4.7.20

Álex Chico lee el "siroco"

En el número 16 de la revista Paraíso, que dirige el profesor y poeta Juan Carlos Abril, se publica esta reseña de Álex Chico sobre El cuarto del siroco. Una sorpresa. Ya no esperaba uno más críticas de ese libro. Además de agradecerla, la valoro especialmente por venir de uno de mis más fieles e inteligentes lectores. 


En ocasiones, un autor sólo se dedica a dar fisonomía al lugar en el que lee o escribe, como si con cada libro tratara de explicarnos un poco más cómo es ese espacio. Describe la habitación porque es allí donde sucede su universo, el de la memoria y la ficción, el de los paisajes que quedan fuera, leídos y vividos a partes iguales. Un hogar minúsculo que nos ofrece una idea aproximada de su lugar en el mundo. La manera en que lo juzga o se previene de él. Una pieza que tiene mucho de cuarto del siroco, esa estancia situada en las casas patricias sicilianas en donde «las familias nobles se guarnecían mientras soplaba el temible siroco», como nos explica el autor en las palabras preliminares. Esa es la geografía que elige Álvaro Valverde: un cuarto real y metafórico en el que fundar su territorio. Los poemas que integran El cuarto del siroco dan fisonomía a ese emplazamiento. Nos hablan sobre lo que existe y no existe en él, sobre lo que hubo y, con sabia paciencia, aún permanece. Y lo hace como siempre: con una poesía clara que, como el agua, esconde en su sencillez un cauce profundo, iluminado de inmenso. No extraña, por eso, que el primer poema, “A modo de poética”, emplee el agua como metáfora de la poesía. Da cuenta no sólo del libro, sino del universo literario de Valverde. El cuarto del siroco, así como buena parte de su obra, se fija en esa «humilde verdad», en su condición detenida y pasajera, estable y al mismo tiempo efímera. Como el agua, la poesía se nos escapa de las manos y, sin embargo, también es capaz de convertir su estado líquido en una extraña lección de permanencia. Sucede lo mismo con los seres que irrumpen en el cuarto: sabemos que alguien ha huido, pero queda al menos su rastro. En este sentido, Álvaro Valverde da un paso más. Si en otros libros prestaba atención a lo que huye, en esta ocasión también se fija en lo que nunca ha acontecido y, no obstante, siente como propio. La ausencia se convierte en presencia. Se fabula con un jardín soñado, pero inexistente. Se lamenta por otra «oportunidad desperdiciada. / La de pisar la nieve / de noviembre en Belgrado». O se cuestiona, en fin, el límite difuso que separa lo real de lo imaginario: «¿Cómo puedo sentir nostalgia ahora / de una existencia que de pronto invento?» («Casas de Azuaga»). Una duda que me lleva, irremediablemente, a unos versos de Juan Antonio González Iglesias: «me pregunto por qué sé describir, / tan justamente, / ese país en el que nunca he estado». Entre ambas interrogaciones hay un nexo. Si algo nos demuestra ese punto en común es la vigencia de aquella separación aristotélica entre el historiador y el poeta. El primero cuenta lo que sucedió. El segundo, lo que podría haber sucedido. Por eso este cuarto no se nutre únicamente de recuerdos tangibles, sino también de ficciones, las que dan pie la memoria y la literatura cuando hacemos de ellas nuestro lugar en el mundo. 
Ya que he citado el poema «Casas de Azuaga», podríamos decir que en él encontramos una parte del espíritu de este libro, y una muestra significativa de las claves literarias de Valverde. En él hay una proyección del lugar, una superposición de espacios, una lección de permanencia, una reactualización del pasado y una profunda meditación sobre el paso del tiempo. Quizás sea este último apunte el que me genere más atención. En la obra de Álvaro Valverde el lugar ha sido un tema fundamental. Sin embargo, ese interés se ha ido trasladando a una aguda y cada vez más constante indagación sobre el tempus fugit. El cuarto del siroco es la confirmación de una sospecha que venía percibiendo desde sus últimos libros. El lugar sigue teniendo una presencia notable, pero siempre aparece filtrado por su relación con el tiempo, como si se mencionara para dar fe de los años trascurridos. El paisaje existe porque convoca el pasado, lo trae de vuelta o se enfrenta a él («En el molino», «Ribera del Marco» o «Fuera de temporada» son unos pocos ejemplos). El territorio no es solo una geografía, sino una constatación de que todo pasa. Por eso se buscan esas señales que perduran (las ovas, una torre…). Incluso reaparecen quienes ya no están a nuestro lado. En El cuarto del siroco, la voz poética no camina sola: va acompañada de una muchedumbre de ausentes que le siguen el paso. Los pueblos o el paisaje generan una realidad disparada. Se encadenan unos y otros, porque toda ciudad «es una y múltiple». Nos desplazamos a ellos porque son la fuente de nuestras emociones: «He venido hasta aquí a nombrar la tristeza». Nos permiten ser otro para continuar siendo uno mismo, como alguien que encuentra en lo ajeno la mitad de su vida. Y entre todos esos lugares se erige uno que nos protege de la intemperie, un cuarto en donde guarecernos del viento. Una vieja estancia que es, sobre todo, una carta de amor a la literatura.
Álvaro Valverde ha conseguido, por fin, hacer de este lugar un territorio