30.3.22

Bayaliana

Hervaciana es el noveno libro que publica en Tusquets Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, 1950). Desde Paradoja del interventor, que significó su, digamos, definitiva consagración literaria. Un par de esos libros a que aludo son de relatos: Conversación (2011) y La princesa y la muerte (2001, 2017). Por el primero le dieron los premios Mario Vargas Llosa NH de Relatos y Dulce Chacón de Narrativa Española. En lo que concierne a este género, habría que añadir Un artista del billar (Alcancía, Plasencia, 2004, que reúne dos cuentos: el que da título a la plaquette y “El reloj de oro”) y “Sobre la nieve”, incluido en Doce relatos (,) maestros (La Navaja Suiza Editores, 2018).
Precisamente en una revista (Quimera, número 359, octubre de 2013) se publicó “Adames”, el que inaugura Hervaciana, al que le siguen los inéditos: “Ratón de fondo”, “La condena”, “Ut boves bobis”, “La cólera de Isaías”, “La partida”, “El signo del león”, “Calle del Codo”,  “Coda (del Codo)”, “Arte de prudencia”, “La boutique de nouveautés”, “Pluma 22”, “El profeta Nicolai” y “Cancerbero”. Trece relatos, en suma, de similar longitud que, si bien cada uno narra una trama independiente, todos hacen referencia a lo sucedido en un mismo tiempo y lugar (con mínimas derivaciones madrileñas): la ciudad de Murania y la aldea de Casas del Juglar, en Tierra de Murgaños, que aquí nunca se nombran (sí el Garabero o los Montes de la Pendencia), el territorio donde Bayal ha fundado su particular mundo literario. Más concretamente en el Real Colegio de San Hervacio (“el bestión mascariento”), del que ya dio noticia en libros anteriores (en El espíritu áspero, por ejemplo); trasunto, diría, del Seminario placentino donde estuvo internado algunos años. En la biocronología de Miguel Ángel Lama que se incluye en el cartapacio que esta revista le dedicó recientemente, se precisa que en 1962 empezó “sus estudios en el Seminario Diocesano de Plasencia como alumno interno” en el que “cursó los cinco primeros de Humanidades, y uno y tres meses de los tres de Filosofía”. “En la Navidad de 1968 le invitaron a abandonar el Seminario por falta de vocación”, añade Lama, que a continuación menciona Campo de amapolas blancas. En efecto, se puede afirmar que este libro ya estaba anunciado en aquella nouvelle, para muchos una obra maestra.
Por seguir con lo biográfico –que en Hervaciana es esencial sin necesidad de recurrir al manido tópico de la autoficción–, al comienzo de “Coda (del Codo)” relata que sigue viendo, “cuando las ocupaciones lo permiten y el ánimo lo aconseja”, a varios amigos con los que pasó su primera adolescencia en el Real Colegio de San Hervacio. Se trata de los dedicatarios del libro: Felipe, Abelardo y José María, un Hernández y dos Sánchez. Son esos “pocos compañeros de galeras”, “muchachos de antaño”, a los que se refiere la cita inicial de Zweig, con los que, de hospedería en hospedería, sigue encontrándose.
Quien narra lo sucedido en aquel pobre mundo de ayer empedrado de penurias (con secuencias dignas, a lo Pérez de Ayala, de “nuestro propio y privativo aemedegé”), cuando España (no sé si Extremadura) dejó de ser cervantina, es alguien sin nombre que, insisto, se podría identificar con GHB si no fuera porque estamos ante un ingenio literario y no delante de unas memorias. Digo “nombre” y conviene aclarar que lo que predominan, como en las listas alfabéticas de aquella época, son los apellidos (a excepción de la bella Isidora o el doble portero Sátur): Pastor, Romero, Pelayo, Viñas, Lobato, Calderón, Ruiz, Cantalejo, etc. Algunos, ¿mera coincidencia?, de curas placentinos pretéritos.
No es cuestión de desentrañar los argumentos de los trece relatos y menos sus finales, tan logrados.
El primero, “Adames”, “el poeta”, marca con maestría lo que viene después. Es una defensa de la pura poesía (y no sólo por el fervor juanramoniano y sus “certidumbre invernales”), donde Bayal, en pos de la admiración y en contra de la mediocridad, encuentra el germen de su inclinación literaria, Faulkner mediante. “Aficiones y aflicciones”, diría él. Y ahí una afirmación que señala el tono de esta escritura: “la condición poética es siempre innegablemente desdichada”. Por eso no faltan en estas páginas (recreos y excursiones al margen) la tristeza (somos “seres consciente de nuestra desdicha”), la adversidad (donde “vivimos y nos reconocemos”) y la melancolía (“Nadie se atreve a imaginar una dicha permanente ni una alegría perenne”). Ni, por encima de la compasión, la vergüenza, la aversión, la culpabilidad, el fatalismo (“Ni unos ni otros tenían más horizonte que la continuidad de los días y el aplazamiento de la muerte”), la humillación (el mote, el castigo), la maldad, el miedo o la cobardía. Ni la pobreza y lo rural (que tan bien conoce). Y la realidad que “brinda a veces espontáneos surrealismos”. Ni las habituales alusiones bíblicas y los latines. O los versos, propios y ajenos. Tampoco el humor: irónico (esto es, inteligente), sonriente, sutil. O el silencio y el laconismo, obsesiones plasmadas en su memorable Nemo. Todo se expresa, en fin, “sin heroísmos ni ufanías”. Porque “todo pasa o cansa”.
Como en el resto de la obra bayaliana, la moral (no la hervaciana, “suprema razón” católica a ultranza, reglamentista, basada en el pecado y “la pedagogía de la sangre”) está muy presente. Al cabo, los actos predicen “consecuencias morales”.
Pero es el lenguaje –su estilo– lo que sigue cautivando al lector, lo que no quiere decir que importe más que lo que narra (historias, como la del eclipse de luna, dignas de ser bien contadas), sino todo lo contrario. Sí, se podría hablar de simbiosis. Y de su preciso y extenso vocabulario; de la escasez de puntos y aparte, que tanto tiene que ver con la hipotaxis ferlosiana (léanse las páginas 226 y 227); del sabio uso de los paréntesis (que encierran lúcidas reflexiones particulares, como el de la página 231); de la teoría narrativa que se revela entre líneas (en la página 178, pongo por caso); de los guiños cinematográficos, la lectura (“fruta prohibida de San Hervacio”) y los homenajes literarios (“somos lo que leemos”); de los juegos de palabras (sin “prestidigitaciones retóricas”)… Y, cómo no, del genuino carácter cervantino que encierra, un rasgo extensible a cuanto este autor ha escrito.
Hervaciana, que podría haber dado en novela (de algún modo, en su unidad, lo es), amplía aún más el inconfundible universo bayaliano y vuelve a demostrar que su insondable capacidad expresiva sólo limita con el afán y la voluntad de quien lee. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 141-142 de la revista TURIA.