La noticia me llegó a través de un e-mail con una frase escueta de nuestro común amigo Jesús García Calderón: “Me acaban de comunicar la muerte de BV Carande...” Había sido enviado a media tarde, aunque yo no lo leí hasta unas horas después, al volver del campo.
Al día siguiente, Jesús declaraba a un periodista: "Es como si me hubieran quitado un pedazo de mi vida". Tenía razón. Su caso, con ser especial, no es único. Para un buen puñado de escritores extremeños que superamos la treintena, la de Carande fue una imagen tutelar. Más o menos, poco o mucho, tarde o temprano, todos acabamos topándonos con alguna de sus aventuras literarias. Ya fueran las particulares (Capela, Alor, Alor Novísimo) o las promovidas desde la Asociación de Escritores Extremeños, de la que fue su primer presidente y el principal impulsor de la controvertida decisión de desgajarla de la Asociación Colegial de Escritores de España.
Ese “pedazo de vida” que a uno se le va con la desaparición de Carande coincide, sobre todo, con su juventud y eso, ya se sabe, tiene su importancia. Todo estaba entonces empezando –para nosotros, para Extremadura- y no pocos de los jóvenes e incipientes escritores de aquel tiempo éramos conscientes de lo mucho que quedaba por hacer. Eso, lejos de amilanarnos, nos infundía fuerza. No cabe duda de que uno de los puntales de esa batalla (incruenta sólo a ratos) era él, Bernardo, un hombre bregado en mil combates que nos ofrecía una seguridad y una experiencia que nos faltaba.
A mi modo de ver, la más importante de sus aventuras fue Capela, el nombre de una revista, sí, pero también el de su finca de Almendral, donde recaló este “niño de la guerra” a mediados de los años cincuenta del siglo pasado. Uno la esperaba con gusto y, a pesar de sus vaivenes e intermitencias, siempre trajo colaboraciones de interés. Sólo una cosa me basta para justificar su necesidad: que me descubriera la poesía de José Antonio Muñoz Rojas, otro hombre de campo como él. O la de Aquilino Duque. También me gustaban las traducciones de autores clásicos de Manuel Mantero.
Desde ese lugar y desde esas páginas miró Bernardo el mundo. Acaso ninguno de sus libros refleja tan bien esa mirada que Libro de agricultura publicado por la Editora Regional de Extremadura hace años y reeditado en su colección Ensayo Literario, con gran sentido de la oportunidad, recientemente. Se da cuenta allí de un mundo que no existe, lo que hace aún más valiosa esa serena reflexión con aires de relato.
Ya que lo menciono, conviene precisar que en lo que la literatura memorialística se refiere, a ese menudeo en torno a la propia vida, el autor de Suroeste fue un adelantado. Siempre le interesó hablar de sí mismo, contar lo que le pasaba, tal vez porque su vida fue más interesante de lo habitual como dejó contado en su último libro publicado, Memorias, 1932-2002.
Tal vez no haya una manera mejor para conocer a un escritor que leer sus memorias. Tanto si miente como si dice la verdad. Éstas están escritas, como nos confesaba su autor, “en la ignorada e incomparable tierra de calma extremeña, en un altozano (…) de nombre acogedor, Dehesa del Amparo o Capela”. “Libro, añade, que no se hubiera podido escribir en otro lado, se trata de un libro distante, si no distinto, de la vida de un hombre que, justo cuando la sociedad mayoritariamente se urbanizaba, él decidía vivir la otra parte, cada día más reducida y obsoleta, más ajena e inoperante de la contemporaneidad, la agraria”. “Desde este altozano, concluye, las cosas se ven tal como son, o sea, de distinta manera”.
En el Hoy leímos sus artículos durante años. Por esas casualidades de la vida, la suma de esos sesmos está ahora encima de mi mesa de trabajo. Había puesto ese original en manos de la ERE para su posible publicación. Como buen escritor, sus colaboraciones en los periódicos estaban escritas con exigencia. Con la mira puesta en su futura recopilación. Las suyas no eran sino páginas sueltas de ese diario que todo lo que escribía se empeñaba en componer.
Durante años mantuve con él una extensa correspondencia. Eran otros tiempos, ajenos a internet. Sus cartas llegaban siempre en reconocibles sobres amarillos. Una vez estuve a punto de visitar su cortijo, pero no creo que fuera una persona dada a romper fácilmente su aislamiento. Pertenecía a la estirpe nitzscheana de los solitarios.
Hace unos meses, volviendo de Jerez, me topé con el cruce de Almendral. Creí adivinar su casa sobre un altozano arbolado. No me atreví a parar. Ahora, claro está, me arrepiento.
(HOY)