatos), que ve la luz en la mencionada Editora y cuyo editor es de nuevo su hijo Fernando. 
De momento vi claro que lo más natural hubiera sido que apareciera en su colección preferida: La Gaveta. Luego, pensándolo bien, deduje que de haber sido así nos hubiéramos perdido una parte sustancial de la obra que tenemos delante, publicada al fin en otra colección importante (remito al catálogo): Rescate. Sí, porque si bien lo que se vienen a salvar son sus relatos (a lo que aquella benemérita colección está dedicada, incluyendo la novela breve), el extenso prólogo que va delante aporta al libro un redoblado valor, pues se trata de un enjundioso ensayo, entre lo biográfico –con abundancia de lo "auto"– y lo analítico, algo que en aquella colección no hubiera tenido cabida. 
Comprendo que no ha de leer igual las cincuenta páginas iniciales quien conociera, poco o mucho, a Pérez González que aquel otro que no tuviese esa suerte. A todos se lo pone fácil Pérez Fernández. Su texto es de una claridad manifiesta y está escrito magníficamente, con un estilo que recuerda la sencillez azoriniana, con toques barojianos, de su abuelo y de su padre, escritores antes que él. 
"Mi padre era un hombre modesto y austero, mesurado, por sensibilidad racionalista y por espíritu cívico". Esta es la primera línea de la introducción. Resumen bien al personaje. Ante todo, muerto a una edad temprana, "una voz al fondo del pasillo" que aboga por la lectura; alguien "leyendo y dando a leer", con "una contumaz preocupación por las palabras". 
Tras diez años de duelo, con la ayuda de su madre y de su tía Isabel, se armó definitivamente este libro, "pues era lo justo, ya que la escritura «literaria» de mi padre merece ser conocida".
Aborda después el editor las distintas etapas vitales de Pérez González. El "oro de la infancia" es la primera. Y ahí, sus abuelos: Fernando y Celestina. En Santa Marta de los Barros, donde ambos se conocen y se casan. Tuvieron ocho hijos y Fernando era el mayor. Un peso: el de la responsabilidad. La idílica vida rural termina cuando la familia se traslada a Badajoz, a la ciudad. Un "trauma". De la escuela de su padre, su maestro (en todos los sentidos), a los Maristas. De esos "años escolares" hay diarios por lo que resulta más fácil seguirle la pista. A sus melancolías, sobre todo. Y a sus lecturas, ya imparables. De Baroja, por ejemplo. 
En el verano del 72 se va a Marsella. Trabaja en la hostelería. Su conciencia política despierta. Sus "deberes cívicos" se fortalecen en sus años universitarios. En Sevilla (donde conoce a su íntimo amigo Antonio Franco, más tarde director del MEIAC) y Madrid (donde culmina su carrera de Filosofía en la Complutense). De 1977 en adelante, perdida la oportunidad de seguir la vía académica, "inicia los peregrinajes del docente interino" por distintos institutos. En el de Jerez de los Caballeros conoce a Susy, que acabaría siendo su mujer. Por fin, Cáceres, donde habían decidido que iban a vivir. 
Compaginó esa labor con la investigación, centrada en la filosofía de la ciencia y en la historia del pensamiento. El prologuista detalla su "método", propio de quien sabe lo que se hace. De su amplio campo de acción, no limitado a esas materias, dan buena cuenta sus libros, ensayos y artículos. 
A los diez años que estuvo dirigiendo la Editora Regional de Extremadura dedica Pérez Fernández no pocas páginas. Es lógico. Lo hizo muy bien y tal vez fuera lo mejor, en el ámbito profesional, de su existencia. Su análisis es concienzudo. Ya he ponderado en otras ocasiones su contribución a esa suerte de milagro, tan respetado como envidiado por españoles que residen en otras Comunidades. Es evidente que este hombre "se compromete a trabajar en la Editora con un proyecto muy claro y gran vocación de servicio público". Sí, porque su proyección, en una tierra atrasada donde casi todo estaba por hacer, y no sólo en lo cultural, iba más allá (en la Editora lo ha ido siempre) del mero hecho de editar libros. Destaca su hijo que "ante todo, primaba la brújula moral" (importante si tenemos en cuenta que estaba rodeado de políticos) y que "creía en el rigor del trabajo bien hecho". Repasa las colecciones que fundó y no olvida citar a su mano derecha en esa exigente tarea: Julián Rodríguez Marcos. Si añadimos el nombre de María José Hernández, el equipo estaría completo. Como editor, quiso ser el "intermediario" entre la obra que recibía de un autor y el libro "que acaba ante los ojos de quienes lo leen". 
Fui privilegiado testigo de su última etapa, ya seriamente enfermo, y de cómo se aferró hasta su último aliento (en sentido literal) en la escritura de su último ensayo, eje teórico de la magna exposición "Extremadura en sus páginas, del papel a la Web", que él comisarió junto al historiador Juan Gil. Me refiero a "La Ilustración pasa en berlina". "Hay que mantener seca la pólvora" fue en esos días su expresión favorita. Su entereza conmovía. 
Pero que fuera una persona excepcional llena de valores (siempre preocupado por los "asuntos morales") no justifica lo que este libro pretende, esto es, rescatar del olvido su vertiente literaria. Y a ello dedica Pérez Fernández (que, como poeta, firma significativamente sus libros como Fernando P. Fernández) la segunda parte de su prólogo. Al cuaderno de hule negro donde anotaba todas las palabras "desconocidas que iba encontrando, luego rastreaba su significado y las transcribía (...) por orden de entrada". Ya se habló de su obstinado interés por ellas. 
En "Sobre los textos" se nos explican pormenorizadamente los detalles de cada uno de ellos y el "montaje", previa "poda", del volumen. Si no he contado mal, son veintidós relatos, todos inéditos salvo los tres finales. 
Por generalizar, estamos ante una escritura realista, muy en consonancia con el carácter de su autor, y de marcado tono autobiográfico. Razón de más para que el editor haya trazado una biografía intelectual de su padre como paso previo a la lectura de sus cuentos. 
Se leen muy bien. Quiero decir que su lenguaje es sobrio y sencillo. Que su estilo no estorba, aunque lo haya, como en cualquier artefacto literario. Ya mencionamos a Baroja y, de pasada, a Azorín (sin ánimo peyorativo, al revés, ¿no fue su padre, Fernando Pérez Marqués, un Azorín extremeño o "en Santa Marta"?), pero cabe añadir a la lista toda una nómina de escritores de estirpe cervantina que bien podría concluir en la de su admirado amigo Andrés Trapiello, al que, extremeño de adopción, editó. También podría citar, por su cercanía, a Julián Rodríguez, pero a pesar de que sus ideas coincidieran en numerosos asuntos (no sólo los tipográficos), sus maneras de escribir son, según creo, distantes. 
Anota Pérez Fernández que en su prosa "se detecta la preocupación por la palabra justa, el término técnico, la cohesión estilística y el rigor de las descripciones". 
"A medio camino entre el ensayo y la memoria" podemos situar casi todos. Ya se aludió a lo autobiográfico. Aquí no es la imaginación lo que prima. Nunca la fantasía. Es verdad que alguno, como "Marycara" es "puramente ficticio" y "presenta una carga neta de inventiva", pero, insisto, eso no es lo normal. Son los hechos reales quienes fundamentan las diferentes historias. Propias de alguien que se siente concernido por ellas. Directamente. Por ejemplo en "A Madrid se llegaba en tren", "La matanza", "El Palancar" o "Mohamed". Bajo el título de "Viñetas, escenas e historias de vida" podrán agruparse la mayoría. 
Casi todos los relatos son breves, sin llegar al grado micro. Hay excepciones, como "Un suceso de La Mina", que además de extenso está muy elaborado. Remite a las novelas de Sciascia, el neorrealismo italiano o, ya en España, a Galdós, Aldecoa o López Salinas (que con La mina fue finalista del Nadal en 1959), como apunta con pertinencia el editor. Sus cinco partes dan casi para nouvelle
Otro relato de semejante factura es "Labrarás la tierra", aún más largo que el anterior y tal vez el más sofisticado en lo que su armazón literario respecta. De "muy particular" lo califica Pérez Fernández. Diría que detrás está la historia personal de uno de sus hermanos, el que no llegó a culminar carrera universitaria alguna y volvió al pueblo voluntariamente y sin remedio en cuanto pudo. El que desde chico quería "un perru y una tótola". Ya que de campo hablamos, la querida oveja negra de la familia. 
Un elogio de la lectura, "Alegoría en la escuela" o, lo que es lo mismo, la emocionante semblanza moral de su padre, maestro rural (escrito en colaboración con su hermana Isabel), y otra defensa del lector en sus primeras lecturas ("Un día me hice ferviente barojiano"), completan esta brillante panorámica narrativa de un hombre que antepuso otras ocupaciones a la de escritor, pero que, y este libro por fin lo demuestra, llegó a serlo. Siquiera sea póstumamente. 
 
El cuaderno de hule negro (Relatos)
Fernando T. Pérez González
Edición, introducción y notas de Fernando Pérez Fernández
Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2024. 201 páginas. 14 €

Nota. Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.

3.3.25

Sobre "Lecturas a poniente"

El profesor Felipe Rodríguez Pérez, coautor del libro Aves de Extremadura, reseña en la revista PlanVecon amenidad y cercanía, Lecturas a poniente. Muito obrigado. 


En el mes de enero la Federación de Gremios de Editores de España, con el patrocinio del Ministerio de Cultura y CEDRO, ha presentado el Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España 2024. Los datos son positivos en casi todos los índices aunque muchos conciudadanos confiesan que no tienen tiempo para leer. La población más lectora es la que se sitúa entre los 14 y los 24 años, con más de un 75%. Es decir, los jóvenes sí leen y mucho.
Durante muchos años organicé un club de lectura en un centro escolar y no dejaba de asombrarme por la cantidad (y calidad) de los libros que mis alumnos leían. En un principio, llevado de un afán pedagógico, era yo quien les proponía los títulos, eso sí, recorriendo las librerías para conocer cuáles eran las novedades que más les pudieran interesar. El club funcionaba y cada quince días mis alumnos participaban con entusiasmo de las charletas literarias y de las lecturas dramatizadas que hacíamos. Pero, así y todo, yo lo sentía rígido. Demasiado dirigido. Un tanto de profesores. Por eso decidí darle la vuelta y que fueran ellos quienes propusieran las lecturas y dinamizaran las actividades. No dejé de alegrarme por el número de libros que presentaron y que pudimos compartir, unas veces con una sencilla presentación, otras veces desmenuzando con entusiasmo argumentos y personajes. Las normas que rigieron estos encuentros de media hora, durante el recreo, fueron exclusivamente las de los imprescindibles “Derechos del lector” de Daniel Pennac.
Entre los libros, de memoria, puedo citar Moby Dick, Carta al padre, Dublineses, Ocnos, Matrimonio del cielo y el infierno… Y, claro está, Harry Potter, la Saga de Crepúsculo y mucho cómic manga. Cualquier propuesta fue fructífera y enriquecedora tanto para ellos como para mí. En muchos casos porque este profesor pudo volver a reencontrarse con títulos que leyó hace muchos años, y eso rejuvenece, y porque aprendí que los jóvenes están siempre dispuestos a romper las barreras y los límites lectores que se les impone por su edad.
Este otoño pasado participé como invitado curioso en unas jornadas sobre literatura de autores extremeños en las aulas, organizadas por la profesora Gema Borrachero en el CPR de Zafra. La iniciativa, a mi manera de ver, era muy interesante, por lo que supone de actualización de conocimientos y por la resiliencia que demuestran, día a día, los profesores de literatura para hacer frente al páramo curricular. El objetivo de las jornadas era mostrar la buena literatura que se hace en y desde nuestra región para poder llevarla a las aulas y darle difusión entre compañeros y alumnos. En conversaciones privadas, durante el descanso, se citó varias veces al poeta Álvaro Valverde y, especialmente, su blog personal, una fuente inestimable de información y disfrute literario.
Pues tenemos una excelente noticia, compañeros y lectores. La Editora Regional, en su colección Perspectivas, ha publicado recientemente Lecturas a poniente. Poesía en Extremadura 2005-2024 que recoge las reseñas sobre poesía en Extremadura escritas durante este periodo en su blog. La obra se organiza en tres partes: «Los libros», «Las antologías» y «Otros textos», haciendo un recorrido muy amplio y organizado por la producción poética extremeña. He querido hoy hacer referencia a este libro porque, de seguro, les auguro que se convertirá en una obra de referencia para lectores y educadores.
Las reseñas estaban ya en su cuaderno digital, y en algunas otras publicaciones, pero no por su conocimiento se puede restar notoriedad a la publicación. En Lecturas a poniente. Poesía en Extremadura 2025-2024 se reseña a sesenta y cuatro autores y unos ciento cincuenta libros. Esta lectura no es un tratado canónico ni lo pretende, sin embargo marca un hito referencial en la literatura que se produce en nuestra región y aventa una verdad incuestionable, que el nivel de la poesía en Extremadura puede pugnar, si de una competición se tratase, en la primera división.
Disculpen uds. este apunte deportivo, pero vuelvo de nuevo a ese encuentro tan provechoso en el Centro de Profesores de Zafra. Si los datos sobre lectura parecen alentadores, según el barómetro antes citado, no todo son noticias positivas. El día que apareció el estudio, en TV y en las redes sociales se extendió un optimismo que yo no pude compartir del todo, porque en el último puesto del índice lector se hallaba Extremadura, a 9 puntos por debajo de la media y a 16 puntos de distancia de la comunidad más lectora. Es decir, en términos futbolísticos somos el farolillo rojo.
No sé si tiene sentido general y empírico esta reflexión, pero para mí, como profesor de la materia de Lengua castellana y literatura, sí lo tiene. El libro de Álvaro Valverde pone al descubierto una situación paradójica, se escribe mucho y bien en Extremadura, pero el número de lectores es reducido. Así que se necesitan libros que sigan impulsando pasión y conocimiento literario, particularmente en las aulas, y Lecturas a poniente está hecho a base de estos ingredientes.
Leer es muchas cosas, pero siempre cae del lado de la emoción y el sentimiento. Lecturas a poniente recoge reseñas sobre autores y libros que admiro y que he disfrutado a lo largo de todos estos años, así que soy un lector al que ha llevado a cierta nostalgia. Ay, tempus fugit. Si les gusta la poesía y la buena crítica, disfruten del libro de Álvaro Valverde.

1.3.25

E. García Fuentes lee "Lecturas a poniente"


UN CANON A SU PESAR

Recopilación. Álvaro Valverde da cabida en 'Lecturas de a poniente' a una sana pluralidad de tendencias, lo que evidencia la ausencia total de prejuicios o afinidades previas a la lectura

Enrique García Fuentes

Quiere la casualidad que, cuando aún están calientes comentarios que he realizado hace poco sobre diferentes libros de Álvaro Valverde (¿vamos a andar poniendo su filiación a estas alturas?), aparezca acto seguido este volumen que recopila buena parte de su otra (e importante) faceta literaria: su labor como crítico y reseñista. Valverde extrae de su muy visitado (y consultado) blog –o de otros suplementos y revistas– las reseñas de libros de poesía de autores extremeños o vinculados a Extremadura que ha publicado. Y remacha en el luminoso y preclaro 'In limine' que antepone como prólogo, que se trata de «todas», porque «siempre he prestado atención a los libros de mis paisanos». Advierte además que este libro ha de ir de la mano de otro anterior publicado también por la ERE, 'Porque olvido', construido por las entradas más personales de su blog. Con este comparte ya desde la portada, su preocupación por un envoltorio hermoso y atractivo. En el caso de la publicación de hoy una preciosa fotografía del suizo Patrice Schreyer, con quien pergeñó aquel elegante 'Extremamour' que trajimos a colación hace algunos meses, se encarga de ello.
Bueno; ¿y dentro? Pues dentro de sus 450 caudalosas páginas encontramos un centenar y medio de comentarios sobre obras de autores de aquí (más de 60, en estricto orden alfabético y algunos con bastantes más entradas que otros), y recensiones de obras colectivas que los han recopilado desde diferentes perspectivas, así como un muy interesante (en mi caso la parte que más me ha gustado) rescate de otros textos sobre presentaciones, aniversarios o determinados autores muy puntuales como pueden ser Ángel Campos o Juan Manuel Rozas. Pero esto es más; claro. Y por mucho que avise el autor de que «no es, ni por asomo, una lista canónica ni tiene vocación preceptiva» y que «tampoco hay ninguna intención académica detrás de estas notas de lectura donde predomina el tono conversacional» será imposible que, amparados además por el criterio incuestionable de un poeta que no es cualquiera sino que, hoy por hoy es un referente para la poesía de hoy en día, demos más valor a esta recopilación que el del autor en su modestia, pretende otorgarle, y la consideremos desde ya toda una obra de referencia. En primer lugar porque en él se da cabida a una sana pluralidad de tendencias, lo que evidencia la ausencia total de prejuicios o afinidades previas a la lectura. Lecturas, por lo demás, siempre generosas que nunca parangona con sus personales e intransferibles gustos o intereses y que, por encima de todo, ponen de relieve la excelente salud de la poesía en nuestra tierra, no sólo en el ámbito de la creación, sino también de la publicación. La mayor parte de los libros reseñados han sido publicados en editoriales extremeñas, tanto públicas como privadas.
Con todo, es casi imposible no asumir que cualquier antología es, de por sí, un canon solapado, el de quien elige, claro está, y los demás estaremos o no de acuerdo con ello. Pasa con la poesía y con cualquier género literario; y el ensayo y la crítica no iban a ser un excepción. Respetemos, pues, la elección, aunque mantengamos que en esta recopilación, salvo error u omisión, debieran estar todos los que consideramos que son. Pero Valverde no es tonto y sabe que una apuesta se convierte en farol si no hay argumentos que la sostengan; de ahí la constante preocupación de dejar bien claras las cosas a la hora de explicar el alcance de las recensiones que aquí aparecen… Y de las que no aparecen. Y es que tanto a críticos como estudiosos (entre los que, con no poca vergüenza me incluyo) nos 'pone' cotejar quiénes están y quiénes no en un esfuerzo de estas lides. Valverde asume cabalmente sus filias y fobias («La objetividad, amén de imposible, es muy aburrida, más si se trata de crítica literaria. Otra cosa es que uno deje de lado el rigor y mienta», se le escapa en la página 323) y explica consecuentemente la ausencia de nombres determinantes que, a juicio de quien firma, y de muchos otros quiero creer, debieran figurar aquí (Mª José Flores, Diego Doncel, Ramírez Lozano, Álvarez Buiza, Santos Domínguez, tal vez alguno más). Sin nombrarlos explícitamente se acoge, en primer lugar a su estricto criterio particular («Esa es la verdadera razón de un crítico y de la crítica: leer con criterio y escribir con solvencia (y en el mejor estilo) sobre este o aquel libro. Ni más ni menos. Ni es fácil ni es poco») o, por ejemplo, se refiere a Steiner para justificar que hay algunos nombres que no aparecen dado que puede haber mantenido con ellos disputas personales y también que prefiere no hablar mal de un libro si no le ha gustado (un criterio, por lo demás, que, dicho sea de paso, trata de mantener quien arriba firma). Sus explicaciones gustarán o no, pero como indudables han de asumirse porque esta elección, insisto, es un ejercicio de libertad que realiza alguien con el suficiente conocimiento como para venirle con monsergas a estas alturas ya de la película.
Y no; no cabe hablar de canon: falta, evidentemente, el propio Valverde (aunque aproveche de soslayo una entrada de otro autor para hablar de la importancia del campo en su propia poesía). ¿Por qué no considerarlo una antología particular y muy muy generosa, habida cuenta, por ejemplo, de la cantidad de versos de los autores reseñados que cita y transcribe en sus comentarios? Yo quiero verla como un broche de oro que cierre (y reabra) los fastos que han conmemorado estos cuarenta magníficos años de las letras en nuestra tierra. Así lo digo.

LECTURAS A PONIENTE
Editorial: Editora Regional de Extremadura.
451 páginas.
16 euros.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el suplemento TRAZOS del diario HOY, 1 de marzo de 2025. La fotografía de Jorge Rey (HOY). 

28.2.25

Dar voz a lo invisible

La venezolana Marina Gasparini Lagrange, caraqueña del 55, es, entre otras cosas, docente (dictó la cátedra de Necesidades Expresivas en la Universidad Central de Venezuela, donde se graduó en Letras), ensayista, investigadora y coordinadora editorial. 
Es autora de los libros Laberinto veneciano (comentado aquí) y Exilios: poesía latinoamericana del siglo XX (también reseñado en este blog). 
Tras una prolongada estancia de casi dos décadas en Venecia, con intermedio madrileño (años en los que colaboró con la Escuela Contemporánea de Humanidades y coordinó, por ejemplo, la alianza editorial entre la Fundación para la Cultura Urbana y la colección Visor), reside actualmente en Alcalá de Henares. 
Ha editado obras poéticas y artísticas y colaborado con artículos en Prodavinci, "un espacio para las ideas, las conversaciones y los debates". Al fondo, Venezuela, su amado país natal, y lo ocurrido allí desde la llegada al poder del chavismo, que tanto tiene que ver con su errancia europea. 
El lector español ha podido disfrutar de sus ensayos en la desaparecida revista asturiana Clarín, donde uno la descubrió.
Su rigurosa labor intelectual (vinculada, en parte, al Instituto Warburg de Londres) se ha centrado en la lectura de las imágenes del arte y la literatura. De ahí, de esas correspondencias, surgen "estas páginas de miradas y silencios, de miradas transformadas en palabras". Lo explica muy bien Miguel Gomes: "Cómo se transforma internamente lo que vemos, cómo dialoga nuestra psiques con la realidad a través de la visión y cómo en esta la memoria, el sentir y la imaginación se conjugan". Sí, "tales son las indagaciones fundamentales" de este libro, Elocuencia de la mirada, que publica Kálathos, una editorial con ADN venezolano que se ve obligada a publicar su catálogo, por razones políticas, en España. Consta de diez ensayos. 
Que la poesía es algo omnipresente y nuclear en su obra lo demuestra que cuatro de las cinco citas iniciales sean de poetas: Rafael Cadenas (su maestro), Anna Ajmátova, José Ángel Valente y Chantal Maillard. Aluden, en orden de aparición, a la importancia de la visión (por encima del tema), al imposible olvido de quien "dio la vida por una mirada", a que "ver no es mirar sino cegar o deslumbrarse y a que "ver, al fin y al cabo es una escucha". Antonio Muñoz Molina, el único prosista, anima a "confesar que se ha mirado". Es lo que ha hecho Gasparini. No conformarse con mirar, con contemplar una y otra vez este o aquel cuadro, con visitar en numerosas ocasiones este o aquel museo, con leer con insistencia este o aquel libro. Ha dado fe de ello con palabras. Sin olvidar nunca a Horacio, su ut pictura poesis ("como la pintura así es la poesía", "la poesía como la pintura"). "¿Acaso no es la poesía leemos en la página 29 la realidad de los que ven y revelan la otra cara de lo evidente?". Por su parte, Gabriela Rangel ha destacado su "escritura despaciosa y cosmopolita". ¿No son cualidades de lo poético? 
Como cuenta en "Al lector", todo empezó con unos libros, "los de siempre" ("las Metamorfosis de Ovidio, las Etimologías de Isidoro de Sevilla, la Iconología de Cesare Ripa, la Biblia de Jerusalén y los Apuntes de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke") y una mesa de madera ("un gran escritorio que ya no tengo"). Gasparini se pregunta: "¿Cuál es el hilo invisible que une estos ensayos?". Y se responde: "Quizá es la necesidad de dar voz a lo invisible". 
Está muy bien traída por Gomes la afirmación de que "el ensayo, a fin de cuentas, es un espacio visionario donde priman no las respuestas, sino las preguntas". En la página 51 leemos: "Las preguntas más que las respuestas han guiado mi pasión por las imágenes que dan vida a la literatura, el arte y sus correspondencias". 
En I Frari, esto es, la iglesia de Santa María Gloriosa dei Frari, en Venecia (este libro, por razones vitales, es muy veneciano) cuelga Pala Pesaro, el cuadro de Tiziano que representa la Ascensión de la Virgen (su verdadero título). A ese lugar y a esa imagen vuelve una y otra vez Gasparini. Porque "esos lenguajes silentes son caligrafías anímicas que llaman a un reconocimiento". "Mirada involucrada" llama la autora a su método. Pues bien, en la esquina inferior derecha de la pintura del seiscientos un muchacho mira no donde todos lo hacen, sino al espectador. Nos busca con su mirada. Franca, limpia. Su nombre, Leonardo Pesaro (se le ve en la cubierta del libro). "Su rostro es memoria escrita en mis días", escribe Gasparini, quien sabe que "ver en el arte requiere detener la mirada en lo que no siempre logramos ver con nuestros ojos abiertos, ver es relacionar lo mirado con nuestro ojo interno, ver es entonces una experiencia de lo invisible que observamos desde nuestra interioridad". Y entonces recuerda lo que dijo Starobinski: "Ver es un acto peligroso". Ella añade que "requiere de un aprendizaje". 
A otras obras de arte que se guardan en esa iglesia dedica el resto del ensayo que termina con un poema de Juarroz. Antes confiesa: "Soy en la paciencia y la mirada". 
Las hilanderas, de Velázquez, es el motivo del siguiente análisis. Allí leemos: "El arte es la trascendencia que conoce el secreto de la mirada y su misterio". Que "nace de la vida y la representa".
Cristo ante Pilatos, de Tintoretto, es el motivo del tercer ensayo. Está en la veneciana Sala dell'Albergo. Anota al final lo que Michaelle Ascencio le enseñó: "que todo texto escrito nace de la necesidad de iluminar oscuridades con un destello, con una palabra".
Otro cuadro de Tintoretto, el Juicio final, una obra "vertical" e impresionante conservada en la iglesia de la Madonna  dell'Orto, es el motivo del cuarto. Cita allí a su admirada María Zambrano, aquello de que "es imposible compartir el propio infierno pues, al comunicarlo, la emoción que lleva la palabra lo transmuta en purgatorio". Por el tema de la muerte por agua, trae a colación a Eliot. Después a Kafka, que visitó la ciudad lacustre. ¿Hay relación, conjetura, entre Tintoretto y Titorelli, el pintor de El Proceso?
Al "asombro en la mirada" del escritor y viajero Cees Nooteboom se dedica el quinto. "La pintura era para él otro modo de viajar", leemos. Y que "Todo comienza con una mirada". Lo único que sabía hacer cuando empezó a viajar. Era un "amante del ver y del asombro" (por eso escribió poesía, matizo). Una de sus máximas: "Escribir para conocer". "Ver y leer en las obras de arte es comenzar a interrogarlas, es establecer un diálogo en el que la mirada nos lleva de la mano por caminos nunca antes transitados". El viaje, "una ventana abierta a nuestra curiosidad". Un cuadro, "un enigma mudo". El autor holandés no volvía a Venecia, regresaba, "como se retorna a lo que pertenecemos". 
Al placer del paseo y a la pausada contemplación de los cuadros se refiere "Caminando por el Museo del Prado". Donde busca sin buscar, nos cuenta. Un trabajo gustoso cada vez más complicado debido al descontrol que impera últimamente en la pinacoteca (incluidas fiestas con DJ). Cita de nuevo a Zambrano: "el arte que es visto como arte es distinto que el arte que hace ver. Que nos hace ver, agregaría con precisión". “Busco algo que no sé nombrar", sigue. Luego, obras de Rembrandt, Teniers, Reni, Tiziano (y su Carlos V), Velázquez, Zurbarán (el preferido, recuerdo, de la autora de Claros del bosque) Goya... Y El descendimiento de Van der Weyden, tan literaturizado, en el que se detiene más. 
En el séptimo ensayo cambia de asunto. O eso parece. Lo destina a reflexionar sobre algo que conoce perfectamente, y que sufre: el exilio. Ese reino. Y esa maldición, según se mire, que afecta a tantos miles de compatriotas suyos. Y no solo, bien lo sé. Pero no, no se olvida el arte y sus representaciones. Se sirve esta vez de uno de los cuadros más emocionantes de la historia: el Perro semihundido de Goya (al que dedicó uno de los cursos que imparte a través de Internet). Lo considera "la imagen interiorizada de quien ha visto en su soledad y extrañamiento". Una de sus "pinturas negras". Del exilio dice que "es un viaje sin retorno", "nos permite vernos como extranjeros en un lugar que es, a la vez, propio y ajeno". Apunta que "la pregunta por la patria es una inquietud de exiliados". La patria, "un lugar donde el «ser» es también un «estar»", "el sentimiento que transforma la extrañeza en interioridad", "aquello que no podemos perder sin perdernos nosotros con ello". Menciona a Steiner, lo de que "la verdad está siempre en el exilio". Y otra vez Zambrano, a la contra: "Amo mi exilio". "Y es que todos, parcial o permanentemente, habitamos en el desarraigo". "El desterrado es un extranjero". Como Ulises. Y trae a colación a Albert Camus y su famosa novela. "Conozco el exilio", declara. "Su color suele ser blanco como la página no escrita". Y lo relaciona con el desierto. Y con la eliotiana Tierra baldía. Concluye: "A cada quien su patria. A cada quien su exilio. A todos la amplitud de su reino". 
A la peste, "imágenes de una enfermedad", consagra el octavo ensayo. Se ve que está escrito en tiempos de pandemia. Empieza por la Ilíada. Se centra después en dos cuadros: el San Sebastián, de Mategna, y La vieja, de Giorgione. "La enfermedad es un silencio que entra en el cuerpo sin palabra que la anuncie. Zeus, dice Hesiodo, le quitó la voz a la enfermedad". "La peste conoce un único tiempo: el presente", "olvida conjugar el porvenir". Va más tarde a La peste escarlata, de Jack London, y, a costa de la "pobreza de la lengua", recala en Cadenas, un puerto seguro.
La peste precisamente tituló su novela acaso más conocida Camus. A él (y a algunas de sus circunstancias vitales, tanto en Argel como en Francia), a su "ciudad contaminada", atiende el penúltimo, penetrante ensayo. Acaba con una cita de sus Carnets: "Tengo necesidad de escribir cosas que, en parte, se me escapan, pero que son prueba precisamente de lo que en mí es más fuerte que yo mismo". (Aprovecho estas lúcidas palabras del Nobel, para subrayar que detrás de los ensayos de Gasparini se embosca en realidad una poética, algo que el lector atento ya habrá deducido por cuanto he comentado hasta llegar aquí.)
El último capítulo de Elocuencia de la mirada, el epílogo, se titula "Una cartografía del aliento". El más personal del conjunto. Ahí, la inspiración, una "palabra que está en el origen de estas líneas". Y la respiración: "Con reverencia he palpado el aliento que soy", y cita a Anne Carson. Constata que, sin desplazarse, da vueltas, "deambulo hacia una única meta: la escritura". Cree, con Lezama, que "sólo lo difícil es estimulante", por más que ella cumpla con la frase de Ortega: "La claridad es la cortesía del filósofo". Gasparini finaliza con estas palabras verdaderas: "Escribir es respirar fuera del silencio. Es respirar venciendo el silencio". ¿Qué se puede añadir?


26.2.25

Pas mal! (50 años de cultura en España)

Vivimos tiempos curiosos, por decirlo de forma suave. Tiempos que uno, como tantos, no estaba preparado para afrontar. Pero así es por naturaleza el futuro: imprevisible. En el mundo y, lo que más me importa, en España. Este pequeño gran libro,  Cultura española en democracia. Una crónica breve de 50 años (1975-2024), que ha sido capaz de tramar uno de nuestros mejores periodistas culturales (reconocido con el Premio Nacional de lo mismo en 2020), el barcelonés del 57 Sergio Vila-Sanjuán, director desde hace años de Cultura/s, suplemento de La Vanguardia, pone, sin embargo, en evidencia lo que algunos seres adánicos se empeñan en negar: que desde la muerte de Franco hasta ahora, desde que vivimos en democracia o casi (hasta el 78 en rigor no llega, con la Constitución), nuestra vida cultural se ha enriquecido y que lo hizo especialmente en los años de la Transición, esa que desprestigian en cuanto pueden nuestros políticos más ignorantes, esto es, la mayoría. 
Una breve introducción y siete capítulos bastan para, mediante un afilado don de síntesis (“un balance muy sintético y a vista de pájaro”), escribir la crónica de unos años, como diría el poeta Antonio Colinas, tan intensos como difíciles. Apasionantes también, más para quienes hemos tenido la suerte de haberlos vivido a lo largo, en toda su prolongada extensión. 
Por las citas que ha colocado delante, Vila-Sanjuán da a entender que la cultura de una sociedad la hacen y forman las personas individualmente (como defiende José Carlos Llop) y las instituciones, si se pretende que lo realizado sea duradero (como matiza Jean Monnet). El “recurso a la cultura” (George Yúdice dixit) se utilizó desde el principio para legitimar lo que se nos venía encima: nada más y nada menos que la democracia.  
De los años 70 cabe recordar, ante todo, que la mencionada Constitución reconocía “la importancia de la cultura”, clave, se acaba de decir, para “la restauración de la democracia”. Su defensa pasó a ser razón de Estado para los gobiernos, sí, pero también para la Corona, que no ha dejado de acompañar su considerable desarrollo. Primero con el rey Juan Carlos (“símbolo del regeneracionismo cultural de la España postfranquista”, según la ensayista Giulia Quaggio) y después con Felipe VI. Su incondicional apoyo a los premios Príncipe y Princesa de Asturias bastan para aseverarlo y se podrían poner muchos ejemplos más.
Es la década, pongo por caso, de la creación del Premio Cervantes, del Nobel a Aleixandre, de los poetas novísimos, del nacimiento de Anagrama y Tusquets, de Els Joglars, Berlanga y El desencanto, de El País (aquel “intelectual colectivo”, dijo Cebrián, del que, ay, no queda ni rastro), de Umbral y de la Barcelona contracultural. 
Los 80 son, en síntesis, la Movida madrileña y el diseño barcelonés. (Sí, no se olvide que Vila-Sanjuán contempla la nación desde su ciudad natal y la presencia de lo catalán es una constante en su ensayo.) Asumamos que la Transición fue “de terciopelo”, como dijo otro protagonista de aquella época, Jorge Semprún. “Gradual y pacífica”, precisa el autor. El 23-F del 81 espabiló a más de uno y la democracia se fortaleció. Llega entonces la postmodernidad y, ahí, la Movida. Y con ella, Almodóvar. Y el sida, claro. Y el “nuevo diseño” de aquella Barcelona abierta y cosmopolita (¿dónde estará?) que anunciaba la transformación urbana (y mucho más) del 92. 
Gobierna un Felipe González empeñado en apuntalar, a la francesa, el “Estado cultural”, que diría Fumaroli. “Ser culto se puso de moda”, afirmó el editor madrileño García Sánchez. El PSOE (aquél, nada que ver con el actual) apuesta por ese modelo y hace, desde el poder, todo lo necesario para que así sea. ARCO, el Reina Sofía y, en oblicuo, la “nueva narrativa española” están allí para corroborar el cambio. Se vive una “edad de oro de la edición”. “El nuevo Estado democrático aspira a ser integrador  y mostrarse como pluricultural  y diverso”. Un ejemplo: los encuentros de Verines, donde coincidían escritores en las distintas lenguas de España, un proyecto abandonado (o casi) que impide la necesaria fluidez entre las literaturas patrias y que aboca al mutuo desconocimiento. También empezaron a reconocerse con Premios Nacionales a escritores y artistas periféricos: catalanes, gallegos y vascos. 
En los 80 nacen editoriales importantes: a levante, Pre-Textos; a poniente, la Editora Regional de Extremadura, a la que Vila-Sanjuán ha hecho un merecido hueco en su sintética obra. Como se lo hace al Congreso de Intelectuales de Valencia (1987), donde se habló de todo menos de una ETA “en plena actividad”, un recordatorio que le honra. 
Resalta la importancia del periodismo cultural como perfecto aliado del “Estado cultural” que se fomenta. Surgieron revistas (Turia, Cuadernos del Norte, Quimera...) y se fortalecieron los suplementos de los periódicos. Ese arquetipo exigía ministros de Cultura potentes. El ministerio del ramo fue creado por el primer gobierno de Suárez, con la UCD, y fue Pío Cabanillas quien abrió vía. Por desgracia, el PP siempre lo ha despreciado; tanto Aznar como Rajoy prescindieron a ratos de esa cartera para rebajarla a la categoría de Secretaría de Estado (o fundirla con Educación), como bien sabe el poeta Luis Alberto de Cuenca. Entre los ministros de González, Javier Solana y Jorge Semprún, un viejo comunista debidamente afrancesado. Zapatero echó mano del competente César Antonio Molina. Y con qué equipos contaron. Se impuso, en fin, el axioma de que “la izquierda cuida a la cultura, y la cultura cuida a la izquierda”. “La cultura importa”, fue el lema. De lo sucedido con Sánchez mejor no hablar, a excepción del nombramiento de José Guirao. Que haya puesto en manos de Sumar y del tendencioso Urtasun el ministerio demuestra que aquellos ímpetus y los antiguos lemas pasaron hace tiempo a la historia. Nunca peor. 
Los años 90 representan el culmen de aquella ensoñación lograda. Los de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Y la Feria de Frankfurt, donde la “nueva narrativa” se universaliza. Una narrativa que se convierte en fenómeno gracias a los libros de Marías (un Nobel fallido), Pérez-Reverte, Savater o la “generación Kronen”.
Abren el Thyssen, el Museo de Arte Romano de Mérida (obra de Moneo), el Guggenheim de Bilbao y el Instituto Cervantes. 
El siglo XXI amanece de la mano de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, y la Guerra Civil vuelve a la actualidad desaforadamente. Al lado de Cercas, Trapiello y Las armas y las letras, un clásico, y La voz dormida, de Dulce Chacón. Tres extremeños (o dos y medio) al quite. Lo de la Ley de Memoria Histórica vino un poco después, con Zapatero, un fan de la polarización. 
Bien traída la alusión a fundaciones como la Juan March o La Caixa y muy pertinentes la de la revolución bibliotecaria y la del Año del Libro y la Lectura (2005). Uno después –no se recuerda aquí– tuvo lugar en Cáceres el primer Congreso Nacional de la Lectura, donde él participó en un panel de expertos. 
Tras la masacre del 11-M y el clima de crispación política que aquello provocó, “el acto final del gran idilio de la Transición entre el PSOE y el mainstream de la intelectualidad española”, coincidiendo con la reelección del “de la ceja”. 
Mientras, los conflictos lingüísticos no cesan y, en Cataluña, Ciudadanos florece. 
Aunque parezca mentira, Vila-Sanjuán se atreve con la poesía y fija un panorama de poetas enfrentados: los “de la experiencia” contra los “metafísicos” o “del silencio”, situación coyuntural que los años han resuelto mezclando a unos y a otros y salvando lo único que importa: un puñado de libros sin otra etiqueta que la de la poesía verdadera. 
Los festivales (como el Hay segoviano), la gastronomía elevada a categoría cultural (con El Bulli de Adrià al frente) o la serie Cuéntame apostillan la famosa frase de Javier Tusell: “A fines del siglo XX el intelectual español o es mediático y divulgador o no existe como tal”. 
El segundo decenio del siglo es el de la crisis. La cultura cae en picado. Su declive es evidente. La “clase media cultural española” fenece. Aquí no prospera lo de la “excepción cultural”. 
Llega el 15-M, ese espejismo, y las teorías de Negri, Hessel y Laclau (el radical argentino de la dichosa polarización). Y Podemos, claro. Javier Gomá clama en el desierto por la ejemplaridad y el procés se pone en marcha. 
En literatura, priman los de la “generación Nocilla” (¿otro espejismo?) y la autoficción. Y, también, dentro de la “literatura del yo”, “la escritura de diarios”: Puig, Trapiello, Llop, García Martín, Uriarte, Freixas...
Cinco años después de la rendición de ETA, Fernando Aramburu publica Patria. Un hito. En el teatro, brilla Juan Mayorga. Sergio del Molino lanza La España vacía. Otro hito. Por otra parte, el “retorno al medio rural” es tan real como literario. 
La muerte reciente de la galerista Helga de Alvear refuerza la mención al Museo que lleva su nombre, situado en Cáceres. Otro referente ineludible. Con el escritor Luis Landero y la Editora Regional, en lo que a uno respecta, lo más importante de cuanto ha sucedido en la cultura extremeña (y por ende en la española) de este periodo que se analiza. Ah, muy oportuna la cuestión de los nombramientos de directores de museos y muy significativo el caso de Borja-Villel y su criticable gestión ideológica del Reina Sofía. 
Ya en el tercer decenio, el covid es asunto principal. Paradójicamente, la muerte, el confinamiento y el dolor que vinieron con la pandemia revelaron que la cultura era un bien necesario, cuando no imprescindible. La llevó “a primer plano”. No lo entendió así, nada extraño, el ministro de turno de Sánchez, un tal Uribes. Algo, subraya Vila-Sanjuán, que intentó remediar su sucesor, el catalán Iceta y por ello fue premiado con un cese temprano. 
De la “irrupción de las mujeres” habla también el periodista. De ahí que cite a Irene Vallejo y El infinito en un junco, por más que no sea ni mucho menos el único. En otro momento se refiere a la “ola feminista” y a la lucha de Laura Freixas (desde Clásicas y Modernas) por reivindicar su presencia igualitaria en la élite de la cultura española (incluidas instituciones tan relevantes como la Real Academia). Al hablar de los premios mayores se anota la diferencia entre los concedidos a mujeres y a hombres, lo que hubiera favorecido la alusión al Nacional de Poesía que en sus últimas nueve ediciones han ganado… ocho mujeres. 
No, “la gestión cultural ya no parece demasiado emblemática para el PSOE sanchista”. Una parte sustancial (por lo significativo, no por lo numérico) de la intelectualidad gira hacia posiciones conservadoras y liberales. La decepción, entre los socialdemócratas, por la deriva sanchistas es incuestionable. Savater, Trapiello, Azúa, Cebrián, Gascón, Peyró, César Antonio de Molina... Podríamos seguir. 
El perspicaz autor cierra su largo paseo por la madrileña Galería de Colecciones Reales, asombrado ante tanta belleza. 
En “Para acabar” hay sobre todo preguntas. No todas retóricas. Y alguna respuesta. “Yo me quedo con que en sus diferentes apartados –la creación, la gestión y la industria– la cultura democrática ha constituido una aportación sustantiva y a menudo brillante, que niveló déficits históricos, pero al mismo tiempo con insuficiencias: nutridas de proyectos no siempre concluyentes y conflictos, y también de cesiones y pactos poco altruistas”. 
Reconoce que “Han sido (...) años de internacionalización y recuperación de la autoestima. De reconocimiento de la pluralidad lingüística”. Pero insisto, lo que lanza en este capítulo final son numerosas preguntas. Preguntas que el lector hará bien en responder. Después de recorrer este medio siglo con un guía tan informado y solvente, resultará incluso sencillo. Luego el futuro hará, como siempre, lo que le dé la gana. 

Cultura española en democracia
Una crónica breve de 50 años (1975-2024)
Sergio Vila-Sanjuán
Destino, Barcelona, 2024. 144 páginas. 14 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en El Cuaderno