Antes de Una paz europea, Fruela Fernández (Langreo, 1982) había publicado dos libros de poemas: Círculos y Folk, éste también en la valenciana Pre-Textos. Es traductor (Kavanagh, Kaschnitz, Kafka, Sanguineti) y ha editado el libro colectivo The Smiths: música, política y deseo.
En el número tres de la revista Años diez, que además de un monográfico sobre la poesía española del siglo XXI es una suerte de mapa generacional de una de las promociones más interesantes del panorama, FF firmaba un breve texto titulado "Receptor" donde se puede leer: "La tradición es la paradoja". Más adelante justificaba "la proliferación de abuelos y abuelas en la literatura reciente" y luego aludía al "momento paradójico que me interesa": "Sólo en la pérdida de la tradición podemos asumirla como algo productivo, que cuestiona aquello que la supera: nuestro presente". Caía después en la cuenta de que "una cercanía excesiva entre poeta y comunidad limita la perspectiva crítica; un exceso de aislamiento impide la comunicación". Añade que sus dos último libros han querido ser "intentos por encontrar una comunidad. En ambos hay una presencia fuerte, casi violenta de la tradición -el castellano sometido a las tonalidades del asturiano, la expansión de los espacios y las memorias familiares-, pero de nuevo desde la paradoja: ni el poema es el espacio propio de esa tradición obrera y campesina que desaparece, ni el poeta podría retomarla, porque está desplazado y pertenece a una realidad distinta". El destinatario, pues, es otro, no ya la "comunidad de origen": ha descubierto al lector que buscaba, en la estela de lo dicho en su momento por Auden.
Si vuelvo sobre ese texto es porque creo que aporta claves de lectura fundamentales al libro que comentamos. No siempre acierta el poeta a explicar lo que pretende. En lo que está, mejor. No es el caso. Fechado entre 2013 y 2015 en su ciudad natal, Hull, Leeds y Newcastle (en cuya universidad trabaja), FF empieza con una elocuente cita del muy europeo Berger sobre las ciudades y sus posibles disfraces y ya en su primer poema, que no deja de ser el primer fragmento de un poema extenso (pero breve, en el sentido de que no estamos ante un libro voluminoso) dividido en partes numeradas del 1 al 15), aparece su silencioso abuelo.
Esa "comunidad", más de la memoria que de la realidad, es "la cuenca minera de Asturias" y tanto él como su abuelo traen, después de varias décadas, "ese valle a cuestas". Ya se dijo, la familia es protagonista y ahí están las voces de abuelas y madres para corroborarlo. A ese lugar, "porque no vivo en él puedo serle / amargo y leal", escribe. "Y no estoy en casa", precisa. Allí (o acá), la Guerra Civil, el destierro: "Pasamos años preparando el exilio". Y más abajo: "Esa fue la pobreza". Y la emigración (y la inmigración, su revés, con mención expresa a los sirios), otra forma de lo mismo. Y la política ("la muerte / es política"): "Ahora a la guerra de clases la llaman turismo, / la llaman movilidad". Y no falta "este suelo" y el ganado y los prados...
Todo está dicho en esta suerte de conversación con elegante laconismo, sin descripciones gratuitas, mediante logradas comparaciones ("bella como algo impropio", "como rapa de hooligan"), con ese sonoro silencio al que se acogía el mencionado abuelo. Por terrible y dura que sea la elegía de ese mundo que desaparece, la serenidad prima. La verdad se impone. Sin estridencias. Con un lenguaje, ya se anotó, que mezcla con gracia el castellano y el asturiano, presente en muchas palabras que recogemos con el debido fervor quienes amamos esas hermosas tierras del Norte y a quienes allí viven. Choca que una forma de decir tan moderna se acomode tan bien a eso que no deja de ser anacrónico. Tal vez porque la poesía es esencialmente intempestiva.
Si vuelvo sobre ese texto es porque creo que aporta claves de lectura fundamentales al libro que comentamos. No siempre acierta el poeta a explicar lo que pretende. En lo que está, mejor. No es el caso. Fechado entre 2013 y 2015 en su ciudad natal, Hull, Leeds y Newcastle (en cuya universidad trabaja), FF empieza con una elocuente cita del muy europeo Berger sobre las ciudades y sus posibles disfraces y ya en su primer poema, que no deja de ser el primer fragmento de un poema extenso (pero breve, en el sentido de que no estamos ante un libro voluminoso) dividido en partes numeradas del 1 al 15), aparece su silencioso abuelo.
Esa "comunidad", más de la memoria que de la realidad, es "la cuenca minera de Asturias" y tanto él como su abuelo traen, después de varias décadas, "ese valle a cuestas". Ya se dijo, la familia es protagonista y ahí están las voces de abuelas y madres para corroborarlo. A ese lugar, "porque no vivo en él puedo serle / amargo y leal", escribe. "Y no estoy en casa", precisa. Allí (o acá), la Guerra Civil, el destierro: "Pasamos años preparando el exilio". Y más abajo: "Esa fue la pobreza". Y la emigración (y la inmigración, su revés, con mención expresa a los sirios), otra forma de lo mismo. Y la política ("la muerte / es política"): "Ahora a la guerra de clases la llaman turismo, / la llaman movilidad". Y no falta "este suelo" y el ganado y los prados...
Todo está dicho en esta suerte de conversación con elegante laconismo, sin descripciones gratuitas, mediante logradas comparaciones ("bella como algo impropio", "como rapa de hooligan"), con ese sonoro silencio al que se acogía el mencionado abuelo. Por terrible y dura que sea la elegía de ese mundo que desaparece, la serenidad prima. La verdad se impone. Sin estridencias. Con un lenguaje, ya se anotó, que mezcla con gracia el castellano y el asturiano, presente en muchas palabras que recogemos con el debido fervor quienes amamos esas hermosas tierras del Norte y a quienes allí viven. Choca que una forma de decir tan moderna se acomode tan bien a eso que no deja de ser anacrónico. Tal vez porque la poesía es esencialmente intempestiva.