23.10.14

Tánger revisitado

Este texto, de título pessoano, solicitado por Antonio Trinidad para la desaparecida revista en tres lenguas (español, portugués y árabe) Manga Ancha, está en el origen de mi libro Más allá, Tánger. Apareció en su número 2, de 2008. Debido al interés que pueda tener para algunos lectores que lo desconozcan, me permito rescatarlo para este blog.

Empezaré por lo obvio: es peligroso volver a escribir sobre Tánger. No me refiero a mí, que no lo he hecho hasta ahora, sino a los miles y miles de páginas que a esa ciudad han dedicado cientos de escritores. Algunos, incluso, nacieron y vivieron en ella o pasaron allí largas temporada. No es extraño que, debido a esta abundante literatura, con demasiada frecuencia se la adjetive de mítica. Con todo, ya digo, el aura, esa fama que ha alcanzado, impiden que el viajero (o el turista, a estas alturas tanto da) establezca con ella una relación natural, como la que cualquiera podría establecer con cualquier otra metrópoli. Bueno, no con todas. En este sentido, y por parecidas circunstancias, Tánger estaría a la altura de lugares también legendarios como Venecia, Brujas o San Petersburgo.
Dejando aparte las lecciones escolares, donde es probable que apareciera su nombre (los planes de estudio eran entonces otros y más prolijos los conocimientos), uno escuchó la palabra Tánger muy pronto, siendo adolescente. Cuando conocí a la persona con la que acabé casándome algunos años después. Yolanda nació allí.
Ella, como la inmensa mayoría de los tangerinos que tuvieron que abandonar la ciudad a mediados de los años sesenta del siglo pasado debido a los disturbios provocados por los marroquíes en lucha por su independencia, no ha podido superar nunca esa pérdida. Aunque el término pueda resultar equívoco, lo suyo, lo de ellos, no ha dejado de ser, al fin y al cabo, un exilio. Más si tenemos en cuenta otra característica fundamental de los nacidos en Tánger: el profundo arraigo que llegaron a establecer con su ciudad lo que acabó produciendo una no menos profunda sensación de nostalgia por ella. Un sentimiento que prácticamente todos los que han escrito sobre Tánger señalan como consustancial.
Es verdad que la generación a la que pertenecen quienes abandonaron la ciudad siendo aún niños no llegó a conocer su verdadero esplendor, los años dorados de la Zona Internacional, cuando Tánger era un sitio frívolo y cosmopolita donde los negocios florecían y en sus calles se cruzaban espías y contrabandistas, confidentes y policías, fugitivos y traidores. Un sitio poblado de hoteles y garitos, salas de fiesta y prostíbulos. Conocido mundialmente porque por allí pasaron multitud de famosos: ricos y escritores, hombres de negocio y artistas. Algunos, como Paul Bowles, se quedaron para siempre, con tiempo de sobra para ser testigos de una decadencia que sólo ahora, con unas autoridades (el rey a la cabeza) empeñadas en resucitar el viejo lustre de un enclave sin lugar a dudas, y por muchas razones (no sólo geográficas), estratégico.
Con todo, la memoria de aquellos años locos, que sus padres sí llegaron a vivir, permanece en ellos porque han hecho suyos los recuerdos felices de sus antecesores. A pesar de que nada era lo mismo, sus primeros años, los de su infancia, los que transcurrieron en su ciudad natal, estuvieron impregnados de un aire de tolerancia que no se había perdido del todo y que ellos pudieron valorar en su justa medida al llegar a la España franquista de entonces e incorporarse a las aulas de los colegios de aquí y, lo que es peor, a sus arcaicos métodos de enseñanza, nítido reflejo de las rancias concepciones educativas y religiosas de la época.
Acostumbrados a convivir con hebreos y moros (así llamaban, respectivamente, a judíos y a marroquíes), los europeos (como les llamaban a ellos, y eso servía para españoles, franceses… y hasta para americanos del norte y del sur) de Tánger tenían que ser a la fuerza personas abiertas.
Y ya que establecemos comparaciones, no estará de más señalar el choque que se produjo entre quienes cambiaron una gran ciudad (algo más que una mera estadística por número de habitantes), con elegantes bulevares (como el Pasteur), con zonas tan diferentes como la occidental y la árabe (la Medina, la Casbah, El Zoco Chico y el Grande o de Fuera…), por ciudades provincianas donde los altos edificios eran sustituidos por casas bajas, el pescado fresco de ojos vivos y agallas rojas era suplantado por tristes pescadillas cuya única frescura procedía del hielo que las cubría y las distintas legaciones diplomáticas eran reemplazadas por el Cuartel de la Guardia Civil.
Como la mayor parte de los tangerinos que salieron de allí malvendiendo sus bienes y con escasos pertrechos, Yolanda y su familia han mantenido muy viva la memoria de aquello. Desde hace más de treinta años no hay día que uno los vea reunidos por cualquier motivo u ocasión y no escuche algo relacionado con su ciudad perdida. Hay pequeños ritos que recuerdan a diario esa ausencia: la preparación de té, por ejemplo. Tánger también está presente en la comida, que sigue cocinándose a menudo de la misma forma que allí; siempre como consecuencia, en esto como en todo, de la mezcla de diversas culturas. Algo, por cierto, que la llegada de inmigrantes marroquíes ha facilitado notablemente, pues productos como el mencionado té o el cuscús son ya de adquisición sencilla. Por si acaso, en casa y en el campo, siempre hay plantada hierbabuena.
Como está presente en la jaquetía o haquitía (según María Moliner) que los padres de mi mujer utilizan, desde que los conozco, con naturalidad. Sobre todo cuando no quieren que los demás sepamos de qué hablan. Ese dialecto de origen judeo-español (no se puede olvidar la presencia sefardita en Tánger, a causa de otra huida) que quedó fijado para siempre en la obra maestra de Ángel (o Antonio) Vázquez, La vida perra de Juanita Narboni. Una novela que no deja de ser la prueba irrefutable de que aquel mundo, que ni los que lo conocieron se han atrevido a reconstruir, existió.
Volviendo a otro lugar común, como muchos tangerinos que se fueron, mi familia tampoco ha sido capaz de regresar a Tánger. Al principio, por lo obvio: acababan de ser expulsados. Después… Algunos se habían a atrevido a cruzar de nuevo el estrecho y contaban cosas espeluznantes. Aquello, decían, no es lo que era. Ante el temor de volver a un lugar irreconocible, han preferido mantenerse en sus particulares sueños. El único hermano de Yolanda que nació en Tánger, regresó hace más de quince años. La película que filmó no se parecía en nada a las que rodó mi suegro en 16 mm. o las de súper 8 del padrino, tan alegres, donde se ve a niños jugando en la azotea (con inevitable viento de levante) o celebrando un cumpleaños. Aquel paisaje de la desolación (esta era nuestra casa, este es el portal, esta la calle…) se vio una vez y no se ha vuelto a ver nunca.
Hace un par de años, fuimos nosotros quienes dimos el paso y cruzamos a Tánger con nuestro hijo pequeño, un muchacho que también ha bebido el veneno de Tánger. Fueron unos pocos días. Suficientes. Pero ese viaje o, mejor, de ese doble trayecto, donde alguien se reconciliaba con su ciudad perdida y otro descubría un sitio del que, como sospechaba, ya tampoco podría salir; ese viaje, decía, me espera en otra parte.