Martín
López-Vega
Visor,
Madrid, 2021. 96 páginas, 12 €
López-Vega
(Poo de Llanes, 1975), ha sido librero (en La Central), editor (en Vaso
Roto) y crítico
literario. En la actualidad es director de Gabinete de Dirección del
Instituto Cervantes. Ha traducido poesía del portugués, inglés e italiano y acaba de publicar una
antología de Li Bai.
Poeta
en asturiano y de obras en prosa, tanto viajera como ensayística, reunió sus
libros de poemas en El uso del radar en mar
abierto. Poesía 1992-2019.
En “Tema de redacción”, un significativo poema de
Egipcíaco (entre el linimento y los
huidizos padres del desierto), López-Vega asocia la palabra “felicidad” a
“mujeres y ciudades y libros”. En efecto, el amor, los viajes y la literatura
son los temas esenciales de esta colección de poemas que pretenden ser
cualquier cosa menos “poéticos”, lo que consigue atendiendo más a lo que quiere
decir que a cómo decirlo; no tanto a la métrica como al versículo que exige un
determinado ritmo. Estamos ante poemas discursivos y monologantes que utilizan
con frecuencia la distancia de la tercera persona.
El primero, “Otro ensayo sobre el día logrado”,
es paradigmático. Extenso, como no pocos del conjunto. “A partir de los
cuarenta” (este es un libro escrito nel mezzo
del cammin), lo que toca es “sobreponerse”. “El verdadero leitmotiv”. Humor e ironía mediante, L-V
compone, en torno al amor perdido y sobre la metáfora del mosaico, una suerte
de poética solitaria y vital.
“La
vida sería posible aquí” es un verso de “Un motor vital” (un poema australiano, como “Cooper Creek”) que
refuerza su preferencia viajera por “las antípodas de la vida”. Lo cosmopolita (con
toques culturalistas) es habitual; en “Orientalismos” (como el delicado Rú Yì”),“Gathered Sky”, “Una noche en Kalender” (“allí el tiempo siempre te
susurra: Existes”), “Alejandría” o
“Puerto cerrado”, por ejemplo. Sí, “El mundo es una habitación”, por decirlo
con uno de sus rótulos. “Soy de todas las ciudades”, escribe en “Un país
febril”. Y de todos los idiomas y países. De la “república de la conciencia”.
En
el “El forastero en Veroli” (Sandro Penna), leemos: “La hermosura abunda, pero
solo es belleza cuando hiere”.
Lo
autobiográfico, que a veces adopta la forma de diario (impresiones, vivencias, anécdotas
elevadas a categorías), es otro aspecto insoslayable. En “Un episodio
personal”, pongo por caso, que protagoniza su abuela (a la que dedica “Mi
abuela: Poesía completa”), “Julián” (Rodríguez: “No se van nunca los mejores”),
o el extraordinario “Los recogedores de ocle o bien Carta al padre”: “Seré tu hijo, pero tú no fuiste mi padre;
así están las cosas”.
“Por
qué siempre lejos, siempre huyendo”, se pregunta en “El balcón georgiano”. El
deseo de “dejar de querer irme siempre de mí” es un rastro de la herencia
paterna de este “flâneur meditativo”
que concluye su libro con un autorretrato donde leemos que “escribe poemas para
iluminar zonas oscuras”. Poemas con finales acertados, sorprendentes. Propios
de un lector que usa con frecuencia la fórmula “a partir de”. Como en
“Ingredientes”, donde oportunamente nos recuerda que “no vivimos solo por
vivir”.
Rueda (Jaén, 1992) es hija de la bonanza, ese feliz rótulo generacional. A pesar de su
edad, ya ha publicado los libros Princesa Leia, Siberia es un estado
de ánimo, Reencarnación,
Error 404, Todo lo
que te perdiste por meterte a monja y Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Todos consiguieron algún laurel; como éste, premio
Hiperión, que el jurado consideró “un libro cohesionado, crítico, lírico sin excesos,
poderosamente plástico”.
Los poemas, escritos como páginas de un
diario, dan cuenta de unos hechos sucedidos a su autora durante los años 2019 y
2020 (que en el libro aparecen en orden cronológico inverso) mientras trabajaba
en la lavandería del hospital
de Algeciras. No hace falta subrayar que coincide, siquiera en parte, con la
pandemia (los poemas están fechados entre marzo y junio), aunque la enfermedad
ya era de por sí un asunto lo bastante áspero como para abordarlo con la
compasión debida.
Porque la situación así lo exigía, el lenguaje empleado es
sobrio y hasta prosaico. Conversacional. Realista sin contemplaciones. Crudo
como cualquier existencia.
“Yo por sudario quisiera las manos de mi madre”, leemos, una
presencia capital en el libro, a la que tuvo que dejar, como tantas otras cosas
(la facultad, por ejemplo), para ir a la costa.
“Esto somos”, dice tras observar el tanatorio del que sale
alguien con la ropa que ella planchó. Y “La vida. / No la soporto”. Aquí, sin
embargo, pesa su envés: la muerte. Cuánto dolor. Cuánta pena. Cuánta cucaracha.
NOTA: Las reseñas de los libros de Martín López-Vega y Begoña M. Rueda se han publicado en EL CULTURAL.