Este texto, de título pessoano, solicitado por Antonio Trinidad para la desaparecida revista en tres lenguas (español, portugués y árabe) Manga Ancha, está en el origen de mi libro Más allá, Tánger. Apareció en su número 2, de 2008. Debido al interés que pueda tener para algunos lectores que lo desconozcan, me permito rescatarlo para este blog.
Empezaré por lo obvio:
es peligroso volver a escribir sobre Tánger. No me refiero a mí,
que no lo he hecho hasta ahora, sino a los miles y miles de páginas
que a esa ciudad han dedicado cientos de escritores. Algunos,
incluso, nacieron y vivieron en ella o pasaron allí largas
temporada. No es extraño que, debido a esta abundante literatura,
con demasiada frecuencia se la adjetive de mítica. Con todo, ya
digo, el aura, esa fama que ha alcanzado, impiden que el viajero (o
el turista, a estas alturas tanto da) establezca con ella una
relación natural, como la que cualquiera podría establecer con
cualquier otra metrópoli. Bueno, no con todas. En este sentido, y
por parecidas circunstancias, Tánger estaría a la altura de lugares
también legendarios como Venecia, Brujas o San Petersburgo.
Dejando aparte las
lecciones escolares, donde es probable que apareciera su nombre (los
planes de estudio eran entonces otros y más prolijos los
conocimientos), uno escuchó la palabra Tánger muy pronto, siendo
adolescente. Cuando conocí a la persona con la que acabé casándome
algunos años después. Yolanda nació allí.
Ella, como la inmensa
mayoría de los tangerinos que tuvieron que abandonar la ciudad a
mediados de los años sesenta del siglo pasado debido a los
disturbios provocados por los marroquíes en lucha por su
independencia, no ha podido superar nunca esa pérdida. Aunque el
término pueda resultar equívoco, lo suyo, lo de ellos, no ha dejado
de ser, al fin y al cabo, un exilio. Más si tenemos en cuenta otra
característica fundamental de los nacidos en Tánger: el profundo
arraigo que llegaron a establecer con su ciudad lo que acabó
produciendo una no menos profunda sensación de nostalgia por ella.
Un sentimiento que prácticamente todos los que han escrito sobre
Tánger señalan como consustancial.
Es verdad que la
generación a la que pertenecen quienes abandonaron la ciudad siendo
aún niños no llegó a conocer su verdadero esplendor, los años
dorados de la Zona Internacional, cuando Tánger era un sitio frívolo
y cosmopolita donde los negocios florecían y en sus calles se
cruzaban espías y contrabandistas, confidentes y policías,
fugitivos y traidores. Un sitio poblado de hoteles y garitos, salas
de fiesta y prostíbulos. Conocido mundialmente porque por allí
pasaron multitud de famosos: ricos y escritores, hombres de negocio y
artistas. Algunos, como Paul Bowles, se quedaron para siempre, con
tiempo de sobra para ser testigos de una decadencia que sólo ahora,
con unas autoridades (el rey a la cabeza) empeñadas en resucitar el
viejo lustre de un enclave sin lugar a dudas, y por muchas razones
(no sólo geográficas), estratégico.
Con todo, la memoria de
aquellos años locos, que sus padres sí llegaron a vivir,
permanece en ellos porque han hecho suyos los recuerdos felices de
sus antecesores. A pesar de que nada era lo mismo, sus primeros años,
los de su infancia, los que transcurrieron en su ciudad natal,
estuvieron impregnados de un aire de tolerancia que no se había
perdido del todo y que ellos pudieron valorar en su justa medida al
llegar a la España franquista de entonces e incorporarse a las aulas
de los colegios de aquí y, lo que es peor, a sus arcaicos métodos
de enseñanza, nítido reflejo de las rancias concepciones educativas
y religiosas de la época.
Acostumbrados a convivir
con hebreos y moros (así llamaban, respectivamente, a judíos y a
marroquíes), los europeos (como les llamaban a ellos, y eso servía
para españoles, franceses… y hasta para americanos del norte y del
sur) de Tánger tenían que ser a la fuerza personas abiertas.
Y ya que establecemos
comparaciones, no estará de más señalar el choque que se produjo
entre quienes cambiaron una gran ciudad (algo más que una mera
estadística por número de habitantes), con elegantes bulevares
(como el Pasteur), con zonas tan diferentes como la occidental y la
árabe (la Medina, la Casbah, El Zoco Chico y el Grande o de Fuera…),
por ciudades provincianas donde los altos edificios eran sustituidos
por casas bajas, el pescado fresco de ojos vivos y agallas rojas era
suplantado por tristes pescadillas cuya única frescura procedía del
hielo que las cubría y las distintas legaciones diplomáticas eran
reemplazadas por el Cuartel de la Guardia Civil.
Como la mayor parte de
los tangerinos que salieron de allí malvendiendo sus bienes y con
escasos pertrechos, Yolanda y su familia han mantenido muy viva la
memoria de aquello. Desde hace más de treinta años no hay día que
uno los vea reunidos por cualquier motivo u ocasión y no escuche
algo relacionado con su ciudad perdida. Hay pequeños ritos que
recuerdan a diario esa ausencia: la preparación de té, por ejemplo.
Tánger también está presente en la comida, que sigue cocinándose
a menudo de la misma forma que allí; siempre como consecuencia, en
esto como en todo, de la mezcla de diversas culturas. Algo, por
cierto, que la llegada de inmigrantes marroquíes ha facilitado
notablemente, pues productos como el mencionado té o el cuscús son
ya de adquisición sencilla. Por si acaso, en casa y en el campo,
siempre hay plantada hierbabuena.
Como está presente en la
jaquetía o haquitía (según María Moliner) que los padres de mi
mujer utilizan, desde que los conozco, con naturalidad. Sobre todo
cuando no quieren que los demás sepamos de qué hablan. Ese dialecto
de origen judeo-español (no se puede olvidar la presencia sefardita
en Tánger, a causa de otra huida) que quedó fijado para siempre en
la obra maestra de Ángel (o Antonio) Vázquez, La vida
perra de Juanita Narboni.
Una novela que no deja de ser la prueba irrefutable de que aquel
mundo, que ni los que lo conocieron se han atrevido a reconstruir,
existió.
Volviendo a otro lugar
común, como muchos tangerinos que se fueron, mi familia tampoco ha
sido capaz de regresar a Tánger. Al principio, por lo obvio:
acababan de ser expulsados. Después… Algunos se habían a atrevido
a cruzar de nuevo el estrecho y contaban cosas espeluznantes.
Aquello, decían, no es lo que era. Ante el temor de volver a un
lugar irreconocible, han preferido mantenerse en sus particulares
sueños. El único hermano de Yolanda que nació en Tánger, regresó
hace más de quince años. La película que filmó no se parecía en
nada a las que rodó mi suegro en 16 mm. o las de súper 8 del
padrino, tan alegres, donde se ve a niños jugando en la azotea (con
inevitable viento de levante) o celebrando un cumpleaños. Aquel
paisaje de la desolación (esta era nuestra casa, este es el portal,
esta la calle…) se vio una vez y no se ha vuelto a ver nunca.
Hace un par de años,
fuimos nosotros quienes dimos el paso y cruzamos a Tánger con
nuestro hijo pequeño, un muchacho que también ha bebido el veneno
de Tánger. Fueron unos pocos días. Suficientes. Pero ese viaje
o, mejor, de ese doble trayecto, donde alguien se reconciliaba con su
ciudad perdida y otro descubría un sitio del que, como sospechaba,
ya tampoco podría salir; ese viaje, decía, me espera en otra parte.