9.10.20

El Nobel de Glück


Hace unos días terminaba de leer el último libro de Louise Glück publicado en España, por Pre-Textos y en traducción de Adalber Salas Hernández: Una vida de pueblo. Pensaba escribir una reseña sobre esa emocionante lectura. Es, con "El iris salvaje", el libro de Glück que quizá más me ha gustado. Me he alegrado mucho por su Nobel. 
Este es el artículo de urgencia que me publica El Cultural sobre la poeta norteamericana.

LA ELEGANCIA DE LOUISE GLÜCK

Cuando no pocos lectores de poesía esperaban el Nobel para Anne Carson (o para Simic o Zagajewski, eternos aspirantes), el de este año turbulento ha ido a parar a la norteamericana Louise Glück, “por su inconfundible voz poética que con austera belleza universaliza la existencia individual”, precisa la Academia Sueca. Desde que lo ganara Szymborska en 1996, ninguna poeta lo había logrado.
El día 3 de junio de 2006 uno anotaba en el blog: «Mi último descubrimiento se llama Louise Glück (Nueva York, 1943). Su editor, Manuel Borrás, me recomendó hace unos días que leyera El iris salvaje (premio Pulitzer en 1993). Da gusto volver a encontrarse cara a cara con el milagro de la Poesía; sí, con mayúsculas». En efecto, a la ejemplar editorial valenciana le debemos los españoles el conocimiento de la poesía de Glück. Sucesivamente, han ido viendo la luz, además del mencionado, los libros: Ararat, Las siete edades, Averno, Vita nova, Praderas y Una vida de pueblo. Traducidos por solventes poetas: Abraham Gragera, Ruth Miguel Franco, Eduardo Chirinos, Mariano Peyrou, Mirta Rosenberg, Andrés Catalán y Adalber Salas.
Califiqué una vez sus poemas como «sutiles, elegantes, inteligentes, ligeros (por lo que parecen frágiles), magníficamente construidos, clásicos (y no sólo por la frecuente aparición del mito) y modernos a la vez, privados pero habitables que, tal vez por eso, dejan en silencio a este lector, perplejo ante tan sabia como sencilla verdad; ante la asombrosa presencia de un mundo donde el matizado brillo de la luz importa tanto como la equilibrada oscuridad de la sombra».
Ya que mencionamos la mitología (que usa como “máscaras de un yo en transformación”, según Anders Olsson), en Averno, la clave está precisamente en un mito griego: el de Perséfone. Ahí, «un conjunto de admirables poemas que aúnan, como es característico en la reconocida poeta norteamericana, la hondura y la claridad, la pasión y el sosiego, la realidad y el sueño, el cuerpo y el alma, la vida y la muerte. Poemas donde la memoria bucea en el mar del olvido de donde emerge la niña que fue y la infancia que tuvo. Madres e hijas. La errante Perséfone».
Los poemas de Praderas, por su parte, siguen un doble patrón, clásico también. De una parte, relacionado con los personajes odiseicos de Penélope y Telémaco (y de Ulises y Circe); de otra, por las “parábolas” que contiene.
En los poemas de Telémaco, alude a su desapego, sus remordimientos, su bondad, su dilema, su fantasía y su confesión. En los de Penélope, resalta su terquedad.
Más allá de este tipo de versos escritos mediante el recurso del monólogo dramático (habla de ellos, pero también de ella), destacan los que dedica al amor y al desamor, al matrimonio y a la pareja. La familia, no se olvide, ha estado en el centro de sus intereses. Y la infancia, cabe añadir. En “Nostos” leemos: “Miramos el mundo una sola vez, en la niñez. / Lo demás es memoria”.
Es evidente que estamos ante una poesía autobiográfica, pero que no por eso pierde de vista la universalidad.
No falta la sutil ironía, marca de la casa, y cierto, sereno desgarro. Todo, claro, desde la elegancia que caracteriza a esta mujer. Y la inteligencia. Y la sobriedad, en línea con la maestría de Dickinson.
El tono conversacional, incluso con fragmentos dialogados, dota a sus versos de esa genuina naturalidad a que nos tiene acostumbrada la mejor poesía estadounidense.
El último de los traducidos, de este mismo año, Una vida de pueblo, puede ser, junto a El iris salvaje, tal vez la mejor manera de iniciarse en su lectura. El que acaso justifique mejor el porqué de su Nobel. La claridad impera en esta suerte de relatos protagonizados no sólo por la autora y por la naturaleza que la rodea, a la que no teme describir o nombrar como si de un personaje más se tratara, sino también por los habitantes del que podría ser cualquier pueblo de la América profunda. Y allí, el verano. Y la juventud al lado de un río. Y el inexorable paso del tiempo que la hace recordar aquella vida pasada con la melancolía que hace al caso. La vida, el amor y la muerte.

Nota: Este artículo se ha publicado en El Cultural.
La fotografía es de AP/Michael Dwyer. Tomada de El Universal