Hervaciana
es el noveno libro que publica en Tusquets Gonzalo Hidalgo Bayal
(Higuera de Albalat, 1950). Desde Paradoja
del interventor, que significó su, digamos, definitiva consagración
literaria. Un par de esos libros a que aludo son de relatos: Conversación (2011) y La
princesa y la muerte (2001, 2017). Por el primero le dieron los premios
Mario Vargas Llosa NH de Relatos y Dulce Chacón de Narrativa Española. En lo
que concierne a este género, habría que añadir Un artista del billar (Alcancía, Plasencia, 2004, que reúne dos
cuentos: el que da título a la plaquette
y “El reloj de oro”) y “Sobre la nieve”, incluido en Doce relatos (,) maestros (La Navaja Suiza Editores, 2018).
Precisamente en una revista (Quimera, número 359, octubre de 2013) se publicó “Adames”, el que
inaugura Hervaciana, al que le siguen
los inéditos: “Ratón de fondo”, “La condena”, “Ut boves bobis”, “La cólera de Isaías”, “La partida”, “El signo del
león”, “Calle del Codo”, “Coda (del Codo)”, “Arte de prudencia”, “La boutique de nouveautés”, “Pluma 22”, “El
profeta Nicolai” y “Cancerbero”. Trece relatos, en suma, de similar
longitud que, si bien cada uno narra una trama independiente, todos hacen
referencia a lo sucedido en un mismo tiempo y lugar (con mínimas derivaciones
madrileñas): la ciudad de Murania y la aldea de Casas del Juglar, en Tierra de
Murgaños, que aquí nunca se nombran (sí el Garabero o los Montes de la
Pendencia), el territorio donde Bayal ha fundado su particular mundo literario.
Más concretamente en el Real Colegio de San Hervacio (“el bestión mascariento”),
del que ya dio noticia en libros anteriores (en El espíritu áspero, por ejemplo); trasunto, diría, del Seminario placentino
donde estuvo internado algunos años. En la biocronología de Miguel Ángel Lama
que se incluye en el cartapacio que esta revista le dedicó recientemente, se
precisa que en 1962 empezó “sus estudios en el Seminario Diocesano de Plasencia
como alumno interno” en el que “cursó los cinco primeros de Humanidades, y uno
y tres meses de los tres de Filosofía”. “En la Navidad de 1968 le invitaron a
abandonar el Seminario por falta de vocación”, añade Lama, que a continuación
menciona Campo de amapolas blancas.
En efecto, se puede afirmar que este libro ya estaba anunciado en aquella nouvelle, para muchos una obra maestra.
Por seguir con lo biográfico –que en Hervaciana es esencial sin necesidad de recurrir al manido tópico
de la autoficción–, al comienzo de
“Coda (del Codo)” relata que sigue viendo, “cuando las ocupaciones lo permiten
y el ánimo lo aconseja”, a varios amigos con los que pasó su primera
adolescencia en el Real Colegio de San Hervacio. Se trata de los dedicatarios
del libro: Felipe, Abelardo y José María, un Hernández y dos Sánchez. Son esos
“pocos compañeros de galeras”, “muchachos de antaño”, a los que se refiere la
cita inicial de Zweig, con los que, de hospedería en hospedería, sigue
encontrándose.
Quien narra lo sucedido en aquel pobre mundo de ayer empedrado
de penurias (con secuencias dignas, a lo Pérez de Ayala, de “nuestro propio y
privativo aemedegé”), cuando España (no
sé si Extremadura) dejó de ser cervantina, es alguien sin nombre que, insisto,
se podría identificar con GHB si no fuera porque estamos ante un ingenio
literario y no delante de unas memorias. Digo “nombre” y conviene aclarar que
lo que predominan, como en las listas alfabéticas de aquella época, son los
apellidos (a excepción de la bella Isidora o el doble portero Sátur): Pastor,
Romero, Pelayo, Viñas, Lobato, Calderón, Ruiz, Cantalejo, etc. Algunos, ¿mera
coincidencia?, de curas placentinos pretéritos.
No es cuestión de desentrañar los argumentos de los trece
relatos y menos sus finales, tan logrados.
El primero, “Adames”, “el
poeta”, marca con maestría lo que viene después. Es una defensa de la pura
poesía (y no sólo por el fervor juanramoniano y sus “certidumbre invernales”),
donde Bayal, en pos de la admiración y en contra de la mediocridad, encuentra
el germen de su inclinación literaria, Faulkner mediante. “Aficiones y
aflicciones”, diría él. Y ahí una afirmación que señala el tono de esta
escritura: “la condición poética es siempre innegablemente desdichada”. Por eso
no faltan en estas páginas (recreos y excursiones al margen) la tristeza (somos
“seres consciente de nuestra desdicha”), la adversidad (donde “vivimos y nos
reconocemos”) y la melancolía (“Nadie se atreve a imaginar una dicha permanente
ni una alegría perenne”). Ni, por encima de la compasión, la vergüenza, la aversión,
la culpabilidad, el fatalismo (“Ni unos ni otros tenían más horizonte que la
continuidad de los días y el aplazamiento de la muerte”), la humillación (el
mote, el castigo), la maldad, el miedo o la cobardía. Ni la pobreza y lo rural
(que tan bien conoce). Y la realidad que “brinda a veces espontáneos
surrealismos”. Ni las habituales alusiones bíblicas y los latines. O los versos,
propios y ajenos. Tampoco el humor: irónico (esto es, inteligente), sonriente, sutil.
O el silencio y el laconismo, obsesiones plasmadas en su memorable Nemo. Todo se expresa, en fin, “sin
heroísmos ni ufanías”. Porque “todo pasa o cansa”.
Como en el resto de la obra bayaliana, la moral (no la
hervaciana, “suprema razón” católica a ultranza, reglamentista, basada en el
pecado y “la pedagogía de la sangre”) está muy presente. Al cabo, los actos
predicen “consecuencias morales”.
Pero es el lenguaje –su estilo– lo que sigue cautivando al
lector, lo que no quiere decir que importe más que lo que narra (historias,
como la del eclipse de luna, dignas de ser bien contadas), sino todo lo
contrario. Sí, se podría hablar de simbiosis. Y de su preciso y extenso
vocabulario; de la escasez de puntos y aparte, que tanto tiene que ver con la
hipotaxis ferlosiana (léanse las páginas 226 y 227); del sabio uso de los
paréntesis (que encierran lúcidas reflexiones particulares, como el de la
página 231); de la teoría narrativa que se revela entre líneas (en la página
178, pongo por caso); de los guiños cinematográficos, la lectura (“fruta prohibida
de San Hervacio”) y los homenajes literarios (“somos lo que leemos”); de los
juegos de palabras (sin “prestidigitaciones retóricas”)… Y, cómo no, del genuino
carácter cervantino que encierra, un rasgo extensible a cuanto este autor ha
escrito.
Hervaciana, que podría
haber dado en novela (de algún modo, en su unidad, lo es), amplía aún más el inconfundible
universo bayaliano y vuelve a demostrar que su insondable capacidad expresiva sólo
limita con el afán y la voluntad de quien lee.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 141-142 de la revista TURIA.