Para uno, cuando era chico, todas las películas se podían agrupar en torno a dos géneros: las de hombres y mujeres y todas las demás; esto es, de romanos, del oeste (o de vaqueros), de piratas... Unas, digamos, eran para adultos y las otras, para niños como yo.
Igual que todos los de mi edad, aunque no nací -como
Alberti- con el cine, uno es un ser cinematográfico. Como a mis contemporáneos,
el cine ha determinado y determina mis sentimientos y mis pensamientos, forma
parte de mi educación sentimental, tanto o más que los libros, y, ya digo,
condiciona, entre otras muchas cosas, mi forma de mirar o de entender el mundo.
Desde temprano uno fue consciente de su importancia y
también desde crío soy un aficionado a ese arte total. Y ya allí, viendo
películas en aquellas interminables sesiones dobles del domingo por la tarde en
compañía de mi abuela Feliciana y de mi tía Sofía (siempre ocupando las butacas
centradas de la primera fila de entresuelo del cine Alkázar, para que nadie nos
impidiera ver bien la pantalla) o en las más cortas (y dominicales) del
colegio, empecé a sentir apetito cuando aparecían en pantalla los actores
comiendo. Lo recuerdo bien. Estaba deseando llegar a casa para cenar. Las
sobras del pollo con tomate del mediodía, por ejemplo, un plato usual de los
días festivos de mi niñez.
Como las que más me gustaban (y me gustan) eran los western, puedo evocar mi sensación de
hambre mientras los pistoleros degustaban un filete en una cantina, los
vaqueros un guiso de judías en plena caravana de diligencias (donde no podía
faltar el imbebible café) o, en fin, los soldados en un rancho cuartelario. Y
ello a pesar de lo poco apetitosas que parecían aquellas frugales colaciones.
A los indios no los recuerdo comiendo. Sí pescando o
cazando. Ni a los americanos del norte ni a ninguno, aborígenes pertenecientes
a las distintas tribus que poblaron cualquier remoto lugar del ancho mundo.
Pero no sólo de películas del oeste están hechos mis
recuerdos gastronómicos. En las de romanos, otro género del que era
incondicional, estaban los banquetes -la fruta, el vino-, aunque siempre me
pareció la mar de incómodo eso de comer tumbados, por sensual y hasta erótico
que pareciera. Las películas de persas o egipcios -o las bíblicas- no las
asocio a la comida, por más que la hubiera. Sí, como es obvio, las de vikingos o
las medievales, digamos, en las que también había escandalosos y multitudinarias
comilonas en los salones de los castillos y las fortalezas donde damas,
guerreros, reyes y caballeros aparecían convenientemente sentados y deglutiendo
a grandes bocados enormes muslos de pavo o de cordero; por supuesto, con las
manos.
En las de piratas se solía proceder de forma similar,
ya fuera en el barco correspondiente o en la taberna de algún exótico puerto de
ultramar o en una isla paradisiaca y exótica.
Como quiera que sobre todo hemos consumido (o nos han
hecho consumir) filmes made in USA, capítulo aparte ha de merecer la comida
en el cine contemporáneo. Es ahí, en todo caso, donde se puede hablar de
gastronomía en su sentido más exacto. Restaurantes italianos con manteles de
cuadros rojos y blancos donde los gánsteres se manchan con abundantes fuentes
de pasta; puestos ambulantes de perritos calientes en las calles de Nueva York;
enormes, inabarcables hamburguesas envueltas en papel que los policías comen en
el coche mientras hacen un seguimiento o montan guardia; pavos dorados en el
Día de Acción de Gracias; degustaciones de pizza
fría por la mañana al levantarse en cualquier coqueto apartamento de Manhattan;
tentempiés de comida china en cajas de cartón que todos comen con palillos; cenas
con multitud de acompañamientos y guarniciones en un modesto adosado de las
afueras o en una casa de campo del Medio Oeste; picnic a orillas de algún río donde, sobre una manta tendida en la
hierba, una pareja de enamorados toman apetitosos sándwiches; barbacoas en el
jardín trasero y junto a la piscina; almuerzos en comedores sociales, cárceles
u hospitales y brunch en suntuosos
restaurantes a los que acuden magnates y hombres de negocios; luminosos
comedores de clubes de golf o de tenis de algún estado del Sur; porches donde
alguien, sentado en una mecedora, bebe una limonada helada; familias o parejas
que devoran platos grasientos en cualquier american
diners o en alguna casa de comidas de un pequeño pueblo de la Norteamérica
profunda; banquetes de bodas, en fin, al aire libre o en recargados salones
donde se bailan hermosas danzas griegas o judías.
He visto, sí, alguna película protagonizada por cocineros
(el furor gastronómico de las últimas décadas así lo exigía) o donde la comida
tenía la mayor importancia (Chocolat,
Delicatessen, Como agua para chocolate, Tomates
verdes fritos, Julie y Julia, Mystic Pizza, Sin reservas…), pero he de confesar que,
debido a mi penosa memoria cinematográfica, apenas me acuerdo de los detalles. Y
me he perdido otras que, a buen seguro, debería haber visto, como Deliciosa Martha o El festín de Babette (que lo mismo sí
vi). En eso de ponerse estupendos con la comida, supongo que los franceses han
sido los reyes. No en vano su exquisita cuisine
ha pasado por ser la mejor durante siglos. Tampoco he visto La cocinera del presidente o El chef, la receta
de la felicidad, de la que habló bien Capel, el crítico gastronómico
del diario El País.
En cuanto a España, no tengo muy claro si los platos
de nuestra rica y variada gastronomía forman parte consustancial de la historia
de nuestro cine, aunque recuerdo bellos fotogramas de un restaurante en La mitad del cielo, la película de
Gutiérrez Aragón. O el multitudinario desayuno de La gran familia. O el gazpacho de Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios.
O, por fin, la última cena de Viridiana.
Recuerdo, es verdad, varias películas relativamente recientes sobre este asunto: Bon appétit. Tapas, Fuera de carta… Me da que son comedias poco suntanciosas para pasar el rato en las que, eso sí, el apetito de uno no llegó nunca a excitarse como lo hacía con los comistrajos de los vaqueros en mis tardes infantiles. Y ya que me retrotraigo a esa época, qué decir de la bota que cuece y se come Charles Chaplin, Charlot, en La quimera del oro. Puede que esas sean las escenas más apetitosas de la historia del cine. Uhmm… ¡qué hambre!