8.3.13

El hilo de Irazoki

Que un libro empieza por la cubierta puede parecer una obviedad, pero no lo es. En éste, Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) escribe su primer poema en el título: Retrato de un hilo (Hiperión) y elige un dibujo de Yves Loyer -tan cerca- para ilustrar su poética: apenas un trazo de aire oriental, tan sereno como preciso. A eso me refiero. Y a que, antes de leer sus primeros versos, uno se encuentre con este haiku de Issekiro: "Mientras lo corto / veo que el árbol tiene / serenidad". Mucha hay en este libro de apenas treinta poemas cortos en verso (en el anterior, Los hombres intermitentes, publicado también por Hiperión, estaban en prosa) que nos llevan a Benarés, las calles de París y a ciertos interiores que pueden estar en cualquier parte.
Antes de entrar en materia, conviene recordar que no es extensa la obra de Irazoki. Al libro aludido habría que añadir Cielos segados (Universidad del País Vasco), su poesía completa hasta 1990, que incluye los tres volúmenes de versos escritos hasta esa fecha: Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita. También es autor de La nota rota (Hiperión), cincuenta semblanzas de músicos de épocas muy variadas. No en vano su formación es musical y a la música se ha dedicado. Por eso sus lectores, ávidos de poemas, celebramos la salida de esta nueva entrega, compuesta por poemas escritos entre 1991 y 1998, lo que vuelve a darnos una pista fiable acerca del poeta que tenemos delante, alguien que, quién lo duda, tiene todo menos prisa. "¿Qué importa el tiempo en la literatura?", se pregunta Irazoki en su reciente entrevista con Nuria Azancot. 
Decía antes que su libro nos lleva a India, en un viaje a Benarés, a las calles extranjeras de París y a los cuartos donde se celebra, en la intimidad, el amor. Son significativos los títulos de las cinco partes que lo componen: "Equipajes", "Calle de los viajeros", "Viandantes", "Lindes" y "Canciones extranjeras". En todas ellas encontramos a "un hombre" que observa, reflexiona y después habla. Alguien dotado, ante todo, de compasión; de un profundo respeto hacia el otro que, como nos enseñó Emmanuel Lévinas, nos muestra su verdadera humanidad al cruzar con nosotros la mirada. 
Su relato, digamos, es cercano, nos acompaña, nos sugiere. Proviene más de la duda que de la certeza. Irazoki escribe con palabras sencillas, sin alardes, con el tono de lo dicho en voz baja, de la confidencia, de la conversación. Sus versos son tan "de verdad" como él mismo. Al leerlos, quiero decir, tocamos al hombre, percibimos su condición de pasajero y nos identificamos con su alegría, con su malestar. Ninguna parte mejor para comprender cuanto digo que la segunda del libro: "Calle de los viajeros". Sus protagonistas son mendigos, transeúntes, inmigrantes y, en fin, esos seres que viven en ese inhóspito no-lugar a que alude el título donde, a pesar de los pesares, se encuentran chispazos de felicidad y de esperanza. 
En contraposición, o complementariamente, la calidez, el deseo, las sensualidad y el discreto erotismo de los poemas de amor destinados a esa "joven parisina que redactaba su tesis doctoral de Geopolítica sobre el País Vasco" a la que Irazoki conoce en San Sebastián y con la que va a París. La misma a quien ahora, muchos años de convivencia después, dedica Retrato de un hilo: Barbara Loyer.
La obra concluye con dos poemas escritos originalmente en francés, una de las lenguas del poeta, junto al euskera (de sus tempranos, infantiles afectos) y el español (de su escritura).
Aunque los poemas suelen ser breves, destacaría algunos largos. Así, el que da título al libro. Como el viejo del Ganges, Irazoki también "bebe despacio su vaso de tiempo". O "Citas con el dictador" (de él dice su autor: "uno de los que más aprecio de la obra, describo al dolor como un déspota senil contra el que he construido un humilde refugio de resistencia. El dolor es ahí un tirano que ha perdido la fuerza del misterio"), "Hotel Abismo" y "Miguel de Cervantes viaja a sus dos espejos".
Irazoki se declaró hace tiempo a favor de la alegría, contra el "ceño fruncido", y eso es algo que agradece el lector. Sí, porque salimos de esos versos -tan hospitalarios, tan sosegados, tan hondos- renovados; como si el tedio, la tristeza, el miedo o la indolencia no existieran, como si hubiéramos conjurado su amenaza de una vez y para siempre. "Ves en cada árbol / el resumen de un hombre: / el tiempo erguido". Sí, eso.