16.11.20

Ladridos

Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) es licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas por la Universidad de Salamanca, expresidente de la Asociación de Escritores Extremeños y codirector del Aula de Literatura “José Antonio Gabriel Y Galán”. En los últimos años se ha ocupado con solvencia de la gestión cultural del Ayuntamiento de Plasencia, del que es funcionario.
Autor de las novelas Biblia apócrifa de Aracia (Del Oeste Ediciones, 2010), El tesoro de la isla (De la luna libros, 2015) y El verano del Endocrino, (Baile del Sol, 2018); los libros de relatos Cortometrajes (Editora Regional de Extremadura, 2004), El círculo de Viena (Llibros del Pexe, 2005), Cuaderno escolar (Editora Regional de Extremadura, 2009), Palabras menores (De la luna libros, 2011) y Perder el tiempo (De la luna libros, 2016); así como de los libros de poesía Cicerone (De la luna libros, 2014) y Aire de familia (La Isla de Siltolá, 2016), sus cuentos figuran en varias antologías del género y ha traducido Lo invisible, del portugués Rui Lage (La Umbría y la Solana, 2020)
Con El síndrome de Diógenes, el placentino  ganó el trigésimo noveno Premio de Narración Corta ‘Felipe Trigo’. Las bases del mismo nos ponen en la tesitura de dudar de si estamos ante un cuento largo o ante una novela corta. Sí, de nouvelle podría hablarse, ni novela ni cuento, un formato poco explotado aquí. Lo importante, digámoslo cuanto antes, es que Santos ha conseguido dar a su relato la medida exacta, la que mejor se ajusta a la historia que narra, o viceversa, porque de hecho, como el propio autor comenta en una entrevista, presentarse a ese premio no fue una casualidad sino “un reto”: el de adaptarse a esa concreta extensión que exigían las citadas bases. Explica que, para hacerse “una idea del ritmo, el formato o la estructura que un texto así podría tener eché mano de los clásicos” y que dos de ellos: Lazarillo de Tormes La metamorfosis, “podrían haber sido, por su extensión, candidatos excelentes al premio”. Comprobó, además, que, con ser muy distintos entre sí, ambos tenían que ver con “una historia que me venía rondando hacía tiempo por la cabeza”. La nota editorial la resume muy bien: “«Todo comenzó el día en que me dio por ladrarle a la Bulldog». Así empieza El síndrome de Diógenes, el relato en primera persona de un cínico contemporáneo, un tipo extravagante que, en la mitad del camino de la vida, emprende una cruzada contra lo que llama la perniciosa secta de las señoras con el bolso bajo el brazo, dejándose llevar por un instinto cada vez más canino que lo acabará alejando sin vuelta atrás de sus congéneres”. Aunque el argumento sea importante (con más enjundia de la que pueda deducirse de esta sinopsis) y la frágil y sugerente trama lo suficientemente llamativa como para captar la atención del lector, que pronto se siente atrapado por los avatares de la entretenida e intrigante fábula, conviene resaltar la atención que Santos consagra al lenguaje, la sutileza que despliega para expresar lo que cuenta de la forma más adecuada posible. Esto no es nuevo. Quienes hemos seguido su trayectoria sabemos que la precisión y el rigor de su escritura son, para él, norma, algo que se aprecia aún con más nitidez en El síndrome..., tal vez porque eso que llamamos “madurez” le haya alcanzado de lleno. Y de qué espléndida manera, cabe añadir. A modo de ejemplo, uno elegiría el párrafo final de capítulo 8 (de los 10, por cierto, que componen la obra). Basta y sobra.
No puedo evitar, ya que lo menciono, que si bien se aprecia, a rachas y para bien, la alargada sombra de la obra de su maestro (en sentido profundo), Gonzalo Hidalgo Bayal, su influencia (reconocida por Santos con sano orgullo y gozosa naturalidad) es aquí menos evidente que en otras ocasiones y, en consecuencia, la voz, me atrevo a afirmar, más personal y asentada que nunca. Se trata de lecciones bien aprendidas, las mismas que cualquier escritor ha de asimilar a costa de leer con la debida atención a sus clásicos electivos, ya sean antiguos, modernos o contemporáneos. Y eso vale para Antístenes, Crates de Tebas y Diógenes de Sinope (los griegos de la “escuela cínica” que han inspirado esta nouvelle) o para Kafka, Borges y Bayal (tres referentes literarios reconocidos).
El protagonista de El síndrome… (del que desconocemos el nombre, como los del resto de personajes), un profesor de instituto separado, con un hijo y en crisis, tan extravagante y solitario como suelen ser los que Santos concibe, seres alejados de la presunta normalidad, pasa por una serie de vicisitudes que no es menester desvelar aquí pero que construyen una inquietante metáfora de nuestro tiempo líquido, por seguir a Zygmunt  Bauman, pero ahora en estado de congelación, suspendido por culpa de la pandemia y tomado del todo por el miedo. Ladrar, en sentido simbólico, es acaso una necesidad. Y pues que de ladridos hablamos, tampoco está de más reconocer la trascendencia del perro como animal de compañía en la sociedad actual, lo que refuerza, a mi entender, la dimensión alegórica del relato. Éste incide en otra característica de la literatura del escritor placentino: el humor. Un humor, como corresponde al cinismo del protagonista, ácido y, por momentos, hasta corrosivo, muy adecuado para acompañar a un hombre en su particular descenso a los infiernos.
Situada en Pomares, esa ciudad inventada por Santos que tanto se parece a la suya natal, la imaginativa historia de este atrabiliario personaje, con el que recorremos las angostas calles secundarias del centro y las inhóspitas periferias, cuando no la desolada intemperie de los canchos, nos permite reflexionar sobre la condición humana –tan perruna a veces– que es, a la postre, lo que la literatura compasiva, humanista y moral de Juan Ramón Santos persigue. Si no la conocen aún, no veo mejor manera de empezar que con la lectura de esta pequeña, conseguida joya.
  
El síndrome de Diógenes
Juan Ramón Santos
Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2020. 88 páginas. 8,00 €

Esta reseña se ha publicado en PlanVe