Conviene recordar que pertenece, a efectos
didácticos, al Grupo del 50, que tan buenos poetas ha dado, algunos también
reconocidos con este galardón, como Gamoneda o Caballero Bonald.
Más allá de las afinidades
generacionales, Brines, digámoslo pronto, ha sido un poeta de múltiples, ricos
y variados registros. “Estimo particularmente, como poeta y lector, aquella
poesía que se ejercita con afán de conocimiento, y aquella que hace revivir la
pasión de la vida. La primera nos hace más lúcidos, la segunda más intensos”,
ha escrito. En este “dualismo antagónico”, según Pilar Palomo, se debate su
poesía. La que entronca con Manrique, Garcilaso y Quevedo y llega hasta
Machado, Juan Ramón (su primer maestro) y Cernuda.
Por “desvelamiento” (para decirlo
con sus propias palabras) nos llega, por ejemplo, el sentimiento de la
naturaleza (que tan bien explicó en su ensayo sobre Gil-Albert). Es en los
poemas localizados en Elca u Oliva (pueblo natal del poeta), en su casa de
campo rodeada de jardines y naranjos, frente al mar de los clásicos, donde
nuestro poeta alcanza el máximo grado de intensidad, lo que es tanto como decir
el máximo en poesía. La perfecta adecuación de paisaje y pensamiento facilita
ese tránsito. El poeta, de espaldas, asomado al balcón, cuando atardece, bajo
los astros ya y ante la noche, contempla. Piensa o sabe que el tiempo irreparablemente
huye. Su actitud –una postura moral– está arraigada en ese espacio común
mediterráneo. Es estoica, y aun escéptica; de algún modo, epicúrea. “Griego en
el exilio”, como Borges. Desde la plena conciencia de pérdida, su canto es el
de alguien que ama profundamente la vida. En función de ese amor, la tristeza,
la serena aceptación, la melancolía. “Ama la tierra el hombre”, nos ha dicho. Y
allí, la infancia. Y, más allá, el interminable verano, donde fuera más plena. “En
la niñez –comenta– tenemos una sensación de inmortalidad”. Desde esta orilla,
intempestiva y total, nos llega el Brines que celebra la pasión de la vida, el,
diríamos, más “intenso”. Así, en sus poemas de amor. En sus versos: “Un ser en
orden crecía junto a mí, / y mi desorden serenaba. / Amé su limitada
perfección.” ¿Cabe definición más exacta y cabal de lo amoroso?
La poesía de Brines, como él mismo
ha explicado, nace de la mezcla de intuición (o “fatalidad expresiva”) y
pensamiento. El resultado, conseguido desde la “máxima claridad”, aplica
siempre el criterio de que “la riqueza de las palabras” está en “su precisión”.
De este juego a un tiempo calculado y espontáneo surge una poesía que no dudamos
en calificar de genuina. Y todo ello por mor de una evidencia: es fruto de una
necesidad. La que sostiene que es inevitable nombrar para vivir.
La obra incesante de Brines echa
por tierra el mito de Rimbaud: en su madurez no decae; antes bien, se depura e intensifica.
Desde Las brasas hasta La última costa el camino ha sido
largo. Ha dado para componer una “extensa elegía” que se ha ido desarrollando
por incesante crecimiento, sumando círculos, (alguna vez ha utilizado la imagen
de los círculos concéntricos que forma una piedra arrojada al agua para
referirse a su propia obra), procediendo mediante variaciones, insistiendo
obstinada e inevitablemente en ese mismo libro que por fatalidad cada poeta
reescribe una y otra vez. Su obra simboliza, según creo, el sueño de una luz
que nunca cesa. A la tradición, clásico en
vida, su voz aporta un tono inconfundible. El mismo que ahora, al fin, se
reconoce. El que celebran sus lectores, no su público.
Nota: Este artículo se ha publicado en El Cultural.
La fotografía es de Jesús Ciscar, para El País.