5.3.21

Teoría y práctica del haiku

 
En mayo del pasado año, publicábamos aquí una reseña del libro De vuelos y de aves de Xavier Seoane. Fue un descubrimiento pues, como confesaba allí, era mi primera lectura consciente del poeta gallego. Después he disfrutado, y cuánto, de su antología Elogio de vivir y, ahora, de A póla branca (La rama blanca), obra de 2020 editada por Xerais.
Como se ve por el título, está escrito en su lengua materna, el gallego, lo que aporta un plus de dificultad a la lectura que no hace sino intensificarla.
El delgado volumen consta de dos partes que, en realidad, se funden. La primera es un auténtico ensayo sobre el haiku. Una preciosa aproximación a la famosa estrofa japonesa que lo mismo le sirve al neófito que al iniciado. Escrita, además, con una claridad digna del tema que trata. Ya subrayé en la mencionada recensión sobre De vuelos y de aves que la delicadeza marca el tono de la manera de decir de Seoane, algo que aquí se aprecia aún mejor.
En la segunda parte, la teoría torna práctica y podemos deleitarnos con un puñado de haikus.
“Cuando o lique canta (Algunhas reflexións sobre o haiku)” (lique es, en castellano, licor) se abre con citas de Juan Ramón (“Hay un punto perfecto en que lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño son iguales”), Maurice Coyaud y Basho (“No sigas las huellas de los antiguos. Busca lo que ellos buscaron”).
En el principio, el cruce de influencias entre Occidente y Oriente y la importancia para la poesía de acá, digamos, de la de allá, más en la época contemporánea. ¿No es acaso el mejor Pound el de Cathay?, por poner un solo ejemplo.
Desde el comienzo también, uno intuye que al reflexionar sobre el haiku, Seoane está perfilando al mismo tiempo su propia poética, de manera tan efectiva como discreta. Lo que aporta, no me cabe duda, hondura y fervor a esas páginas.
“El haiku es un logro poético de una originalidad, versatilidad y plenitud difícilmente superable”. [Me tomo el atrevimiento de traducirle al español.] Lo compara a otras formas breves occidentales como el epigrama, las coplas del cancionero o la seguidilla. Formas sintéticas de carácter universal que usaron poetas como Dickinson o Penna, el mencionado JRJ o Ungaretti.
Por encima de modas, “el haiku atrapa”. Desde Basho, en el XVII, quien lo definió a la perfección: “Haiku es lo que está sucediendo en este lugar, en este momento”. Sí, nada más. Una “rara mezcla entre ontología y fenomenología”.
Destaca su “humildad”, llena de “eficacia”. Su pobreza esencial, diría uno. La pascaliana infinitud de lo pequeño. Y su relación con el zen, aunque lo trascienda.
Para Blyth, “una simple nada inevitablemente significativa” donde importan tanto las palabras como los silencios. Porque el haikista (o haijin) “apunta, aboceta, señala”. Por eso “la naturaleza del haiku demanda un lector experto, vivo creador”.
Anota Seoane que, además de la brevedad, el haiku tiende a la sencillez (en gallego, sinxeleza), la naturalidad (no en vano tiene por centro la naturaleza) y la coloquialidade o coloquialidad (que es una palabra no admitida por el diccionario de la RAE, pero que no es lo mismo que coloquialismo). Lejos, en todo caso, del ornato, el artificio, el efectismo, la sofisticación, la grandilocuencia y las palabras y expresiones pomposas. Y cita al de Moguer: ¡No la toques ya más, / Que así es la rosa!
Y sigue con las características del haiku, como la “inmediatez”, la “ambigüedad” (es “una de las formas poéticas de mayor densidad perceptiva” o “de la más amplia polisemia posible”). Recalca, como sólo un poeta sabría decirlo, “el dinamismo de lo inmóvil”, “la densa gravedad de lo ligero”. Precisa que tiene mucho de acuarela, de fotografía. Y nada de insignificancia, a pesar de su “excesivo reduccionismo”. De su minimalismo. Todo lo contrario, ya se apuntó. Ni nada de “digresiones abstractas”, conceptismo ni énfasis retórico, al que tan aficionados somos los occidentales, salvando a los epigramistas y a otros escuetos.
Y sigue con la “levedad” y el “estado de vigilia” al que ha de estar sometido el haikista, empeñado no en “concentrar ideas o capturar esencias sintéticas y abstractas, sino de amplificar lo mínimo e insignificante hasta formas de revelación  y de totalidad, en un intento de trascender lo efímero, de iluminar lo insignificante, de aprehender lo incomunicable”. Qué hermosa lección.
Lo compara después con la música. No la de Bach o Beethoven: la callada de Satie o Bartók.
Aterriza después en lo básico (y aún no dicho en esta reseña): que un haiku es un poema breve de tres versos de 5, 7 y 5 sílabas, lo que no obsta para que exista el “haiku libre” y los que tienen rima y los que no, e incluso los que se compones de uno o dos versos o no guardan las medidas de rigor. Pone múltiples ejemplos. Algunos de pueblos primitivos (recuerden la memorable antología de Ernesto Cardenal en Alianza) de África o de América que bien podrían pasar por haikus. Y de otro gallego, Uxío Novoneyra, un virtuoso.
Dedica un capítulo de la amena disertación al concepto de “aware”, esto es, “el lamento de las cosas” o, dicho en galaico-portugués, la saudade, que mi amigo Ángel Campos Pámpano, que de eso sabía, nunca se atrevió a traducir.
Jesús Munárriz (que tanto ha hecho por el haiku en España, haikista él mismo) y Teresa Herrero se atreven con una definición más elaborada. Y Motoori Norinaga y Vicente Haya, para quien “mono no aware es la conmoción del ser humano por la existencia”. Al final, Seoane recurre a Wilde, a “esa capacidad de asombro a que siempre apela lo Poético”.
Yoku mireba, otro término japonés aplicado al haiku, se puede traducir por “si te fijas bien” (“se miras ben”) y resalta la importancia del sentido de la vista (mucho más que ver) en la poesía japonesa y en la lírica universal. Para, entre otras cosas, unir el microcosmos al macrocosmos. Una gota de rocío, un grillo o una mariposa gozan en esa tradición del mismo trato “que el monte Fuji o la Vía Láctea”.
Tampoco se le escapa a Seoane algo fundamental: que “el haiku, en general, no se lleva bien con la presencia de un «yo» enfático”. Que el buen haikista desaparece de la escena y trata de fluir como la fuente, sentir como el árbol o gozar de la inmanencia de la piedra o la montaña. Lo dijo también Basho: “Identificarse con los caminos del cielo, renunciando al propio yo”.
No quiere, en fin, Seoane que identifiquemos el haiku con lo exquisito. Porque no es lo mismo purismo que pureza. Así, los hay “apoéticos” o antipoéticos (por seguir a Parra), de temas variados no siempre coincidentes con lo ortodoxo. Ironías, bromas, escatología… Y alcoholes, pues no pocos haikistas fueron santos bebedores.
“El haiku no desprecia ningún tema o realidad física o humana individual o social”. Sólo “rechaza la pedantería”. Su mirada es la del niño. Su inocencia.
Alude después a la popularidad del haiku (no hace falta más que darse un paseo por la redes o apuntarse a un taller de escritura). Sólo en Japón se editan más de sesenta revistas dedicadas al género (no hay japonés que no haya escrito al menos uno, aunque Chiyo compuso 1.700 a lo largo de su vida, el primero a los seis años).
Hace bien en informar de que “siempre hubo mujeres que crearon haikus”. Y de aportar algunos datos curiosos que no desvelo para que los disfrute el hipotético lector.
Una coda abrocha perfectamente este ensayo. Allí llega a comparar el haiku con el soneto, otra “forma universal”  de la poesía.
Luego, ya se dijo, viene la destreza del haikista que Seoane, sin dudarlo, es. Casi cien podemos leer. Y sin apenas dificultad para quienes no conocemos como es debido la lengua gallega.
Todo lo reflexionado en la primera parte tiene su culminación en la segunda, donde se nos revela, digamos, la verdad.
Del gozo a la melancolía (esa saudade a que hicimos antes alusión), de la pasión a la serenidad, Seoane se deja llevar con la naturalidad que cabe al caso y ofrece al lector una variada muestra de haikus. Tradicionales y modernos. Urbanos y de la naturaleza. Metafísicos y conversacionales. Ortodoxos y lo contrario. Con pájaros y lunas, pintadas y columpios, caracoles y grillos. Sin solemnidad y, cuando toca, con humor: A que andades, poetas? / Xa é primavera / no Corte Inglés.
He elegido diez para que quien lee pueda apreciar su sensible belleza. Como acabo de indicar, no es necesaria la traducción, incluso para quien, como uno, anda a tientas por esa bonita lengua; tan apropiada, por cierto, para expresar en pocas palabras lo que tantas veces sentimos indecible. Porque no oído / da matemática / canta o infinito.
 
A póla branca
Xavier Seoane
Xerais, Vigo, 2020. 70 páginas, 12.50 € 


DIEZ HAIKUS DE XAVIER SEOANE
 
 
Tarde no parque.
Os balancíns repousan.
A xente vaise.
 
 
A libélula
descende, ascende,
desaparece
 
 
Acordes
de Mozart.
Mísera choiva.
 
 
Tacón de agulla.
Camiña a moza.
Ave zancuda.
 
 
Sol nas persianas.
Canción na radio.
Agosto proletario.
 
 
Un vello.
Tenda de lencería.
Melancolía.
 
 
Os haijin vellos
vivían á intemperie.
Haikus eternos.
 
 
Pobo horrendo.
Que só se salve
o cemiterio…
 
 
Aquel pétalo
aínda cae
no meu silencio.
 
 
Escoito
o canto silencioso
da agua no pozo

NOTA: Esta reseña y los poemas se han publicado en la revista EL CUADERNO

Zelia Zambrano/La Voz de Galicia